Cuentan que cierta noche llegó a una casa en los llanos del Cauto y al tocar la puerta gritó en tono jodedor: «¡Vamos, levántese, llegaron los comevacas!».
Alguien le contestó desde la cama, con el corazón a saltos: «Ah... ¿Crees que no te vamos a conocer? ¡Sabemos quién eres!»
Inmediatamente, después de que le abrieran, el hombre de la broma pasó directo a la cocina para sentarse en el fogón; constituía la señal para que aquellos campesinos idolatrados le cocinaran cualquier cosa.
Ese hombre de la jarana no era otro que Camilo Cienfuegos, aquel que provocaba un avispero cuando asomaba la barba y la sonrisa, la barba que luego sería poema, la sonrisa que empequeñecía hasta al Sol.
El mismo que en el décimo mes del año primero de la Aurora puso al país fuera de órbita con la noticia de la pérdida. Golpeó tanto la mala nueva que determinadas personas enfermaron de los nervios. Y, Arcadio Peláez, el «Coronel» del barrio El Jardín, en el valle del Canto, su amigo y colaborador, sufrió un ataque cardíaco que le ocasionó la muerte.
Porque ese hombre era —como se ha dicho— el pueblo personificado. Siempre terrenal, lleno de ideas ocurrentes; siempre tierno, lleno de detalles que llegaban al alma.
Por eso, luego del malsano rumor de su aparición, fue entendible ver las calles repletas de objetos, sonidos ensordecedores y espontáneos bullicios de la gente.
Ese hombre de la broma, que resultó un escultor malogrado fue, junto con otros, arquitecto de una nación de utopías y verdades.
Él eternizó octubre con un discurso de lava y unos versos hondos de Bonifacio Byrne, que aún laten; eternizó la lealtad, cuando vestido de pelotero barbudo, rechazó lanzarle un strike a su jefe guerrillero.
Ese hombre de la broma fue de los más serios en la hora crucial, porque se convirtió, de rebelde temperamental en jefe excepcional, el primero que bajó al llano, el escogido entre tantos para hacer la invasión junto al Che, su amigo.
Siempre he creído que ese hombre sin aparentes miedos —que iba y venía en un sombrero con espuelas, que parecía burlarse de los proyectiles a su oído, y edificó en solo 27 años una historia deslumbrante— merece perennemente ser evocado.
He creído eternamente que a ese hombre de la broma solo se le puede ofrendar la flor libre de rutina, en saludo, guiño y beso silencioso.
Siempre he dicho que no importa que los jardines queden desnudos en los octubres. Que esa flor de cada décimo mes del almanaque debe ser una estrella devuelta a quien se vistió de Comandante sin proponérselo; a quien no quiso tener sepulcro en tierra firme y regresó de un combate infiltrado en el suspiro de una ola, en la copla de una tarde, en el ademán de un pequeño emocionado frente al mar.