Ciudad de Camaguey. Autor: Tomado de Internet Publicado: 08/02/2018 | 10:58 pm
CAMAGÜEY.— En estos días de celebración contagiosa por el cumpleaños 504 de la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe —recordado este 2 de febrero— la ciudad no deja de asombrar por sus peculiaridades.
Las fiestas han servido para realzar el texto Albores de una grandeza. Curiosidades de Puerto Príncipe (1514-1700), en el que se recorren 186 años de la vida cotidiana de los vecinos de esta añeja urbe.
El volumen, de la autoría de los investigadores Ramiro Manuel García Medina y la Doctora en Ciencias Odalmis de la Caridad Martín Fuentes, revela hábitos y conductas de los primeros habitantes del emporio fundacional.
Gracias a la pericia de los escritores, quienes examinaron más de mil documentos obtenidos en el Archivo General de Indias, durante unos cinco años, se descubre una ciudad pintoresca, a la vez que compleja por la dinámica de su existencia.
Todas las notas, informaciones y rarezas reveladas por los creadores estudiosos cobran una significación especial al no disponerse en Puerto del Príncipe —como consecuencia de ataques de piratas, incendios y otras calamidades— de actas de cabildos, de protocolos notariales o de registros parroquiales anteriores a 1700, lo que influye de alguna manera en el desconocimiento de detalles del pasado de la ciudad principeña, distinguida por su cultura y desarrollo económico entre sus similares de entonces. Esa es una razón especial para agradecer los «secretos» que se nos develan en el texto.
DE FAMILIAS Y BUENAS COSTUMBRES
A la vuelta de más de cinco siglos de existencia los autores describen, con lenguaje coloquial, lo triste —o divertido, según como lo tomaran— que la pasarían algunas esposas cuyos maridos echaron su suerte en el proceso de colonización.
Ello se deduce de una curiosa notificación, del gobernador de Cuba, Manuel Rojas, fechada el 2 de noviembre de 1534, que rigió bajo su mandato, de 1532 hasta 1534. En la misma se disponía: «(…) Los españoles que residen en la Isla y sean casados tienen dos años para mandar a buscar a sus esposas a España (…)».
La normativa respondía a la política discriminatoria de evitar las mezclas de razas entre hombres blancos con aborígenes y negras esclavas. Imaginemos como andarían las muy famosas «buenas costumbres», según los dictados de la época, cuando esta autoridad debió reglamentar este procedimiento.
Al parecer había cierto «relajillo» porque un tiempo después el entonces Obispo de Cuba, prior Gabriel Calderón, se mostraba preocupado por las principeñas casadas, según reseñó en una misiva a la mismísima Reina de España, el 15 de agosto de 1676: «(…) Prohibí del todo los bailes que se hacían a las puertas y dentro de las casas (…) por evitar los grandes escándalos que causaban (…) Comenzaban las misas desde las 12 de la noche (…) muchas mujeres casadas irse a otras partes ilicitas y les prohibi con graves penas puedan salir a misa hasta que sea de dia claro…».
No menos llamativo y hasta ilustrativo para encarar la actual baja natalidad, resultó el premio que reclamó el vecino Pedro Sánchez Agramonte, nada menos que al Rey, en 1647, por tener una prole de seis hijos, cifra considerada tal cual al valor actual de una medalla de oro olímpica.
El vecino le decía así a su soberano: «(…) he habido y procreado seis hijos legítimos varones (…) ya que la S.M. por sus reales leyes concede a todos sus vasallos que tuvieran seis hijos varones muchas gracias y privilegios, y que se libren de todas las cargas y oficios concejiles (….) ruego se me guarden todas las gracias y privilegios establecidos (…)».
LOS JUEGOS, EL CONTRABANDO, EL DINERO
Llama la atención que a pesar de la lejanía entre Cuba y España los regentes europeos conocieran de lo que acontecía en la Mayor de las Antillas.
