Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La ciudad bajo el terror (I)

Vive La Habana días de mal contenida violencia. Los decretos liberales emitidos por Domingo Dulce Garay, que acaba de asumir por segunda vez la capitanía general de la Isla, no logran conquistar a los cubanos y enfurecen al elemento español más recalcitrante. Origina el cuerpo de voluntarios un incidente tras otro y el vandalismo llega a su clímax en las jornadas del 22 y 24 de enero de 1869 con el sangriento asalto al café El Louvre, el saqueo del Palacio de Aldama y, sobre todo, los sucesos del Teatro Villanueva. Hay detenciones arbitrarias, encierros inapelables en las prisiones del Morro, atropellos y asesinatos. La represión española inunda de sangre inocente la ciudad.

Unos y otros

Durante su primer mandato (1862-1866) en medio de una difícil coyuntura internacional, Dulce Garay desplegó una hábil política conciliatoria encaminada a ganar el afecto de los criollos. Persiguió el tráfico negrero y manejó con rectitud la hacienda pública. Propició la creación de escuelas superiores gratuitas y permitió cierta libertad de imprenta.  Alcanzó el movimiento reformista en esos años momentos de esplendor. Se llamó Dulce a sí mismo «un cubano más». Su posición polarizó las opiniones en torno al Gobernador: terratenientes y comerciantes peninsulares lo veían con desprecio mal disimulado, actitud que contrastaba con la manifiesta simpatía de los nacidos en el país.

Enfermo, devorado ya por un cáncer en el estómago, Dulce se vio obligado a pedir su relevo. Los partidarios de las reformas le tributaron una despedida apoteósica, con música y aclamaciones que lo acompañaron hasta el vapor Isabel la Católica, que lo conduciría a España, mientras los españoles más retrógrados seguían con dolor los gritos de ¡Viva Cuba! en medio de aquel despilfarro de entusiasmo. Ya hallarían ellos la oportunidad de vengarse.

Ya en su tierra, Dulce sustenta la idea acerca de los vientres libres —que consideraba libres a los hijos de esclavos desde el momento de su nacimiento— y contrae matrimonio con la acaudalada cubana Elena Martín de Medina y Molina, condesa de Santovenia, lo que le permite un aporte de 800 000 pesos a la llamada Revolución Gloriosa que expulsa del trono a la reina Isabel II. Por disciplina y lealtad a los jefes de la revolución acepta hacerse cargo nuevamente del Gobierno de la Isla. Dice al respecto  el historiador René González Barrios: «Su experiencia como político y como militar, además de la imagen relativamente fresca de su anterior mandato, constituían el mejor aval para tratar de apagar la hoguera cada vez más intensa que se extendía por la Isla».

Es frío, mejor, helado, el recibimiento que el 4 de enero de 1869 se hace al nuevo gobernante. No hay música, vivas ni flores. No se escuchan las exclamaciones tiernas y sinceras de la población. Solo un par de militares de alto rango suben al vapor Comillas para escoltarlo. Está Dulce tan debilitado que baja a tierra sostenido por el obispo Claret, que viene en el mismo barco desde España. Es en realidad un cadáver y el Gobierno español temió tanto por su vida que puso despachos cablegráficos a Nueva York anunciando la posibilidad de que el Capitán General falleciese durante la travesía.

La suerte está echada

Viene con ánimos de terminar la insurrección y con la idea de gobernar «el país por el país». Pero durante los últimos tiempos del mando del capitán general Lersundi, su antecesor, los voluntarios se adueñaron del poder real en la ciudad. Expresa a altos jefes militares y del cuerpo de voluntarios y a altos cargos del Gobierno de la Colonia, que los criollos no son indios, sino «nuestros hijos», y asegura que no tendría un día de satisfacción mayor que aquel en que viera sentado a su mesa a Carlos Manuel de Céspedes. La suerte del capitán general Domingo Dulce Garay, marqués de Castell Florit, gobernador de la Isla de Cuba, está echada.

Le toca enfrentar dos rebeliones, la de los voluntarios y los integristas más recalcitrantes contra la Revolución Gloriosa y de todo lo que de ella viniera, «Dulce incluido». La otra rebelión es la iniciada por Céspedes el 10 de octubre de 1868. Lo dice el propio Gobernador: «Vi con amargura que tenía el deber y la necesidad de combatir dos insurrecciones: una armada en el campo, contra la integridad del territorio, y otra dentro de la ciudad guarnecida en la impunidad de los fusiles, contra la marcha política del Gobierno».

