El Estado ausente. La definición la escuché por vez primera durante una conferencia de un joven y talentoso profesor de la Universidad de La Habana. Y aunque parecería extraña en un país como Cuba, es muy importante mirarla con hondura.
El académico se refirió al concepto para abordar el tema del transporte público, la participación en el sector de los trabajadores por cuenta propia, los precios que se imponen y la forma en que son valorados todos estos fenómenos desde el pueblo.
En enero del 2010, iniciándose el proceso actualizador de nuestra sociedad, abordé en este espacio otra expresión llamativa con respecto al tema del Estado y su papel en las circunstancias actuales y futuras del país.
Entonces conté cómo, en una reunión sindical, un funcionario había expresado, durante una discusión, que «el único que no puede perder es el Estado». Al otro lado del auditorio —narré— las caras parecían un «poema». Aquellos rostros dibujaban una pregunta desafiante: si el único que no puede perder es el Estado, ¿a quién le corresponde hacerlo entonces?
Coincidiremos en que las anteriores resultan señas difusas, pero inquietantes cuando reconfiguramos las estructuras y funciones del Estado socialista, al punto de plantearnos la necesidad de separar las funciones estatales y empresariales y las atribuciones de los Gobiernos provinciales y las Asambleas del Poder Popular, entre otras aspiraciones.
La actualización y el debate que la acompaña incluyen, entre otros dilemas verdaderamente esenciales, cuál debería ser el cuerpo exacto y la función del Estado socialista, cuyo origen y atribuciones fueron analizados hasta nuestros días por numerosos estudiosos, desde Carlos Marx y Federico Engels.
¿Qué es el Estado, cuál es su naturaleza, cuál es su significación? La interrogante se la hizo Vladimir Ilich Lenin en los días fundacionales de la Revolución Bolchevique, se la han repetido teóricos de las más diversas tendencias ideológicas y al parecer acompañará al ideal socialista en toda su historia.
Durante una conferencia pronunciada en la Universidad Sverdlov, el 11 de julio de 1919, Lenin reconoció que el tema del Estado es uno de los más complicados y difíciles, y tal vez aquel en el que más confusión han sembrado los eruditos, escritores y filósofos burgueses.
«Porque es un problema tan fundamental, tan básico en toda política y porque, no solo en tiempos tan turbulentos y revolucionarios como los que vivimos, sino incluso en los más pacíficos, se encontrarán con él todos los días… a propósito de cualquier asunto económico o político… Todos los días, por uno u otro motivo, volverán ustedes a la pregunta», reflexionaba el fundador del primer Estado socialista.
También la Revolución Cubana fue perseguida por la «sombra» del tipo de Estado sobre el cual se estructuraría, y la forma en que este se relacionaría con el resto de las instituciones y los ciudadanos.
Ernesto Che Guevara, estudioso y teórico de estos temas, debió responder desde 1965 al lance, en un documento famoso por su lucidez. En carta a Carlos Quijano, editor del semanario uruguayo Marcha, admitió que es común escuchar de boca de los voceros capitalistas, como un argumento en la lucha ideológica contra el socialismo, la afirmación de que este sistema social o el período de construcción del socialismo se caracteriza por la abolición del individuo en aras del Estado.
El Che reconocía lo básico de este tema en la formación y solidez institucional de la Revolución, y enfatizó en la idea de que buscamos algo nuevo que permita la perfecta identificación entre el Gobierno y la comunidad.
Para el Héroe de La Higuera —y esto es sustancial— el freno mayor en ese propósito había sido el miedo a que cualquier aspecto formal separara al Estado de las masas y del individuo; e hiciera perder de vista la última y más importante ambición revolucionaria: ver al hombre liberado de su enajenación.
La actualización ofrece señales adecuadas de cómo debería ser esa función reguladora del Estado. Una de estas fue la decisión gubernamental de liberar la venta de materiales de construcción a precios sin subsidios, y con esos ingresos crear un programa nacional de construcción de viviendas para las familias más desfavorecidas. Otra es la nueva Ley Tributaria.
Esta última era esencial en un país que delimita la condición de dueño que corresponde al Estado de las diversas formas en que puede gestionarse esa propiedad, y donde esta alcanza una amplia diversificación. En esa circunstancia solo los tributos pueden garantizar la función redistributiva de un Estado verdaderamente sensible socialmente (o sea, socialista) a favor de los más humildes.
Lo evidente es que estamos, en esta etapa, ante la disyuntiva de distanciarnos acertadamente de la concepción del Estado omnipresente, sin derivar en el extremo del Estado ausente.