Resuena la válvula de presión y siguen echándole leña al fuego. Que explote la olla. Es lo que desean desde los círculos de poder norteamericanos cada vez que anuncian una perversa medida contra este pequeño Archipiélago que, a golpe de sacrificio y resistencia, paga el precio de ser independiente.
Mi generación nació bajo los efectos del bloqueo. Tal vez entonces su impacto económico no era tan visible, gracias a las relaciones y acuerdos mutuamente ventajosos establecidos con el campo socialista. Hasta los siete años disfruté plenamente la infancia, jugando a los bolos o viendo muñequitos y aventuras en un viejo Krim 218 en casa de los amigos del barrio. Pero llegaron los 90 y el panorama dio un giro traumático.
La caída del socialismo soviético agrietó nuestra economía y la dejó sin el 80 por ciento de su comercio exterior. El transporte colapsó, se paralizaron fábricas, las lámparas «chismosas» sustituyeron a los bombillos incandescentes durante largas horas de apagones programados.
Ante el calor irresistible la gente dormía en las azoteas, con los colchones a cielo descubierto. Desaparecieron publicaciones. Juventud Rebelde, por ejemplo, cambió su frecuencia diaria y se convirtió en un periódico semanal. Frente a la escasez de jabón recuerdo que mi mamá lavaba con fibras de maguey. Las bicicletas chinas se pusieron de moda… A esa edad no podía entender bien lo que pasaba a mi alrededor.
En el libro No hay que llorar el escritor santaclareño Arístides Vega Chapú recopiló testimonios de 34 autores cubanos acerca de esta etapa. Sobre las dificultades de entonces y de cómo sorteamos los embates, cada cubano puede contar su propia historia de ingenio y resistencia. La obra sería un libro de muchos tomos.
Durante todo ese tiempo, ¿cuál fue la «ayuda» de los gobernantes norteamericanos? ¿Acaso su intención consistió en extender la mano para que el pueblo rebasara la crisis?
En julio de 1991, meses antes del «desmerengamiento», el Senado de Estados Unidos aprobó varias enmiendas que imponían una serie de condiciones a la Unión Soviética para que pudiese ser receptora de la ayuda exterior estadounidense. Entre esos requisitos se incluyó el cese de la asistencia militar y económica a Cuba.
Y en 1992 el Gobierno norteamericano, con Bush padre a la cabeza, firmó la Ley Torricelli, luego de que el candidato demócrata, William Clinton, la respaldara públicamente como resultado de un acuerdo con Jorge Más Canosa, presidente de la Fundación Nacional Cubano Americana. El objetivo: asfixiarnos económicamente para provocar el caos social y, en consecuencia, derribar el orden político establecido en la Isla. Ilusionados con un supuesto efecto dominó, abiertamente proclamaban «el fin de la historia» para el «régimen de Castro».
En ese propio año la Oficina de Control de Bienes Extranjeros (OFAC) prohibió a los nacionales de terceros países introducir en EE. UU. tabaco y ron procedentes de Cuba, incluso cuando estos fueran para consumo personal. Aún no habían aprobado la infausta Ley Helms-Burton, de 1996.
En su discurso de ayuda humanitaria al pueblo cubano siempre pusieron por delante una condición: «Si Cuba celebra elecciones totalmente libres y justas bajo supervisión internacional, respeta los derechos humanos y deja de subvertir a sus vecinos, nosotros podemos esperar que mejoren significativamente las relaciones entre nuestros dos países», son palabras textuales del Secretario Adjunto de Estado para Asuntos Interamericanos, en marzo de 1990.
Treinta años después, los objetivos siguen siendo los mismos. Nos piden que hagamos concesiones políticas como condición para quitarle presión a la olla. Ante la postura digna e invariable de Cuba acuden a la prepotencia y el ensañamiento, como las 85 medidas agresivas de diverso tipo que aplicaron solo en 2019 y que han recibido el rechazo de nuestro pueblo y de muchos en el mundo, que también sufren las consecuencias de la soberbia imperial.
El escritor Eduardo Galeano ilustró este acto de genocidio con estilo enfático y sentipensante: «El bloqueo contra Cuba se ha multiplicado con los años. ¿Un asunto bilateral? Así dicen; pero nadie ignora que el bloqueo norteamericano implica, hoy por hoy, el bloqueo universal. A Cuba se le niega el pan y la sal y todo lo demás. Y también implica, aunque lo ignoren muchos, la negación del derecho a la autodeterminación. El cerco asfixiante tendido en torno a Cuba es una forma de intervención, la más feroz, la más eficaz, en sus asuntos internos».
Frente a esa política de agresión permanente, agudizada por el mandato de Trump y sus perversos asesores para hacer explotar la olla, la mejor respuesta de cada cubano está en hacer las cosas bien. Y que el resultado del trabajo cotidiano neutralice cada plan que cocine el enemigo. En definitiva, «emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos», como nos expresó Fidel en su concepto de Revolución.