Aún recuerdo la carta de aquel dolido padre. Subrayaba que su hijo, después de tres años en el preuniversitario, se había quedado sin carrera «porque salió mal en los exámenes de ingreso».
El lamento sabía más amargo porque el joven, según decía la misiva, «supo quemarse las pestañas» en los últimos días del duodécimo grado, especialmente durante las madrugadas. El progenitor, incluso, terminaba sus líneas lanzando dardos a la escuela y mezclando el álgebra con el coco rancio.
Hoy atizo en el horno de la memoria aquellas líneas porque tengo un 90 por ciento de seguridad (¡tan importantes siempre los porcentajes!) de que ese padre no es el único que hoy le «pasa la bola» a la institución y se despoja de culpas en un inútil ejercicio de «lavado de manos».
Aunque traigo la epístola, también, porque en su espíritu se anida de manera subrepticia esa licencia paternal que apoya el «quemarse las pestañas» de última hora.
Llevo años escuchando en asambleas, análisis, mítines relámpagos o lluviosos que la principal causa de las notas quebradas en esas pruebas decisivas radica precisamente en el finalismo al que se aferran muchos como principal filosofía de estudio.
De modo que no se ha entendido todavía en ciertos casos y casas que ninguna montaña escolar se asciende de un tirón, sino paso a paso, afincando cada pie día a día para evitar —valga la rima— un resbalón con un mínimo jabón o con una lata vacía.
Una vez, en una de las referidas reuniones, oí que un grupo de alumnos del último año de un preuniversitario interno había creado, ante la inminencia de los exámenes de ingreso, un club «Amanezco» para estudiar en colectivo desde altas horas de la noche hasta el amanecer.
La iniciativa, elogiada por alguien, me pareció entonces —y me parece todavía— un dislate, pues la madrugada está «diseñada» en primerísimo lugar para dormir y descansar, aunque también se puede aprovechar, lógicamente, para otras cosas.
No haría falta el madrugonazo si durante los tres años del bachillerato se edificara con estudio frecuente —para aprender y no para aprobar— eso que llamamos «base», que posibilita, en ese sprint necesario del final, repasar conocimientos ya fijados a lo largo del tiempo.
La escuela siempre será Sol orientador; pero el hogar no puede dejar de ser brújula perenne, mucho más ahora cuando los alumnos externos (que están todos los días en la casa) superan los internos.
Varias veces, sumergiéndome en esa realidad y en el contenido de aquella carta, me pregunto en qué tiempo estudiarán decenas de jóvenes que veo cada noche del almanaque en parques y calles riéndose de las estrellas, de la mantequilla o de cualquier otra cosa de este mundo menos de la aritmética o la gramática. Y me cuestiono si aquel muchacho, hijo del padre dolido, no estaría en la lista de los que se adhieren a esas prácticas nocturnas.
No es que pida, ridículamente, desterrar la diversión, tan imprescindible en la juventud y en cada edad; pero cuando en el hogar se fomenta diariamente la doctrina del «diviértete» antes de la que sentencia «estudia», existen muchas posibilidades de que haya que «quemarse las pestañas» a última hora y a toda prisa y de que, a la postre, no se puedan apagar.