En la reciente Serie del Caribe vimos cuánto le falta al béisbol cubano para alcanzar el nivel de las ligas caribeñas. Autor: Ricardo López Hevia Publicado: 21/09/2017 | 06:26 pm
Hace casi diez años, cuando terminó el I Clásico Mundial de Béisbol, escribí unas líneas tituladas Sí, pedimos más, que algunos tildaron de «bombas», porque afirmaban que no debíamos llenarnos de humos por el segundo lugar alcanzado en ese evento, el más fuerte jugado hasta la fecha.
El tiempo suele confirmar o derribar los juicios. Y parece haber sucedido lo primero con aquellas letras publicadas en JR el 29 de marzo de 2006, las cuales afirmaban: «Ganar un sitio por encima de lo teóricamente posible no equivale a cerrar los ojos (...) No se trata de una ubicación decorosa o impensada en la tabla de posiciones. La cuestión radica en elevar el techo, corregir defectos, acercarnos a la perfección, «copiar» de las escuelas norteñas, de las asiáticas y de cuantas sea posible y acoplarlas a la nuestra».
Ahora, unos días después de la Serie del Caribe, en la que un equipo Cuba tuvo una discreta actuación, se revalidan conceptos de entonces, como para remarcarnos que a la vuelta de una década no hemos hecho lo suficiente para superar lunares y avanzar.
El comentario decía que la especialización de los lanzadores, la búsqueda de la integralidad, el rastreo de hombres con poder, la enseñanza del toque para adelantar a los corredores... seguían siendo tareas pendientes para nuestro béisbol.
«Terminemos de abolir la añosa y polémica teoría del zurdo contra el zurdo y trabajemos más la estadística y los porcentajes de probabilidades. Hay siniestros que le conectan mejor a los de su mano que a los derechos y viceversa. Y si fuese cierta, ¿por qué no procuramos entonces desde la base formar más ambidiestros?)», ejemplificaba el trabajo de marras, algo que encaja con lo que vimos en la Serie y numerosos torneos anteriores.
Es verdad que, como nueva coyuntura, se ha producido una sangría de peloteros hacia otras latitudes y que cada partida, desde las recientes hasta las viejas, lacera nuestro pasatiempo y le menoscaba su calidad.
Pero sería un facilismo demasiado infantil culpar a la migración de todos nuestros descalabros. La vida nos está diciendo que, por A o por Z, el béisbol se ha ido esfumando de nuestros fines de semana en muchos lugares donde antaño se vivían fiestas locales de las bolas y los strikes.
Y que otros juegos —electrónicos o de esfuerzo físico— han ido robándonos poco a poco la diversión que late en un jonrón o en un buen fildeo; que si no ideamos variantes inteligentes y rápidas para cambiar ese contexto, el desenlace puede ser peor. Porque más allá de la medalla, posible o imposible de alcanzar en torneos internacionales, se nos irá escurriendo la fortuna cultural de un deporte que es sangre, aire y pulso de la nación.
Se sabe que, a diferencia del fútbol, el baloncesto o el voleibol —que solo requieren de un balón y de otros aditamentos «fáciles»—, el béisbol precisa de implementos de mayor complejidad, pero la Cuba de los 60’ o 70’ no era mucho más próspera que la actual y la pelota, con ingenios u ocurrencias, latía en casi todos los barrios.
Al margen de recursos, nuestro deporte nacional está urgido de otros ingenios, de una lluvia de ideas, no solo la que emane de directivos de altos niveles. Hay renovadoras ideas en el pueblo, en los llamados especialistas, en los técnicos del deporte y entrenadores de base, en tantos peloteros nuestros de varias generaciones que echaron raíces aquí sin pedir nada a cambio. A estos últimos, tal vez por furias de la modernidad o del academicismo a ultranza, muchas veces los eludimos en los municipios, las provincias y hasta en instancias nacionales.
Esa lluvia acaso pueda generar los cambios y retoños que está pidiendo desde hace rato la pelota para que el tiempo no nos cante el tercer strike.