Dictadura de pinochet Autor: Tomado de Internet Publicado: 11/09/2018 | 10:31 am
La dictadura cívico-militar dejó más de 3 000 asesinados y detenidos desaparecidos. Pero la cifra aumenta a 40 000 si se suman las otras víctimas: los torturados, exiliados y exonerados.
Parte de ellos, los que sobrevivieron, también tienen historias que contar. Estas son cinco breves narraciones de vida de hombres y mujeres la dictadura no pudo matar.
Pierre
Pierre salió a la calle, como siempre solía hacerlo cuando los carabineros entraban a ese lugar. El cura, párroco de la capilla de la aguerrida población La Victoria, en Santiago, se paraba en medio de los vecinos y las fuerzas policiales abriendo sus brazos, como un escudo humano, gritándole a los efectivos que se fueran de allí. Luego, se dirigía a los jóvenes y con su torpe español, mezclado con francés, les decía «¡Ustedes les tiran piedras a los milicos (militares) y esas piedras no les hacen nada, después ellos disparan y los matan. Yo me voy a poner al medio, para que no los maten, y si una bala de algún huevón (tonto) me mata, me matará!».
Se enojaba el padre, pero los pobladores le tenían un profundo cariño, y le hacían caso. Pierre era así, efusivo, arrojado, temerario. Jarlán, el otro cura francés, amigo de Pierre, era más tranquilo, alegre, silencioso. Ambos habían llegado de Francia para trabajar en la población. Eran queridos, muy queridos. Esa tarde de septiembre de 1984, cuando la policía llenaba de bombas La Victoria, Pierre estuvo batallando en la calle, y André contuvo a las mujeres y niños, rezando con ellos por el cese a la violencia. Luego, André se retiró a la casa sacerdotal para seguir orando. Caída la noche, Pierre fue a buscarlo, cuando entró a la habitación que compartían, lo vio sentado en su escritorio, con su cabeza apoyada en la Biblia. «¿¡Qué te hicieron André!?» le preguntó, desesperado, pero su amigo no le respondió. Una bala disparada por Carabineros desde la calle, le había quitado la vida al padre André Jarlán. Las calles se llenaron de velas y de rabia. Pierre Dubois fue expulsado de Chile por Pinochet, regresó en 1990, cuando acabó la dictadura, y murió en 2012, como un poblador más de su amada La Victoria. Hasta el día de hoy, los muros de la población están pintados con los rostros de los curas del pueblo.
GERMÁN
Germán recorrió las calles que hace ya tantos años había caminado junto a su hermano Álvaro. Iba junto a su hija, que había nacido en el exilio, mostrándole las esquinas donde los Duque habían sido tan felices. La llevó a la primera casa de la familia y golpeó la puerta. Quien la abrió fue la misma mujer que les alquilaba ese lugar en los años 70. «Yo no sé si usted se acuerda de mí», le dijo Germán a la anciana, «soy el hijo de Sarita Duque, usted nos alquiló esta casa hace muchos años».
La mujer abrió los ojos, debajo de los pliegues de sus generosas arrugas, con una expresión de honda emoción. «¡Estás vivo, estás vivo!» le dijo a Germán. Él enmudeció y luego, como pudo, le contestó «No, mi hermano es el detenido desaparecido, yo soy el hijo menor». Y entonces los dos se abrazaron y comenzaron a llorar, como si algo, o alguien, les hubiese apretado el corazón al mismo tiempo.
AVELINA
Avelina nació en el campo chileno. Durante su infancia, dura pero feliz, vivió en varios lugares, hasta que su mamá pudo hacerse cargo de ella y se mudaron juntas a Santiago. En la capital, entró a formar parte de las Juventudes Comunistas durante el Gobierno de Allende. En plena dictadura, pese a la pobreza que azotaba su hogar, Avelina era una excelente estudiante, y ganó una beca para cursar Medicina en Cuba. En la isla, conoció a Fidel Castro, y se metió a la escuela militar.
Cuando convocaron a las y los jóvenes estudiantes para ir a combatir en defensa de Nicaragua, congeló sus estudios y se fue a defender la Revolución Sandinista. En el avión, uno de sus compañeros de carrera, que también se había enlistado, le dijo: «¿Tú has pensado que en esto se nos puede ir la vida?». Ella lo miró, con una sonrisa y le contestó: «A la guerrilla se va a vivir, no sacamos nada pensando que vamos a morir, ir a la guerrilla no es morir, es vivir». Meses más tarde, su amigo cayó en combate. «Yo no sé si ese pensamiento lo persiguió y eso significó su muerte, pero yo salí viva, yo viví», recuerda hoy Avelina.
VÍCTOR
El 12 de mayo de 1976, agentes de Pinochet entraron a la casa de la familia Díaz-Caro. Víctor, el padre, subsecretario general del Partido Comunista, fue golpeado frente a su esposa y sus hijos. «¡Al fin te pillamos, comunista!», le gritaban los efectivos. Fue sacado a rastras y llevado al centro de tortura Villa Grimaldi, el último lugar donde fue visto. Diez años más tarde, otro Víctor, aprieta el fusil que carga entre sus manos, cuando ve acercarse la comitiva presidencial de Augusto Pinochet, y se larga a disparar. En el atentado, murieron cinco escoltas del dictador y otros 11 quedaron heridos. El cohete M72-Law que los combatientes arrojaron contra el vehículo en el que iba el tirano, impactó sin estallar. Pinochet logró huir. Los jóvenes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez también, ilesos, todos, incluyendo a Víctor Díaz Caro, hijo de Víctor Díaz López, a quien vio por última vez esa madrugada de 1976, cuando se lo llevaron de la casa y lo convirtieron en un detenido desaparecido.
Víctor, el hijo, fue encarcelado con cadena perpetua por intentar matar a Pinochet. Pero en 1990, él y otras decenas de frentistas, se fugaron de la prisión a través de un largo tunel que cavaron durante meses. Hoy, Víctor vive en Francia. Viviana, una de sus hermanas, es dirigenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, de la que fue presidenta durante varios años.
MANUEL
Curanilahue es un pequeño pueblo al sur de Chile. Como suele pasar en los pueblos pequeños, allí todos se conocen. Por eso Manuel no entiende cómo el vecino carabinero, al que su hermana Edith le vendía frutas y verduras en la feria, fue capaz de hacer lo que hizo ese día que marcó para siempre a los padres de la joven de 23 años y a sus nueve hermanos. En octubre de 1973, a poco más de un mes después del golpe de Estado, los carabineros llegaron a la casa y, al no encontrar a Edith, se llevaron al padre y a uno de sus hermanos. Al saberlo, la muchacha fue a entregarse voluntariamente. A ellos los soltaron, de ella no se supo más.
Eso, hasta muchos años después, cuando uno de los policías, el mismo que le compraba frutas y verduras a la joven, confesó que tras varias sesiones de tortura, hundieron la cabeza de Edith en un gran barril con agua, hasta ahogarla. Su cuerpo lo enterraron cerca del río y tiempo después, los mismos efectivos, desenterraron sus restos y los lanzaron al río. Hoy Manuel tiene más de ochenta años, es albañil y dirigente comunista de Curanilahue, donde diariamente lucha para que la antigua comisaría en la que torturaron a su hermana sea convertida en un espacio de memoria y recuerdo. A veces, cuando el corazón le aguanta, se va al río y allí permanece largas horas, hablando con su hermana Edith.