Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Ilícitos pregones

Autor:

Liudmila Peña Herrera

Todo el mundo lo sabe. ¡Cómo podría ser de otra manera, si ellos lo vocean a voz en cuello en cualquier esquina! Y aunque la sabiduría popular enseña que lo que no quieras que se sepa, no lo hagas —ni lo digas, ¡obvio!—, la ley del negocio habla más fuerte, y hasta convence: «el que no arriesga, no gana». Así que, de tanto arriesgar, la mayoría de ellos han logrado que nos acostumbremos a su cantaleta callejera y a esa suerte de impunidad bendecida —¡sabe Dios por quién!— que parece protegerles.

Para quienes lucran aprovechándose de la necesidad ajena, es como si existiera un salvoconducto invisible, porque no entiendo cómo hemos llegado a permitir —y en este «hemos» incluyo a la sociedad toda, pero en particular a las entidades y organizaciones cuya misión es evitar que esto suceda— que lo que está mal, lo que es ilegal y nos afecta como pueblo, sea tan común, tan «normal», que ande en la boca de un pregonero cuyo bolsillo se abulta con la mercancía a sobreprecio.

No creo que exista alguien al margen de una realidad a la cual es imposible estar ajeno, porque estos traficantes de la necesidad ya no se esconden y hasta son capaces de sonreírte alegremente, mostrando sus dientes blanquísimos, cuando les preguntas a cuánto tienen esa pasta dental que hoy nadie encuentra en los mercados de la red de comercio en casi ninguna provincia.

«Un peso, mi amiguita», dice él sin vergüenza y una, diestra ya en convertir de una moneda a la otra, sabe que con ese pesito que el empático mercader está pidiendo, sería posible comprar, de ser otra la circunstancia, tres tubos más de esa crema dental que, hasta hace poco, abundaba en los estantes del Estado.

Esto de escribir pensando en la necesidad más perentoria, revisando apuntes con aquellos pregones que los días me han ido regalando en la medida en que camino sin buscarlos, no es complicado. Para qué salir si, mientras redacto, pasan los ejemplos por la pasarela popular de mi barrio: «Cooolcha de trapear y leche en pooolvo», canta uno desafinado. Mientras este se aleja, otro lo sustituye: «Oye, hay lapicero a cinco pesos, repuesto a dos; hay disco de corte de pulidoraaa».

Pero todavía estos son pregones casi inofensivos, medio mansos, si se tiene en cuenta que la gente no se duele tanto por la falta de un lapicero o un disco de pulidora, en comparación con otros que hieren en lo más hondo del decoro, allí donde habita la justicia, porque abusan de la escasez de alimentos para sacar provecho:

«Posta de pollo, salchicha, lata ‘e puré», vocea un hombre en bicicleta y se larga sin que nadie lo llame. «A die’ la libra de papa, vecina, a die’», anuncia otro lo que, en algunos lugares del país, no constituye noticia. «Hay paquete de codito, hay pastillita de chorizo», canta uno con menor destreza en el arte del pregón. «Fil de huevo a tres CUC», grita otro y al instante le llueven interesados.

Frente a la misma reja de mi casa, donde escribo a puerta abierta, dos mujeres se apostan y hacen señas para que me levante, sin imaginar que, en vez de venderme, me regalarán otro ejemplo contundente: «Niña, traigo camarón limpio y hamburguesa de pollo», me dice la más atrevida y yo, todavía sorprendida, ya les he dicho que no y aún me quedan las ganas de saber de dónde sacan la exótica mercancía.

No hay que ir muy lejos para conseguir casi todo lo que una quiera, pero hay que tener dinero en abundancia y muchísimo aguante para pagar ese «casi todo» a doble y triple precio: «Traigo mando de televisor, bombillos LED, tubos de lámpara», «tengo chancletas, gafas. Cambio el americano», «cable de fogón eléctrico, mando, antena de televisooor», «cajas de helado de cuatro litros de almendra, paquete de leche de la amarillita», «garbanzoooo, buen garganzo», «el cloro líquido y la pastilla de cloro», «veneno pa’ ratón»…

Y lo peor no es que haya gente para todo, digo, para vender de todo. Eso es difícil de entender, de aceptar; pero no es lo peor. Lo peor no es, tampoco, que uno no se explique por qué, si todo el mundo lo sabe, la reventa pica y se extiende. Aun así, todavía hay algo más duro. Lo peor es saber que, comprando solo una vez lo que se vende ilegalmente, ya eres parte de una cadena que no tienes idea de cómo será cortada. Entiendes, entonces, por qué la gente le ha perdido el miedo a pregonar hasta lo impregonable, en plena calle y a la luz del sol.

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