Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Manual para madres primerizas

Autor:

Lourdes M. Benítez Cereijo

Tal vez la palabra «manual» sea demasiado pretenciosa. A fin de cuentas, no es mi intención ofrecer una guía de instrucciones —no podría aunque quisiera—, sobre todo cuando se trata de un tema tan complejo como es el de la maternidad. Estas líneas son más bien una recopilación de historias, sencillas confesiones personales de una de las experiencias más importantes que puede vivir una mujer.

Hagamos un recuento breve, brevísimo: retraso de dos semanas, prueba de embarazo positiva, primer ultrasonido para confirmar embarazo y ¡pum!, de momento alguien te dice que la pequeña mancha que aparece en el ultrasonido es tu bebé, y tratas de asimilar la idea de que en tu vientre hay una vida creciendo. Después de pasar por un periodo de muchos análisis —un reto muy difícil de superar para las que como yo le tengan miedo a las agujas—, consultas regulares, náuseas, algunos vómitos, enormes deseos de comerse par de pizzas y tener que conformarse con una ensalada de col, huevo hervido y leche sin azúcar para mantener los niveles de glicemia controlados, te das cuenta de que tienes una enorme panza.

Luego de 34 semanas estás usando ajustadores tres tallas más grandes, te duele la espalda, ya no puedes ver nada de lo que sucede al sur de tu ombligo e incluso llegas a preguntarte qué estará sucediendo por esos lares; es casi imposible doblarte para lavar tus pies o afeitarte las piernas debidamente y tampoco logras salir sin despojarte del miedo de hacerte pis en cualquier lugar porque tu vejiga parece haber perdido toda capacidad de resistencia.

Pasadas 41 semanas comienzas a sentir los dolores más horribles del mundo (el momento del parto es material suficiente para escribir un libro, así que no entraré en detalles). Unas 16 horas más tarde, cuando ya no tienes fuerza ni para respirar, alguien decide que harán una cesárea. Veinte minutos después logras ver por primera vez a tu hijo y todavía no te lo crees. El dolor desaparece, te olvidas de que hace casi tres días que no duermes y lo único que quieres es abrazar a tu retoño.

¡«Ya eres madre»!, me dijo alguien. Sin embargo, para esta redactora la verdadera maternidad comenzó después. El primer choque fuerte fue la triste e infructuosa tarea de intentar alimentar al recién nacido. No importaba cuánto exprimiera —literalmente— los pechos, lo único que conseguía extraer era sangre y desesperación. En esos casos, para calmar el hambre del pequeño, el hospital provee de la leche necesaria, que al parecer nunca le era suficiente.

Para las primerizas, y en especial para aquellas que tuvimos que aprender a ser madres sin tener a la nuestra, es mucho más complicado. Por suerte, casi siempre aparece un alma generosa que te ayuda y te enseña, por ejemplo, la mejor manera de cargar al niño, cómo sacar los gases o lograr vestirlo sin sentir que lo vas a romper, y qué hacer para calmar el llanto.

La abuela de mi compañera de cuarto fue quien me enseñó a poner los culeros, luego de ver mi angustia y notar que había desbaratado tres ejemplares tratando de descifrar aquel rompecabezas.

Vencido el tiempo del hospital, la llegada a casa fue tanto un alivio como una locura. La primera vez que tuve que bañarlo lo único que me faltó fue dibujar un diagrama con la estrategia ideal para acometer esa tarea. De más está decir que fue por gusto. El pánico se apoderó de mí y lo único que podía pensar era en no dejarlo caer de mis brazos.

Poco a poco se le va tomando el ritmo al asunto, aunque nunca deja de ser difícil. El sueño o la posibilidad de dormir se convierten en un anhelo, y con los ojos abiertos por puro milagro la madre recién nacida se impone a todo, incluso a la depresión posparto que provocaba un llanto incontrolable. Así, logra hervir pañales, preparar los biberones con leche, limpiar la casa y ocuparse segundo a segundo de las necesidades del bebé, sin descuidar el resto de las tareas domésticas. Se dice que la mamá debe aprovechar y dormir cuando el pequeño lo hace. No sé las demás, pero yo me dedicaba a velarle la respiración a mi hijo.

Nada se compara con la maravilla de cobijar a esa personita con tu cuerpo y percibir así el olor más dulce del mundo. Poco importa saber que una repite la vestimenta por días, que el peinado de moda no es más que un moño jorobado, o que las uñas son un triste recuerdo de lo que solían ser. No se vuelve a ser la misma persona. Cuando una mujer se convierte en madre el mundo cambia, porque se percata de que su mejor parte es esa que vive fuera de ella.

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