Lo que hasta fecha reciente fue una desafiante anunciación es ahora una certeza: la generación que no dejó morir al Apóstol en el año de su Centenario comienza a ascender al firmamento de los héroes.
Para honra de Cuba, no se elevan a esa refulgente dimensión «aferrados al poder», como replican los ignorantes de la siempre fresca juventud de los sueños, sino como Fidel, el líder que supo unir sus ideales dispersos y convertirlos en un ejército y un proyecto de revolucionarios.
A un año de que el más martiano de todos los cubanos eternizara en cenizas sobre un monolito de piedra en el Santa Ifigenia santiaguero, lo hace Armando Hart Dávalos, a quien la vida hizo coincidir en el camino del «Rebelde de Birán», y desde entonces comenzó a comprender que solo desde una plataforma martiana, fidelista y socialista podría erigirse una nueva Cuba hacia todos los tiempos.
Hart se va también inquieto y sin reposo, consciente —como los más lúcidos de su generación—, de que el proyecto mayor está inconcluso, de que la Cuba Con todos y para el bien de todos avanzó un gran trecho, pero sus más hermosos y perdurables contornos están aún por levantarse, para que se haga el milagro de todas las promesas.
Buscando caminos a la disipación de ciertas incertidumbres lo conocimos muy de cerca en Juventud Rebelde, hasta donde llegó varias veces en los últimos años— ya para entonces con una silla de ruedas como vigoroso rocinante—, no a imponer con la autoridad de sus méritos, sino a conspirar y proponer con la profundidad de sus argumentos.
Frente a quienes advertían el fantasma de los problemas ideológicos entre los jóvenes, y masticaban la solución de las consignas, los manotazos sobre la mesa, las estigmatizaciones, renovadas parametraciones y viejos adoctrinamientos, él nos proponía su último gran aldabonazo: estimular lo que bautizó como un «Diálogo de generaciones», entre quienes erigieron la Revolución y los que tendrán que conducirla hacia el futuro.
La sola propuesta, nacida de un radical martiano —de los que van a las raíces—, enamoraba ya por su esencial ecumenismo, y porque partía de la conciencia de que a la juventud de hoy y de mañana, protagonista de otro tiempo y heredera y sufriente de añejas deudas justicieras, había que estimularla a erigir, sin cismas ni rompimientos nihilistas, su propio y renovado proyecto de sanación nacional. Así nació entre nuestras páginas una sección como Generaciones en diálogo, y comenzaron a ser ecos notorios dichos encuentros en diversas instituciones.
La propuesta no era extraña cuando venía de un hombre que desde sus inicios como político y estadista de la Revolución triunfante había tenido que enfrentar las secuelas de lo que prestigiosos intelectuales llaman como un período gris para la cultura —«un quinquenio gris con pespuntes negros», lo define Graziella Pogolotti—, y Hart se vio ante el dilema de cambiar esa situación y abrir cauces a la confianza entre muchos escritores y artistas.
No es casual que se le distinga entre los más profundos teóricos y pensadores de la Revolución, como un revolucionario de mente abierta que contribuyó a erigirla desde su condición de Ministro de Educación y de Cultura, importante responsable del Partido Comunista y al frente de las instituciones martianas.
Su muerte nos recuerda que el punto de partida de la cultura cubana está en la ética como principio rector de la política, como señaló en tantos momentos, y por tanto se ha de enaltecer el papel de la educación en el desarrollo y fortaleza de la civilización.
El doloroso suceso nos propone también repasar otros asuntos para no repetir errores del pasado. Hart apuntaba que los cubanos estamos interesados cada vez más en promover una cultura sin esquemas ni doctrinas ideologizantes. Esa cultura que necesita el mundo para librarnos de la estrechez de conceptos generados por una civilización cargada de materialismo vulgar, y tan necesitada del acento utópico de los pueblos de raíz latina.
Heredero de una prestigiosa tradición familiar afincada en el Derecho, especialidad de la se graduó como universitario, supo adelantar, tal vez como nadie entre sus compañeros de lucha, la trascendencia de la constitucionalidad para la Revolución.
Era fácil intuir que en Hart llameaba aquella idea del Apóstol de que «en los pueblos libres el Derecho ha de ser claro; de que en los pueblos dueños de sí mismos el Derecho ha de ser popular».
Tan fundamental resultaba para él, que presentía que su abandono podría prefigurarnos otra Cuba, sin eso que, en su afán de afianzar el ya mencionado «Diálogo de generaciones», llamó en algún momento el eje del bien: la cultura, la ética, el Derecho y la política solidaria. Siempre enfatizó que a aquella idea martiana de que «ser cultos es el único modo de ser libres» no podía podársele, como tanto había ocurrido, su segunda parte, «ser bueno es el único modo de ser dichoso».
En opinión de este revolucionario e impetuoso predicador martiano, quien violente la ley en Cuba, cualesquiera que fueran los propósitos que tenga, nobles o no, le abrirá el camino al imperialismo.
No es causal que siempre exaltara la trascendencia de la histórica Constitución del 40, como expresión de una tradición jurídica criolla muy poderosa, que hoy, y sobre todo hacia el mañana, estamos en la responsabilidad de hacer predominar.
Esa herencia del Derecho ha tenido tanta influencia en el devenir cubano, sostenía, que de violentarla flagrantemente le han nacido a Cuba dos revoluciones. La primera tras la prórroga de poderes del dictador Gerardo Machado, y la otra tras el golpe de Estado de Fulgencio Batista.
Podría agregarse que los actos libertarios en el archipiélago nacieron en ley, desde que en los potreros de Guáimaro la contienda independentista naciente se ajustó a una Constitución. Desde entonces un civilismo y una civilidad casi inauditos, por la forma en que surgieron, distinguieron todo gesto patriótico y emancipador. El civilismo ha quedado incluso como marca beligerante en la memoria nacional, pese a que nació ante un ejército —el mambí— que representaba las mejores ansias de Cuba: libertad y justicia.
Su insistencia en este tema respondía a una delicada amenaza: que el desconocimiento o la subestimación de hechos semejantes alimentara una herejía histórica, una profanación de la lógica del desarrollo, que en vez de a una revolución —fuente de Derecho— como ocurrió hasta ahora, la ignorancia o la irreverencia a la ley abriera brechas a la contrarrevolución. Entonces el Derecho se prostituiría definitivamente, dejando de ser fuente de justicia, única forma honrosa y revolucionaria de legislarlo, demandarlo y ejercerlo.
Y como en tiempos de refundación hay que volver a los iniciadores, Hart sabía que lo legal solo no alcanza. El Padre Varela, al que tanto aludió, sostenía que «no hay duda de que las instituciones políticas y las leyes civiles protegen el cuerpo y le libra de la intemperie, mas si está corrompido no pueden sanarlo. Solo una prudencia social, fruto de la moralidad y la ilustración es el verdadero apoyo de los sistemas de leyes», defendía el ilustre Presbítero y nos actualizada este prominente predicador martiano que, como el Che de Eduardo Galeano, se convierte desde ahora en otro «nacedor» junto a Fidel. De esos nacedores que siguen por la vida en el cuerpo y el alma de otros.