Jinete sobre su cabalgadura de acero (camión Zil de Comercio Interior, matrícula HUC 969) aquel mulato de rollizos carrillos hacía sonar dos, cuatro, diez veces la bocina terrible de su vehículo; no dudo de que antiquísimos rastros de ADN se hayan estremecido entre las ruinas del cementerio de Espada, de que los elefantes sordos de Kenya y la India parasen las orejas ante el insólito tronar proveniente del Caribe.
¡Yeyo, compadre!, le supliqué al piloto, desde mi indefensa posición en la acera, atontado y con los brazos extendidos. «Es pa’ que to’ el mundo saque los refrigeradores a la vez, brother», fue su tajante respuesta.
Yeyos y más Yeyos.
Como Alicia, que —impávida—dispara las bolsas de basura desde su primer piso hacia la calle.
Como Miguelón, tirando los pollos congelados sobre el piso de su cocina, o lo que es lo mismo, sobre el techo de la mía.
O a la manera de Yojané o Yanetti, conversando a gritos desde sus balcones con quienes los visitan, tres niveles más abajo, sin importar que los relojes marquen un poco más de las 11 de la noche.
¡Y qué decir de la música de Yaimara o de Manzano, que me obligan, cuando sus fiestas están en pleno apogeo, a disfrutar de la televisión auxiliado por el closed caption (los cartelitos ideados para quienes han perdido el oído)!
Perrero por naturaleza, he deseado —para mi asombro— la muerte de cierto can, abandonado en la madrugada e implorando a puro ladrido la llegada de su dueña.
Quien me conozca poco, podría confundirse y felicitarme por las mañanas. «La cogiste en grande, sinvergüenza», sería su percepción, ante la sarta de latas vacías al borde de mi acera: solo un laboratorio de criminalística descartaría la presencia de mis epiteliales en los envases de cerveza.
Pero, tanto como el estruendo, tanto como la suciedad, me alarma la indiferencia de muchos congéneres.
¿Será que todos han ensordecido? ¿Será que temen la ira de quienes campean a su antojo, y prefieren encerrarse bajo siete llaves?
Yeyo, mi hermano, yo te quiero, pero hazme la vida más placentera: recuerda que no vives solo en esta Isla.
Con un poco de cuidado, convertiremos el Armagedón en una fábula, pondremos frenos a las plagas —y no egipcias precisamente— y haremos nula la posibilidad de una guerra entre vecinos.
Entonces yo no tendré que echar mano a nombres figurados, y gozaré la tranquilidad de no enfrentar nuevas fricciones con los Yeyos de mis historias.