Cecilia no es solamente un nombre de mujer. Eso lo descubrimos cuando alguien dijo el primer día de aquel décimo grado: «El profesor Cecilia le impartirá Física y Matemática al grupo uno». Un error, pensamos, seguramente se equivocaron. Mientras esperábamos a la imaginada maestra, un gigantón de casi 50 años y bigote serio se presentó en la puerta del aula. Treinta ojiabiertos lo examinaban, en busca de un gesto que ablandara la imponente imagen.
En esas primeras tardes «cecilianas» de mil horas, el compás de su voz grave, sedada, impulsaba una ola horizontal de cabezas sobre los pupitres. Luego comprendimos que el profe era un científico con alma de maestro, con tantos números en su cerebro que las palabras no le salían bien. Tal vez por el mal olfato del grupo uno para las ciencias, lo más lúcido que nos quedó fue Cecilia, luego de tanta Física y Matemática en la vocacional Federico Engels, de Pinar del Río.
Pronto llegamos a entendernos bien, porque su nobleza inteligente era más grande que sus silencios. En poco tiempo ese psicólogo nato se convirtió, además de profe favorito, en cómplice absoluto. Resolvía las reservaciones de campismo, enfriaba en su casa los refrescos de la fiesta, y hasta nos auxiliaba con algún alimento en las interminables jornadas entre pases.
Un 8 de marzo, Día de la Mujer, los varones del aula quisieron hacer algo por nosotras. Escribieron frases en postales y le pidieron a Cecilia que trajera rosas desde la ciudad. Cuando llegó el momento, el profe, con su habitual rostro impasible, anunció: «Los muchachos me pidieron que les trajera rosas, pero como no las encontré, les traje rositas de maíz, que seguro también les gustan… ¿no?».
Nadie entendía cómo él podía lidiar con esa manada de adolescentes bulliciosos, ni que hubiese logrado ganarse, en unos pocos meses, su preferencia. Ya llevábamos muchas clases juntos cuando preguntamos: «Profe, ¿por qué usted nunca se pone bravo con nosotros?». «Ah, porque no tengo motivos —respondió—… Si ustedes ven a esos alumnos míos en Jamaica, o en África…», suspiró, como quien carga historias incontables.
Claro, que no podían faltar los legendarios «mala cabeza», como el pequeño Rafa, a quien él hacía medir de tanto en tanto con marquitas en la pared, y nos aseguraba que algún día iba a crecer de verdad. La única vez que vimos a Cecilia arrugar demasiado la frente solo le dijo a Rafa, como si estuviera definiendo un teorema: «Oye, me quedan nada más que 0,05 segundos para ti, y tú decides qué vas a hacer con ellos». A todos se nos apretaron los labios, y ya nadie volvió a portarse tan mal en sus turnos.
Lucy, despistada y risueña como ninguno, también fue víctima de aquellas ocurrencias. Como cuando le dijo con sobriedad newtoniana, en medio de una clase: «Eres la única autorizada para no atenderme, porque estás leyendo una novela de amor». La muy traviesa se rió con vergüenza, le pidió disculpas, y siguió su Romeo y Julieta.
Varias veces he ido a visitarlo en esa casita pequeña que él lleva la vida construyendo, al lado de la Terminal de Ómnibus vueltabajera. La última vez me enseñó la reja que estaba armando con tubos de sillas y literas viejas que botaban en la escuela. Le conté que Lucy ya tiene un niño precioso, y Rafa es tan alto que casi no se le reconoce. Cuando le comenté que Leirys, la rubiecita más intranquila del aula, había llorado y protestado por una mala nota en la Universidad, me respondió: «Qué bueno. Si llora es porque ya le importa».
Mi padre me recuerda mucho a Cecilia, por esa magia apacible con que se burla de cualquier problema. Y todavía no sé si es casualidad que los dos hombres más buenos que conozco se llamen Eduardo. Por cierto, nunca le pregunté de dónde salió un apellido tan raro.