«¿Y dónde dejaste al padre»? Esa fue la pregunta que muchas personas hicieron a esta redactora después de publicar un texto en el que narraba algunos de los complejos y maravillosos momentos que viven las madres primerizas.
Y es que ciertamente en aquel trabajo se hacía escasa alusión al rol paterno. ¿La verdad? Me parecía injusto dedicarle solo un párrafo por cuestiones de espacio. Pensé que sería mucho mejor cronicar esa experiencia, pero esta vez desde la perspectiva masculina porque, sin dudas, de los padres primerizos también hay mucho que contar.
Según mi vivencia, estos pueden pasar por varias etapas. Momentos antes de convertirse en padres, se transforman en un agente de protección y seguridad.
Mientras espera que su pareja desempeñe la difícil tarea de traer un hijo a este mundo, camina por cada pasillo del hospital, se sienta en cada banco, mira dentro de cada habitación, hace rondas incluso cuando todos duermen y si es de esos que posee el mal hábito de fumar, hace de sí mismo una dañina versión de la flama olímpica, encendiendo un cigarro con lo que queda del anterior.
Luego viene la fase de estatua. La situación es así: sale una enfermera trayendo consigo un cunero y les dice a los familiares: «¡Aquí está el bebé»! Todos se acercan para sacar alguna foto y admirar al recién nacido. ¿Y el papá? Petrificado. No sabe qué hacer: si reír, si llorar, si hablar, si tocarlo… En muchos casos esa condición tiende a agudizarse cuando la madre le pide que cargue al pequeño por primera vez. Cuando ya lo tiene en brazos, no hay fuerza en la Tierra que lo mueva. Sin dudas el miedo y la felicidad pueden convertirse en una mezcla mortal.
Siempre pensamos en lo que vive la mujer y pocas veces en lo que les toca a los hombres: encargarse de los arreglos en la casa (que en las condiciones actuales puede ser casi tan duro como el trabajo de parto), lidiar con la efervescencia hormonal que provoca cambios a veces insoportables, aprender a afeitar las piernas de la esposa, dar masajes; salir a buscar los alimentos más difíciles de hallar cuando aparecen los antojos, así como calmar los miedos, el estrés y los dolores que llegan cuando está próximo el momento del nacimiento.
Una vez que los progenitores regresan a casa, el padre se vuelve un asombroso personaje todoterreno. Lo mismo prepara biberones que los da, duerme al niño con canciones de cuna inventadas, lava pañales, baña a su mujer todavía convaleciente de una cirugía, la ayuda en los molestos procederes de intentar amamantar, prepara la comida y se despierta en las madrugadas a cambiar y atender al recién nacido, todo para que la madre gane unos minutos más de descanso. Al llegar la mañana, besa en la frente a sus afectos y se va a trabajar con ojeras de felicidad.
No es de extrañar que, con el paso del tiempo, nené y mamá desarrollen una incurable «papitis aguda». Si no está muy relacionado con el término le explico: se denomina así al especial apego a la figura paterna, o sea, a la predilección incurable por el papá. Casi siempre se asocia a los infantes, pero debo confesar que las madres también lo experimentamos.
Papitis porque no hay mejor momento que cuando el padre llega a casa, pues significa que ha comenzado la diversión; papitis porque son insuperables las carcajadas que resuenan en la casa jugando a las monerías; papitis porque él dice: «Descansa y no te preocupes» y una sabe que todo estará bien… No hay nada mejor que saber que se pueden cerrar los ojos porque papá está ahí para hacerse cargo. Eso sí, no se sorprenda si al despertar de una siesta, en vez de encontrar un adulto y un niño vea a dos infantes jugando a los indios con arcos y flechas incluidos.
Aunque todavía tenga sus limitaciones para afrontar el «código carmelita», o sea, la presencia de materia fecal, el papá es un héroe de la vida real que hace magia sin tener poderes; un gigante bondadoso capaz de superar toda dificultad, la persona que te enseña que todo el universo cabe en un abrazo.
Ciertamente el padre recién nacido puede ser casi tan adorable como el hijo. Ojalá siempre sea así, y aunque confieso que a veces me pongo un poco celosa de ese vínculo especial entre bebé y papá, no quiero cura alguna para esta papitis aguda que tanta felicidad ha traído a nuestra vida. ¡Bendita papitis!