«Vamos a ver qué opina Antonio…», solíamos decir mi otro gran maestro, José Alejandro Rodríguez, y yo, cuando conversábamos cualquier asunto concerniente a Hablando Claro, programa de Radio Rebelde que adoro y en el cual he vivido infinidad de emociones, siendo voz femenina, durante ocho años.
Ese Antonio es Moltó Martorell. A veces lo llamaba por su primer apellido. Pero otras muchas decía su nombre, incluso cuando conversaba con él, porque ese es el tratamiento que se le da a un padre, a un maestro que abordaba con igual magia lo mismo un tema alusivo a la Revolución Cubana y al papel digno y amoroso de un periodista dentro de ella, que sobre un objeto bien hecho un escenario timbrado por el sol.
Un día el tema escogido para el debate en el espacio radial fue el de las frazadas de piso, a las cuales, misteriosamente, se les abrían huecos tras dos pobres jornadas de limpieza. Cuando le tocó el turno a Antonio, timonel equilibrado del espacio, cuya voz parecía reinar con sus pausas y arrestos frente a los micrófonos, él explicó que cuando una pieza textil no lleva «dos vueltas» de costura, queda endeble. Minutos después recordó sus días de trabajo en una fábrica de medias. Él sabía de lo que estaba hablando, y así era con todos los asuntos. Fui feliz con aquella sorpresa y exclamé desde un auténtico asombro: «Hay que ver que usted ha vivido…».
Pero yo no lo decía por la edad sino por lo intenso de la trayectoria del maestro, algo que pude corroborar mientras repasaba su currículum el mismo día de la noticia de su partida física.
Es lógico que el gremio se haya sentido en el alma el traspaso de Antonio de una dimensión a otra: estamos hablando de un hombre que con su actuar ha desafiado los paradigmas convencionales del liderazgo. Lo de él, como ya han dicho otros colegas, era aunar voluntades, atraerlas a lo útil, enseñarlas. Lo de él eran la sinceridad, la humildad (jamás «creerse cosas»); eran el razonamiento profundo, el entusiasmo a prueba de imposibles, el entendimiento de la complejidad humana. Lo de él era —y esto me hizo su discípula rotunda— amar la vida, defender el goce de esa vida con todo; no rendirse; soñar siempre.
«Saca a pasear a la princesa…», me decía Antonio cuando, usando una frase que tomo prestada a las costumbres de mi querido Pepe Alejandro, había humo en mis ojos. Pasear a la princesa era poner el alma a coger aire, arreglarse por fuera, redescubrir los paisajes, y ser feliz en un acto que sacudiera toda lágrima.
Antonio estuvo varias veces, en los últimos años, muy delicado de salud. Pero siempre volvía a nosotros. El chiste gremial era que, cuando llegaba a las anchurosas puertas del cielo lo mandaban de vuelta a su mundo para que siguiera rompiendo lanzas. Parece que definitivamente, por otros lares del universo, están haciendo falta la inteligencia emocional del maestro, su don de dirigir sin mandar, su facilidad para asomarse al alma de sus semejantes y hacerles juicios sin tribunales, solo con compañías y consejos de quien no llegó a ser cosmonauta de puro milagro.
Ay, mi padre y amigo, «creo que nunca acabaré de entender la vida…», como dijera una gran poetisa nuestra. Allá, de donde no sabemos, estarás diciendo: «No hay que exagerar…». Y nosotros acá, muy a menudo, y por no sé cuánto tiempo, estaremos preguntando: «¿Qué hubiera dicho Antonio?».