Lecturas
Esta es la historia de un crimen doble que ocurrió en La Habana. Dos asesinatos a los que aludimos en esta página hace ya algunos años y que retomamos ahora con nuevos elementos. Al mediodía del 14 de febrero de 1922 fue abatido a balazos, en una habitación del Hotel Luz, aledaño a la Alameda de Paula, Rafael Martínez Alonso, representante a la Cámara y presidente del «cenáculo» del Partido Liberal que, dentro de esa organización, imponía y desmontaba candidatos electorales a su antojo. Otro parlamentario, José R. Cano, que aspiraba al cargo de Gobernador de La Habana, le disparó, mientras conversaban, por debajo del tablero de la mesa, siguió disparándole cuando la víctima trataba de incorporarse y lo remató, ya en el piso, con un tiro en la cabeza. Cinco balazos en total. El asesino consiguió huir al extranjero y evadió así la justicia. Amnistiado, retornó a Cuba y tres años después de aquel trágico suceso, el 14 de mayo de 1925, cuando salía del Frontón Jai-Alai, en Concordia y Lucena, le administraron la misma medicina. Cinco balazos, de los que los médicos definen como «mortales por necesidad», se cebaron en su cuerpo. No llegó vivo al Hospital de Emergencias.
Martínez Alonso se había comprometido con Cano en apoyarlo en su intento de ser postulado por los liberales como Gobernador de La Habana, y Cano, abogado y notario de prestigio y hombre rico por demás, prometía a Martínez Alonso su ayuda para lograr la alcaldía habanera. Cano, que había llegado al Parlamento en 1912, tenía asegurados los votos de ser postulado. Pero la Asamblea Provincial del Partido, que presidía Miguel Mariano Gómez, no lo apoyaba. Tampoco contaba con el respaldo del «cenáculo», pese a los empeños de Martínez Alonso de conseguir la postulación de su amigo.
Dicen que el error de Martínez Alonso fue el de no hablar claro desde el comienzo con Cano y alargar sus esperanzas más allá de lo aconsejable… Cano era negro, aunque eso más que «vérsele», se «sabía», como apunta el periodista Manuel Cuéllar Vizcaíno en su libro Doce muertes famosas. Precisa Vizcaíno: «Habanero, desarrollado en La Habana, todo el mundo sabía a qué atenerse ante una familia a la que Cano nunca pretendió ocultar. Los negros lo estimaban y veían con buenos ojos que él resolviese sus asuntos con los blancos siempre que a la hora de tratar a los más oscuros lo hiciera como lo hacía, con franca cordialidad, como uno de la casa».
Un incidente había contribuido a hacerlo enormemente popular. Su madre, requerida de baños medicinales, acudió a dárselos a Madruga y ya allí fue vejada por el color de su piel al intentar buscar alojamiento. El hijo, que llegó más tarde, furioso y contrariado por el trato discriminatorio sufrido por su madre, puso las cosas en orden en el hotel a punta de pistola sin que la sangre llegara al río.
Hoy, a la vuelta de los años, sigue desconociéndose cómo Cano se enteró de que Martínez Alonso no lo postularía y el porqué del asunto. Se dice que alguien lo visitó en su hermosa residencia de Campanario entre San Rafael y San Miguel, en Centro Habana, lo puso en antecedentes de la falsa situación en la que estaba inmerso y que entonces Cano pidió a su visitante que telefoneara a Martínez Alonso y le tocara el tema. Por una extensión escuchó que Martínez Alonso decía a su interlocutor: «No postularé a ese negro».
El 13 de febrero el parlamentario José María de la Cuesta celebraba su cumpleaños y quiso prolongar la fiesta al día siguiente. Por eso invitó a varios de los que lo acompañaban aquella noche a almorzar en su casa, el 14. Cuando casi se disponían a hacerlo, José R. Cano y el también representante Antonio Alentado se personaron en el lugar e instaron con insistencia a Martínez Alonso a que los siguiera. Debían resolver, dijeron, un asunto importante. Se dirigieron entonces al Hotel Luz, cuyo apartamento número 20 estaba alquilado de manera permanente por Martínez Alonso, Cuesta y el propio Cano.
Allí la mesa se preparó para que almorzaran tres personas. Cuando el camarero Constantino Fuentes subía con las bandejas se escucharon tiros. Dejó el hombre las bandejas donde pudo y penetró en el apartamento en cuestión. Solo había dentro una persona y estaba muerta. Martínez Alonso se hallaba en el piso, tendido sobre su costado izquierdo y con las manos en actitud de quien intenta protegerse la cabeza.
Cano y Alentado fueron acusados, pero pronto se evidenció la inocencia del segundo, testigo, sí, del suceso. En una carta de Cano que circuló entonces decía: «Martínez Alonso me traicionaba y yo no podía permitir que se me burlara de esa manera».
En verdad, la cosa no era tan sencilla. Pretendía también, por el Partido Liberal, el cargo de Gobernador de La Habana el comandante Alberto Barreras, muy poderoso entonces. Martínez Alonso sabía que Cano tenía «más pueblo» que Barreras, pero no más posibilidades. El llamado «cenáculo», que encabezaba Martínez Alonso, era, dentro de los liberales, un grupo de control político que no paraba mientes en conseguir sus objetivos. Pero sus miembros no se pronunciaron con coherencia ante las ambiciones de José R. Cano. Mientras que Martínez Alonso las apoyaba, los todopoderosos Viriato Gutiérrez, Ramón Zaydín, González Sarraín y los García Osuna (padre e hijo) daban su espaldarazo a Barreras, que contaba con más dinero y mayores relaciones que Cano, más popular, sin embargo, entre los electores. Ante esa realidad, Martínez Alonso desistió de seguir presionando a favor de su amigo.