Quiere sentar su plan de paz concediendo a los cubanos tres derechos fundamentales: representación en las Cortes, libertad de reunión y libertad de imprenta. Con uno de sus primeros decretos suprimió la censura de prensa y no demoró en decretar una amnistía que benefició a todos los detenidos a causa de la revolución. Fue un perdón muy amplio que incluyó a los que estaban cumpliendo condena o estuvieran procesados, así como a los que depusieran las armas en un término de 40 días. Las causas por delitos políticos, además, se daban por concluidas. Dulce envió a sus representantes a conferenciar con los cabecillas principales de la insurrección; Céspedes en primer término. «Estos cambios ocurrieron en el corto plazo de ocho días —del 4 al 12 de enero— y sus disposiciones ampliamente liberales variaron oficialmente el régimen ultraconservador de Lersundi», apunta González Barrios en su libro Los capitanes generales en Cuba.

La libertad de imprenta fue aprovechada tanto por los partidarios de España como por los contrarios. En un decir amén La Habana se llenó de publicaciones y sus redactores y colaboradores expresaron sus ideas con vehemencia. «La libertad de prensa sirvió como válvula de escape a los ánimos de los contendientes. Los violentos ataques de cada parte caldearon a tal punto los ánimos que la capital se convirtió en un verdadero infierno…» prosigue el historiador González Barrios.

Los insurrectos no parecen haber confiado mucho en las promesas del Marqués de Castell Florit. De cualquier manera, la confianza, si existió, debió desaparecer con la muerte del general camagüeyano Augusto Arango, ultimado, junto con un acompañante,  cuando se dirigía a Puerto Príncipe a conferenciar con el jefe de la plaza, amparados en el salvoconducto expedido por el teniente gobernador de Nuevitas. Las turbas sedientas de venganza y sangre pasearon por la ciudad sus cadáveres, acción que marcó el principio y el fin del Gobierno de Dulce.

Pase de cuentas

La situación fue haciéndose incontrolable para el Gobernador por más que impusiera su presencia en diversos puntos de la ciudad para asegurarse de que no se cometieran atropellos e injusticias. Y hubo momentos en que tuvo que apelar a tropas de línea del Ejército y de marinos de los barcos de guerra surtos en puerto para hacer valer su autoridad.

Solo con su presencia pudo ser detenido el saqueo del Palacio de Aldama, y gracias a su gestión salvó la vida el concejal que presidía la función en el Teatro Villanueva la noche de los hechos. Todo eso lo tenían en cuenta los voluntarios que tampoco olvidaban la temeraria marcha de Dulce hacia la fortaleza de La Cabaña, sin escolta, vestido con uniforme de campaña y luciendo en el pecho la Cruz Laureada de San Fernando como única condecoración, para sacar personalmente de la bartolina a Belisario Álvarez de Céspedes, jurista distinguido y primo de Carlos Manuel. Tampoco olvidaban que Dulce había tenido como abogado familiar a José Morales Lemus, a esa altura representante de la revolución en Estados Unidos.

Domingo Dulce Garay no era hombre que se dejara jamaquear con facilidad. Una noche varios voluntarios se propusieron disparar contra el Gobernador que se hallaba en el balcón de Palacio. Avisado por las voces de los que revólver en mano lo amenazaban, quedó solo en el lugar, encendió tranquilamente un fósforo y con él un cigarro para hacerse más visible.

Pero los voluntarios terminan poniéndolo en tres y dos. Para ganarse su confianza cambia de modo radical su política: suspende las garantías e intensifica las operaciones militares. Dispone que a todo médico, abogado, escribano o maestro de escuela que sea apresado con los insurrectos, se le fusile en el acto. Ordena la deportación a Fernando Poo de 250 cubanos. Crea el Consejo de Administración de Bienes Embargados bajo la presión de los voluntarios, pero no transige con ellos cuando insisten en eliminar físicamente a algunos de los jefes del Ejército español en operaciones. Decididamente, no puede gobernar y presenta su renuncia. Cuando se sabe que lo sustituirá Antonio Caballero de Rodas, los voluntarios quieren expulsar a Dulce de la Casa de Gobierno, lo que frustra la firme conducta de la guardia palaciega.

El 2 de junio de 1869, tres días antes de su salida de Cuba, se reúne con una representación de los voluntarios. Los increpa duramente y anuncia su determinación de resignar el mando en la persona del Segundo Cabo, mariscal de campo Felipe Ginovés Espinar. Concluyó: «Está bien, voy a renunciar; pero registrad esta fecha: hoy empieza España a perder la Isla de Cuba». No hubo despedidas. Dulce abandonó el país odiado ahora también por los cubanos y murió poco después olvidado por amigos y enemigos.

Final

José Martí, con 16 años edad, conoció, en la casa de Manuel Mendive, los horrores de la noche del 22 de enero. Ya veremos la próxima semana los detalles de algunos de los incidentes mencionados en esta página que hicieron que La Habana viviera bajo el terror.

 

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.