Desde una página en blanco me miras. Por un momento tengo la certeza de que eres tú, la que estuvo tantas veces en mis brazos. Se te parece tanto… No solo en lo físico. Es un poco más segura que lo que solías ser, es verdad, y a la vez un poco más distante pero, ¿y si fuera un error de percepción el empeño en convencerse a cualquier costo de que no me necesita que creo ver en esa muchacha que resta valor a mis detalles y mis gestos?
O quizá estés actuando, lo cual entraña el riesgo de que de tanto pretender vivir en la piel de tu nuevo «personaje», termines por transformarte en él. ¿Estaré en lo cierto?
Mas no puedes ser tú, no. Tu vida giraba en torno a mí. Ella, sin embargo, muchas veces no responde mis llamadas y puede pasarse días enteros ignorando qué me pasa; se olvida de las cosas que me importan y rara vez cumple las promesas que me hace; sabe que puede contar conmigo, no hasta dos o hasta diez —siguiendo a Benedetti— pero, por más que es lindo saber que en algún lugar existe, ya no funciona el trato, no me es posible ni siquiera contar con su presencia, al menos no cuando es más necesario.
Un día te dije —sé que lo recuerdas— que nada duele más que sentir que las personas a las que quieres comienzan, de pronto, a quererte de otro modo. Hoy lo sostengo. Si ella fueras tú, serías la prueba, aun cuando no podría, por ello, desearte que pasaras por lo mismo.
Tampoco por desearlo se haría realidad, y si acaso sucediera alguna vez, a lo mejor de cualquier forma te sirve la experiencia. Tú misma dices que no se aprende por cabeza ajena y que nadie debe recorrer por ti el camino, que debes «vivir» tu propia vida… Pues bien, ese es un riesgo. Así podrías comprobar que no hay nada comparable a esta angustia sostenida, que no alcanza a derrumbarte y no obstante, está ahí mientras perdura —o cada vez que regresa— la esperanza de que puedas no ser «ella».
Esa ilusión la alimenta la añoranza. Es curioso: leí una vez en una novela de Padura que la nostalgia nada más nos devuelve lo que queremos recordar, y debe ser así, pues te imagino y no reparo apenas en nuestros puntos de vista diferentes o en alguno de nuestros no tan frecuentes desencuentros. En cambio, ella no deja que la atrapen los recuerdos, prefiere no pensar o cierra puertas; se inventa mil cosas nuevas por hacer y se consagra a un proyecto de vida que me excluye, del cual ya no formo parte.
Igual percibo que, comparada contigo, le afecta mucho menos todo. Me dice que no; mas, cuando la veo u oigo, intuyo que es mucho menos vulnerable, que es casi inmune a cuanto pueda hacer para «tocarla», y hasta la embriaga tomar las decisiones. No debía olvidar que ese poder tiene sus límites, como debe tenerlos la capacidad de utilizarlo, porque puede llegar a ser cruel sin proponérselo o teniendo en mente justamente lo contrario.
Claro está, pudiera ser que ella fueras tú. Estás creciendo y las personas al crecer inevitablemente cambian, lo cual no significa que de un día para otro aprendan a valorar con objetividad sus posibilidades y las consecuencias derivadas de sus actos, así como a controlar mejor cualquier impulso para no poner en peligro lo esencial, lo prioritario.
Todo fluye. Pura dialéctica. «Nosotros, los de entonces», nerudianamente hablando, ya no somos los mismos. Incluso yo he cambiado, pero quizá no lo suficiente o en la forma que debiera, pues de otro modo estaría preparado para verte transformarte, y no me resigno a ello, aunque sé que si hoy en un proceso lógico te alejas, mañana regresarás a reclamar tu espacio.
Es cierto que debo aceptar lo inevitable, pero una cosa está clara. Si al crecer pierdes tu inocencia y además, tu candor, la capacidad de asombrarte y conmoverte, de hacer «locuras”» nobles, en fin, tu magia cautivante, me atrevería una vez más a pedirte que no crezcas, que no dejes de ser nunca —aunque ineludiblemente cambies— la niña que fuiste (¿eres?), mi nené preciosa, para estar así seguro de que desde esta página incompleta, cual si encarnaras una versión femenina de Peter Pan, eres tú la que me estás mirando.