Cuando en Jiguaní se cruzaron los ríos de su vida y muerte, surgió a partir de entonces el misterio de su inmortalidad, que en boca de Lezama nos acompaña cada día que nos sale al paso alguna efigie o una pared que exalta sus verdades como señal inexplicable de ser extraterreno. Pero Martí, al ofrendar su plenitud para la Patria, se elevó a su nivel y le corresponde el trato que exigió para ella, el de «ara y no pedestal»; o sea, piedra, altar de los sacrificios donde iremos a ofrecer en pos de la justicia, la nuestra. Y no escalón al que subamos para hacernos de gloria, o vanagloria que desborda el grano de maíz.
Desde que invocar el nombre de José Julián es símbolo del bien, se observan dos bandos claros: los que viven para Martí y los que viven de él. De los últimos se puede llenar estadios, de los primeros, pareciera que a Frodo le sobraran dedos. En 2003 se cumplieron 150 años de aquel día de enero, sin embargo, no fue proclamada la Generación del Sesquicentenario, que tiene aún, no el derecho, sino la obligación patriótica de seguir impidiendo que muera el Apóstol, entregándose en servicio por el bien de los demás. Grave pecado sería pasar como hombres sietemesinos, a los que les falta el valor de empeñarlo todo por «hacer libre y próspera a la Patria». Porque entonces sí veríamos el mar de norte a sur cerrarse sobre nuestras cabezas, como los egipcios el Mar Rojo.
Los de esta generación, y que no son solo los jóvenes, sino todos los que abracen su fórmula del amor triunfante, tienen, no ya como palabra de pase, sino de supervivencia misma, que crear; crear para renovar, crear para continuar.
José Martí fue llamado Apóstol por los tabaqueros; Presidente por los héroes de la manigua que tal vez lo vieron una sola vez; «el más puro de nuestra raza», por Gabriela Mistral; el Santo de América, por Luis Rodríguez Embil; un iluminado por algunos místicos. ¿Qué haremos, pues, los cubanos de hoy con aquel que dijo «Arpa soy, salterio soy/ donde vibra el universo»; «…puedo desaparecer, pero no desaparecerá mi pensamiento»; «…yo alzaré el mundo». ¿No es, acaso, a través de nosotros que habrá de saltar de la rigidez de su estatua?
*Profesor Universidad de Ciencias Pedagógicas Las Tunas