En algunos aspectos de la vida cubana, nos puede estar pasando como a la corneja de la fábula, que pretendía engullirse a dos pichones: por haber querido disfrutar de dos comidas, se quedó sin ninguna…
Cuando nuestro Estado busca dejar de ser tan «glotón» como el ave de la historia, o sea, cuando cede en tamaño y funciones, gracias a reconocerse, con el proceso de actualización, que una cosa es esa institución como propietaria y otra las diversas formas en que puede gestionarse la propiedad, resulta más complejo armonizar los intereses individuales, y hasta grupales, con los sociales.
Si alguna catarata política nos nubla la disyuntiva, está ahí para graficárnoslo la singular puja entre los transportistas privados de La Habana y el Gobierno de la urbe.
Mientras dichas autoridades, compulsadas por los aprietos de la transportación pública, buscan parar la jaca a los precios especulativos, los «almendroneros» y otros privados —empoderados de su valor para la situación— parecen listos para saltarse todas las reglas.
El contrapunteo alcanza el tono de un trabalenguas, como alertaba una colega en nuestras páginas, al siguiente día de las nuevas normativas aprobadas recientemente. Si tras los primeros intentos del Gobierno por tomar el control de los precios —hace unos meses—, los privados dividieron en tramos los recorridos largos, la táctica desde la pasada semana fue regresar a la posición anterior, y hasta retirarse de la escena, con las subsiguientes tramas para una ciudad que clama por moverse más y mejor.
El dale pa’lante y dale pa’tras pareciera el estribillo de una «guaracha transporteril»: de directo a tramo, de tramo a directo… Y la causa del sinsabor, se arguye por los privados, es que las nuevas disposiciones afectan otro «tramo» que para ellos es cuestión de supervivencia: el de los ingresos o las ganancias.
Pero detrás de lo que pudiera parecer una simple «guarachita», ubicada por estos días en el hit parade de los problemas sociales habaneros, se juegan asuntos nacionales de honduras incalculables y hasta lecciones útiles para el manejo de iguales o parecidas circunstancias.
Este tipo de hechos, como he argumentado aquí, nos ubica en el escenario de una sociedad menos homogénea, en la que comienzan a entremezclarse diversas expectativas e intereses, y en la que parte importante de la autoridad que todos queremos y reclamamos para nuestro Estado dependerá, no solo de su inalterable sentido de la justicia, sino además de su capacidad de «concertación», una palabra que ha de distinguir nuestro actuar político.
Si a usted le preguntasen ahora mismo en qué ha radicado el enorme poder del Estado socialista nacido de la Revolución Cubana, tal vez responda que de la gran magnitud y atribuciones que lo distinguieron durante años. De su carácter más que abarcador, «abracador», como decía un guajiro sentencioso.
O sea, para muchos, el enorme poder de esa institución —tan esencial para nosotros— proviene más de su tamaño que de otras distinciones. Sin embargo, ya descubrimos que esa sobredimensión era, en realidad, una de sus principales debilidades, una distorsión estructural que desde el 6to. Congreso del Partido intentamos corregir, sin que ello implique vaciarlo o despojarlo de sus propósitos, ni de su autoridad.
Claro que un Estado tan expansivo y vigoroso como el que levantamos en la Cuba revolucionaria provocó sus tristes dosis de autoritarismo —y otros ismos reconocidos y reprochables—, aunque es justo también reconocer que el verdadero poder de esa instancia radicó en su justa inmanencia y su raigal vocación de consenso, consenso sin el cual, en medio de su particular cerco, no hubiese sobrevivido.
Cuando estamos en la antesala de los 50 años del asesinato del Che —encarnación de todas las utopías humanas e intelectual y marxista profundamente práctico—, no es posible ignorar que en su carta a Carlos Quijano, conocida como El socialismo y el hombre en Cuba, subrayó que es «evidente que el mecanismo no basta para asegurar una sucesión de medidas sensatas».
En opinión del Héroe de La Higuera, hace falta una conexión más estructurada con la masa, es necesario el desarrollo de una conciencia en la que los valores adquieran categorías nuevas.
Es preciso hablar de esto, porque cierto pragmatismo rudimentario, derivado de las circunstancias, pudiera conducir al olvido de la trascendencia de los resortes morales y a la creencia de que las medidas técnicas —«el mecanismo» al que se refería el Che, y hasta los voluntarismos— bastan para resolver la complejidad y magnitud de los problemas que enfrentamos.
Manejarnos de esa manera nos puede llevar, como a los almendrones, a tramos inciertos. A nadie con un mínimo de sentido común se le ocurriría pedirle al Gobierno habanero dejar de ejercer su función reguladora, el asunto está en el cómo, para que ello no derive en su descrédito, o en que los pretendidos beneficiarios terminen más afectados.
Cuba está ante el desafío de encontrar el justo equilibrio entre las decisiones técnicas y la política, en medio de la actualización en marcha. Con ello evitaría el salto del Estado omnipresente al Estado ausente. En otras palabras, hay que medir la ración exacta para la corneja.