En su carta, Cano fustigaba asimismo a la Cámara de Representantes. Decía que había procedido «de manera injusta y violenta» cuando «en casos análogos ha actuado distintamente». Porque ese cuerpo del Legislativo decidió aceptar la súplica del Tribunal Supremo para que Cano fuese juzgado y, con tal fin, le retiró la inmunidad parlamentaria. Pese a las gestiones que se llevaron a cabo para impedir su salida del país, la justicia no pudo echarle el guante. José R. Cano no demoraría en poner mar por medio.
El presidente Zayas lo amnistió. Cano regresó a Cuba en aeroplano el mismo día en que el mandatario le firmaba el perdón. Y Machado, entonces en el camino de la Presidencia, le tiró la toalla al pedirle a González Sarraín que renunciara a favor de Cano su postulación a la Cámara, gesto que se le premiaría con la dirección de la Renta de Lotería, cargo que valía más que un Potosí. Cano se postuló entonces y aparentemente resultó vencedor, pero uno de los perdedores, oliéndose la trampa, se presentó en su casa y a pistola limpia se llevó los documentos que le sirvieron de base para el recurso de tacha que interpuso en los tribunales contra su rival. La demanda prosperó, logró el adversario la victoria y Cano, en plena y definitiva derrota, quedó fuera del Congreso.
Su estrella entraba en un eclipse, dice Cuéllar Vizcaíno. La muerte lo acechaba, hasta que cinco balazos certeros, como aquellos cinco que disparó contra Martínez Alonso, pusieron fin a su agitada existencia.
Cano sabía lo que se tramaba en su contra. Estaba advertido. Un cuñado de Martínez Alonso, en compañía de un sujeto conocido por el Turquito, había sido visto, en actitud sospechosa y en reiteradas ocasiones, en las inmediaciones del Frontón, donde otro cuñado de Martínez Alonso fungía como jefe de taquillas. Pero Cano no dejó de frecuentar el Coliseo.
Llegó así el 14 de mayo de 1925. Se jugaba allí la última quiniela de la noche y el pelotari Felipe Larrinaga, conocido por el Florero, hacía las delicias de los concurrentes. Había anotado ya cinco tantos y el público, de pie, esperaba el triunfo para marcharse. Pero Larrinaga pifió al discutir la sexta anotación y los espectadores volvieron a tomar asiento. Se extendía el partido del juego vasco y Cano entonces, no se sabe porqué, salió del Frontón. Aquella pifia del pelotari fue fatal para él. De haberse producido la victoria de Larrinaga cuando se esperaba, la salida del público hubiese sido masiva y quizá el atentado no habría tenido lugar, al menos esa vez.
Pero Cano salió solo a la noche por la puerta de la calle Lucena. Pidió al vigilante Inocencio León que lo acompañara y buscó su automóvil, un Cadillac con placa 2760. Ya dentro del vehículo, el chofer dijo a su jefe que reparara en un hombre de baja estatura, gafas y ropa negra que empuñaba un revólver y miraba hacia el auto. Cano le ordenó que se pusiera en marcha de inmediato y apenas habían llegado a la esquina de Concordia y Marqués González se oyeron los disparos que alcanzaron a Cano y a León.
Los doctores Biosca y Bolívar, de guardia en el Hospital de Emergencias, advirtieron que el cuerpo ya sin vida de Cano presentaba heridas de arma de fuego de pequeño calibre en las regiones cervical, occipital, escapular derecha e izquierda y dorso lumbar. Vestía la víctima un traje de casimir inglés color gris, camisa blanca con rayas azules, sombrero de pajilla y zapatos de corte bajo, amarillos. Llevaba 580 dólares en el bolsillo interior del saco y varias piezas de plata en uno de los bolsillos del pantalón. Lucía, entre otras prendas, un solitario de brillantes, un reloj de oro con dos tapas y su leontina, un monedero también de oro y una gargantilla doble con tres medallas. En la camiseta tenía prendido un detente rojo que decía: «Pon sobre tu corazón una gota preciosa de la sangre de Jesús, y a nadie temas. -Pío IX».
La Policía detuvo a varios sospechosos. Pero los cuñados de Martínez Alonso y un sobrino de este quedaron pronto en libertad. También quedó libre el Turco, empleado del Ayuntamiento y hermano del Turquito. Este no tuvo la misma suerte y cargó con el muerto. Era el conductor del vehículo con matrícula 4849 donde, según testigos, huyeron los agresores de Cano. Complicaron su situación los tres impactos de bala que se apreciaban en la carrocería del automóvil, ocasionados por el vigilante 1932 Antonio Pérez cuando perseguía a los agresores. El Turquito se contradijo en sus declaraciones y no pudo ripostar algunas de las acusaciones concretas que se le hicieron en los interrogatorios.
En su columna del Heraldo de Cuba escribía por aquellos días Ramón Vasconcelos, la llamada pluma de oro del periodismo cubano:
«Ante esa falta de sanción penal y social contra los condotieros de la política, contra los Sanchos voraces y rústicos que se suponen Nicolases Maquiavelos porque se deja sin castigo su desfachatada inverecundia, no queda más recurso que el atentado personal. Que cada cual se haga justicia por su mano… Doloroso, pero indispensable.
«Bárbaro, pero ejemplar. En la jungla no hay más razón que la del fogonazo».
Fuente: Doce muertes famosas, de Manuel Cuéllar Vizcaíno