No se trata de ser tremendista, pero me temo que cualquier intento por enfocar el tema de la vulgaridad, la ordinariez o cualquiera de sus sinónimos, en las relaciones interpersonales, presupone encaramarse a la cima de un iceberg.
La cuestión ha estado presente en el debate público pero, creo, no todo lo necesario. En ocasiones sucede que discurre apenas a través de la no siempre bien ponderada educación formal, así, en términos generales, y el tema suele quedarse como colgado de la brocha.
La cuenta es bien sencilla: palabras sacan palabras, violencia genera violencia, la apatía genera tolerancia y la tolerancia desmedida, indisciplina y caos.
Lo cierto es que en ocasiones tal pareciera que para desenmascarar a un grosero, a un chabacano —y agrego: a la adulonería a la cual suele aliarse en los ámbitos donde reina— no basta con recurrir primero a la Cultura.
Se necesita además una cuota de valentía, o tal vez el dominio de alguna técnica de meditación asiática, para intentar, con discernimiento, que el susodicho, o susodicha, llegue por fin a darse por enterado(a) de que, en efecto, nos ha tratado con torpeza y hosquedad. Que nos pasa por encima como una aplanadora.
Por lo tanto, no es difícil suponer que lo más «natural» sea dejarse tentar por el mismo instinto troglodita, y pagar con la misma moneda. Pero, he ahí donde comienza el desastre: la multiplicación de un estereotipo de conducta que parece ser sumamente contagioso.
Concuerdo con quienes opinan que el asunto sigue necesitando una buena carga de látigos y cascabeles, de buenos ejemplos, de argumentos y hasta de comenzar por juzgarse uno mismo. Pero, ¿es esta una tarea solamente de los medios de comunicación?
Descabellado sería abogar aquí por la aprobación de un decreto para poner fin a tales imperfecciones. Sería estéril y risible. Sin embargo, tampoco creo ilógico proclamar que este es un asunto que debe ser tomado con mayor detenimiento dentro de nuestras instituciones y organismos públicos, y me refiero a cuando lo dejamos colar puertas adentro de un colectivo laboral o estudiantil, en instituciones cuya esencia misma es la de ser el espejo contra el cual contraponer tales manifestaciones.
Un recurso recurrente y estéril al cual suelen echar mano no pocos de mis coterráneos, alarmados con la vulgaridad rampante —y siempre del prójimo— es la contraposición de nuestra realidad con la de otras latitudes.
«Yo estuve en Gugulandia y allí eso no se ve»; «si esto hubiera sucedido en Acullami, seguro que usted no trabajaría más en este lugar»; he escuchado.
No se trata de ponerlo en duda, porque es lógico que las buenas costumbres nunca han tenido fronteras. Mas, no creo que nos reporte mucho dilucidar el problema desde abstracciones isleñas, fatalistas o a la espera de tiempos mejores.
La indecencia, la descortesía, el salvajismo, son sencillamente comportamientos impropios de personas cultas o educadas, pero cuando se comete desde un puesto de trabajo, entre colegas o hacia el público, constituye además una gravísima indisciplina. ¿Y acaso no existen reglamentos laborales? ¿Dónde están en esos momentos quienes tienen la responsabilidad de velar porque esto no suceda?
Mucho más comprometedor y costoso para nuestro futuro sería que algunos continuasen asumiendo ese comportamiento para «justificar» el incumplimiento en la calidad de la jornada laboral, de un producto, o el acatamiento de las leyes o normas elementales que rigen en el país.
No pocos ya hasta llegan a echarle la culpa de su descompostura a la situación económica nacional e internacional. Pero, no sé si a usted le parece igual: ¿acaso la vulgaridad no asoma también por ahí alguna que otra cadena de oro, huele a Chanel y viaja en autos refrigerados?
Bajo la línea de flotación del témpano no sería ocioso sumergirse en componentes y legados históricos, socioculturales, sicológicos, pero también preguntarse si puertas adentro de nuestros centros de trabajo se reflexiona y actúa sobre el particular, o es algo considerado de poca monta, virilidad, o ajeno a contenidos y obligaciones.
Aceptarlo seguiría siendo un riesgoso error y hasta hacerle el juego, con ingenuidad, a teorías pequeño burguesas como la del «fatalismo geográfico», o la que proclama con descaro que la pobreza es sinónimo de chusma.
Multiplicar, con responsabilidad, la meditación sobre este asunto sería un paso adelante. Quedarse de brazos cruzados o pensar que no tiene que ver con todos y cada uno de nosotros nos llevaría apenas a lamentarnos, o seguir exclamando como la criollísima Estelvina: ¿Y cómo quedo yo?