Maikel conoce de memoria los últimos premios Nobel de la Academia sueca. Por estos días lleva consigo La insoportable levedad del ser, novela del escritor posmoderno Milán Kundera. Debate con sus amigos sobre las reglas del béisbol, las películas de estreno o el más exitoso disco de Justin Bieber. Con Maikel se puede hablar de todo, menos de política.
La simple mención de esta palabra le molesta. Resulta para él un terrible laberinto del que hay que cuidarse. En el aula diserta sobre Historia y Filosofía, pero solo transmite la opinión consultada, sin analizar el contenido. En realidad, le importa poco la lucha de clases o las teorías de las revoluciones. No cree, ni le interesa creer. Su única ideología —dice— es la progresista. Se considera a sí mismo un apolítico.
¿Por qué muchachos como Maikel prefieren mantenerse al margen, bajo una ilusión de progreso alejada del compromiso? ¿Qué les hace desdeñar la búsqueda de un mejor país desde el aporte propio? ¿Realmente su apoliticismo es neutral? ¿No causa daños o ventajas para terceros?
Cuando un cubano asume posturas nihilistas y rechaza cualquier alusión a temas de la convivencia y el desarrollo sociales, abre el camino a quienes intentan desarticular las bases de nuestro sistema. Aprovechándose de esas actitudes, algunos intereses foráneos prueban fuerza y disparan sus dardos.
Recientemente, el Presidente cubano Raúl Castro alertó en Santiago de Cuba sobre ciertas formas neoliberales de pensamiento vigentes en la Isla. El neoliberalismo, implementado en América Latina desde la década de los 70, fue un desastre en el orden económico. Lo demuestran las cifras de pobreza y exclusión social de los países que sucumbieron a esa filosofía, impuesta en muchos casos bajo la bota militar.
Sin embargo, los arpones ideológicos del modelo lograron penetrar la conciencia de los más débiles, con el uso de medios sutiles de adormecimiento. Entre otras argucias, estimularon el apoliticismo para consolidar intereses de dominación. A mayor indiferencia popular, menor es la incertidumbre para la burguesía.
Se corroboró así en nuestra región lo expresado por el escritor y dramaturgo alemán Bertolt Brecht: «El peor analfabeto es el analfabeto político. Él no oye, no habla, no participa. (...) Es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales».
La inmensa mayoría de nuestra juventud conoce bien que el progreso no llega por los canales de la suerte. Hay que forjarlo en el trabajo diario. Una participación real y efectiva de todos constituye plataforma básica para el logro de un socialismo próspero y sostenible.
No podemos olvidar que en Cuba el poder político lo tiene el pueblo; quienes pretenden arrebatárselo tratan de alejar a la gente común de la toma de decisiones. Para ello estereotipan las actitudes militantes y fomentan el descrédito hacia las instituciones del Estado, las que, a su vez deben garantizar su legitimidad desde la actuación cotidiana. Los neoliberales conocen el efecto de la apatía, la desmovilización y la indiferencia, pues muchas veces quienes más deforman la realidad son los que menos creen intervenir en ella.
Por eso se afanan engañosamente, como también señalara Raúl en Santiago, «en vender a los más jóvenes las supuestas ventajas de prescindir de ideologías y conciencia social, como si esos preceptos no representaran cabalmente los intereses de la clase dominante en el mundo capitalista».
Solo a ellos convienen muchachos como Maikel, quienes —conscientes o no—, al asumir un supuesto apoliticismo, facilitan las más dañinas formas de hacer política.