Afirmaba Martí que los hombres iban en dos bandos, los que aman y fundan y los que odian y deshacen, y creo que sería útil saber en cuál están las personas con las que nos relacionamos. Claro está, no debemos hacer tal clasificación en forma mecánica, pues podríamos cometer el error de incluir en el primero a quienes solo se aman a sí mismos o a unos pocos «escogidos», y «construyen» pensando únicamente de qué lado viven mejor ellos y ese círculo estrecho de familiares e íntimos amigos.
Y digo «solo» y «únicamente» porque es legítimo, a mi juicio, que a la vez que propiciamos el avance de la sociedad y el país procuremos hacer realidad nuestros propósitos de realización personal, que pueden abarcar el bienestar familiar y el de un grupo de otras personas cercanas.
Pero la concentración exclusiva, o cuanto menos excesiva, por parte de alguien en sus intereses y en los de los «suyos», conduce inexorablemente a la subestimación de los «otros» y al desprecio por lo que estos sientan, piensen o padezcan, cuya expresión más común es una acusada indiferencia hacia todo lo «ajeno», que va creciendo y deriva en una suerte de inercia, en un hacer por hacer sin compromiso ni propósito definido: la desidia.
En ocasiones tales personas, además, canalizan hacia el prójimo el resentimiento contra una coyuntura que según entienden les niega la posibilidad de hacer o tener cuanto desean.
La desidia, cuyas raíces más profundas son el egoísmo y el individualismo, es alentada en un contexto económico-social difícil, como el nuestro, por una ideología dominante a nivel mundial que nos impacta de múltiples formas y enaltece esos antivalores.
Y como ha irrumpido de una forma u otra en casi todos los ámbitos de la vida cotidiana —aunque no le resulta fácil abrirse camino a contrapelo de la esencia genuinamente solidaria y altruista del cubano—, no sería ocioso aprender a identificar sus expresiones más frecuentes.
Como norma los portadores de este virus social no conceden al tiempo de los demás el mismo valor que al suyo. Por ejemplo, si acordaron con usted una cita y se les presentó algo a lo que atribuyen mayor trascendencia, llegan a la hora que entienden o no van. Suponen que no han de tener siquiera la delicadeza de hacérselo saber; en el mejor de los casos, después inventan alguna excusa.
Muchas veces tampoco se sienten obligados a cumplir la palabra empeñada, ni les preocupa, siempre que dispongan de más tiempo para atender sus prioridades, que otro tenga que emplear el suyo y esforzarse más haciendo lo que les faltó, o reparando sus errores porque lo hicieron con desgano o atropello, para «salir del paso».
En otros casos son reacios o poco diligentes en brindar la colaboración solicitada, pues razonan que no les aporta beneficios tangibles o inmediatos a ellos o a la institución que representan.
La desidia puede ser contagiosa y tiene un mecanismo original de propagarse, ya que la víctima en no pocas oportunidades se convierte después en «victimario», incluso inconscientemente, como reacción emocional e impulsiva al trato recibido.
Mañana mismo usted puede ser el afectado. Si es así, al menos tenga la decencia de no emprenderla entonces con los demás; está en sus manos romper ese proceso aparentemente infinito de victimizaciones.
No obstante, no olvide que el antídoto más eficaz contra la desidia es la exigencia de que todo se haga como debe hacerse, que deje de ser excepción lo que ha de ser la regla. Empecemos hoy y por nosotros mismos; pongamos un poco de amor en cada obra para luego, con la fuerza moral que nos da el deber cabalmente cumplido, demandar que los demás confirmen también de forma inobjetable con su actuar su derecho a estar entre los que aman y fundan.