Primera escena real: Apostada con mi hija de seis años en una de las principales arterias de La Habana, hago señas y detengo un automóvil particular, de esos que nos salvan a toda hora en el afán de llegar pronto a cualquier punto de la ciudad. Me percato de que solo están disponibles los asientos delanteros. «Monta, pero tienes que esconder la niña ahí contigo, porque no pueden verla delante…».
Comprendo en segundos que la idea es descabellada; que el chofer, en una carrera desenfrenada por la ganancia, ha perdido el sentido común: la niña no es un bulto, sino una criatura muy frágil, pienso. Y sin sacudirme el asombro alcanzo a decir: «No, no, siga…».
Segunda escena real: La muchacha parece una princesa, y parece inofensiva. De vez en cuando le toca vender productos cárnicos en un mercado de oferta y demanda. Le pido diez pesos «cubanos» de pedacitos de cerdo con los cuales aderezar unos frijoles. «Cógelos…», dice, a pesar de percatarse de que no quiero engrasarme las manos. Pongo en la jaba una cantidad muy pequeña. La muchacha, con la jabita sobre la pesa, empieza a extraer pedacitos; lo hace con ímpetu, hasta dejar en la jaba solo tres recortes de dos centímetros de largo cada uno.
Salgo abismada, no sin antes preguntar a otra joven cuánto cuesta un mango que toco con los ojos. Ella no acude a la pesa; simplemente dice con voz dulce: «son 15 pesos…». La escena me hace recordar que a no mucha distancia, en un mercado que también es de oferta y demanda pero que ese día está cerrado, un hombre tiene productos de mejor calidad, se esmera en ofrecerlos, y es evidente su respeto por el valor del dinero y por el peso de lo que vende.
Tercera escena real: Otro señor que mueve pasajeros en un carro particular (un Moscovich, vehículo fuerte pero no tan generoso en espacio), sabe que ya tiene dos pasajeros en la parte trasera del coche. No obstante, se queda tranquilo cuando una señora obesa intenta acomodarse de tercera. Siento que no cabemos y que el viaje será un suplicio. Al chofer parece no importarle. Entonces pido permiso y me bajo de lo que a todas luces será un atropello.
Cierta ceguera parece haberse adueñado de no pocos que trabajan inmersos en los resortes del mercado. No estoy negando el mercado. Muchos menos me interesa regañar a la gente. Pero es obvio que algunos se han pasado de los lindes al punto de perder el respeto por los demás y por toda lógica (esa dimensión donde habita la coexistencia y el equilibrio entre los semejantes).
Ciertamente el país vive un proceso de actualización delicado y complejo: está en una suerte de canal de parto donde todavía no es tiempo de habernos despojado de ineficiencias, lastres y viejos modos de pensar, como tampoco es la hora del notable ascenso al estadio en que muchas cosas funcionen de modo estable, eficiente y sin tanto agobio para los ciudadanos.
Son días de reajustes, de muchas experiencias en ciernes, de dinámicas que pujan por abrirse paso. Justamente por ello —mientras Cuba abre compuertas y pondera nuevos modos de hacer, de gestionar la propiedad, de concebir en toda su libertad las relaciones entre quienes ofrecen un servicio y quienes lo reciben— sería imperdonable soslayar la voluntad humanista que habita, como nota suprema, en el espíritu de las transformaciones actuales, y que por ello merece ser atendida, pulsada, medida como premisa que legitime todo cuanto hagamos.
«No fuimos creados para ser ovejas en un inmenso rebaño retenido en el corral del mercado. Fuimos creados para ser protagonistas, inventores, creadores y revolucionarios», ha expresado el teólogo brasileño Frei Betto, en una idea que nos recuerda nuestra condición de seres sensibles que deben poner la parte más elevada de la condición humana por encima de toda actitud mezquina, de todo egoísmo desproporcionado.
Soñamos con ser eficientes, pero no eficientes desalmados. Ese es mi alerta. Y esto que puede parecer a algunos un sermón, es asunto vital que incluso tiene basamentos de rigor: el pasado 6 de agosto vio la luz una información de la Agencia Prensa Latina, titulada «Egoísmo puede incidir en la extinción humana».
«Un grupo de investigadores estadounidenses —dice la nota— aseguró que la especie humana se habría extinguido si solo exhibiera características egoístas. Publicado en la revista especializada Nature Communications, el estudio utilizó un modelo computarizado para simular un intercambio simple de acciones que tuvieron en cuenta comunicaciones previas.
«Christoph Adami, investigador de la Universidad de Michigan, explicó que lo modelado eran situaciones generales que llevaban a tomar decisiones entre dos comportamientos diferentes: cooperar o traicionar. Según el especialista, al final del experimento prevalecieron los grupos más colaboradores. El equipo de la universidad estadounidense concluyó que cualquier ventaja obtenida de la traición tiene una vida corta».
El día que digamos «La Habana no cree en lágrimas»; el día que se entronice como eslogan un «ese no es familia mía» (es decir, «a mí qué me importa su suerte»), habremos entrado en una jungla muy peligrosa, en un tipo de sociedad totalmente distinta de la que hoy deseamos. Recordemos que no por gusto José Martí es un horizonte espiritual, y que en él habitan muchas claves de nuestra salvación. De él son estas palabras: «El egoísmo desgasta, y para en limosnero: la piedad es rica, y cría».
Entonces, de corazón, creo que valdrá la pena creer todavía en ciertas lágrimas, en múltiples dolores ante los cuales no podemos, en nombre de nuestra humanidad, ser ajenos.