Incluso hasta el juego por dinero demandó la atención de los reyes, quienes lo regularon en el Título Segundo del Libro séptimo, tomo IV, de la Legislación Ultramarina.
Un documento de 1529 subrayó: «(…) ordenamos y mandamos a nuestras audiencias y justicias de las Yndias que con mucho cuidado proiban y defiendan, imponiendo graves penas, los grandes y excesivos juegos que hay en aquellas provincias y que ninguno juegue con dados(…) nadie juegue a los naipes ni a otro juego (…) y declaramos que las pecuniarias impuestas a los jugadores (…) sea en las Yndias, al cuatro tanto por ciento…».
Lo descrito en este texto acerca del obispo Henríquez de Toledo es también ilustrativo. En 1618 vendió los sepulcros de su capilla en trueque por cueros «… y se quedó con todos sin dar a la Iglesia un real…».
Para entonces la escasez de reales en el interior de la Isla, debido al aumento del filibusterismo en medio de la guerra entre España e Inglaterra, entre 1601 y 1603, transformó el cuero de vaca en moneda-mercancía.
Nada competiría con lo que aseguró el licenciado Manso de Contreras, al término de la conflagración entre ambas naciones, y quien en el cumplimiento de lo dispuesto por los monarcas debía identificar a los contrabandistas.
En 1606 durante su viaje a Puerto del Príncipe expuso su descubrimiento, en misiva al presidente de la Audiencia de Santo Domingo: «(…) todos, entre frailes y clérigos, …tienen particular familiaridad con corsarios y son los más desleales y rebeldes vasallos que ha tenido rey ni principe en el mundo. Si estuviera entre ellos Vuestra Señoría le venderían por 3 varas de ruan y aun sin precio alguno…».
Otros sucesos pasmarían al más pinto de la paloma, como aquel en el que intentaron matar de un carabinazo al oidor don Antonio Ortiz de Matienzo, en 1689, por cumplir igual misión en esta villa, o como la entrada a palos que le dieron al ayudante del gobernador de esa ciudad y Bayamo, don Sebastián de Arencibia, en ese mismo año por intentar ejercer la ley.
Toda esta rebeldía de los vecinos principeños —y de otros como los bayameses— provocó la promulgación de la pena de muerte y la confiscación de bienes de los traficantes, por mandato del señor gobernador Diego Fernández, en 1688.
DESCONCERTANTES, PERO CIERTAS
La piratería también obligó a la «solidaridad» entre los vecinos de la villa cuando eran atacados, pues se conformaron milicias armadas para enfrentar las embestidas y proteger a los habitantes. Esta buena actitud no caería en saco roto, ya que serviría para crear un «currículo», el cual valdría para obtener cargos en la villa.
El caso del principeño Juan de Miranda Herrero ratifica esta práctica local, cuando en 1595 sus vecinos atestiguaron sobre sus hazañas, con el propósito de que ganara la confianza de la corona y un oficio en la villa.
Otra de las curiosidades que deja atónitos a los lectores de Albores de una grandeza… fue otra notificación del regidor de la Villa de Santamaría del Puerto del Príncipe, Manuel Consuegra de Figueroa, en 1679, sobre ciclones que azotaron la comarca: «(…) y aver sucedido dos tormentas de agua y biento ahogando gran cantidad de animales de todas suertes tumbando los montes firmes y con los fuegos que se suceden abrasandose y averse quemado la mayor parte de lugar por ser las casas de pajas (…)».
Nada, que entre algunos de aquellos males de tiempos tan iniciales de la colonia pueden descubrirse las trazas de algunos ruidos y otros pecadillos de hoy. ¿No cree usted?
Todas las citas al igual que los nombres de personalidades aparecidos en este artículo periodístico respetan los utilizados por los investigadores en su obra, quienes extrajeron de pliegos únicos y conservados en el Archivo General de Indias las informaciones de las difíciles escrituras de los siglos XVI y XVII, las cuales además fueron transcritas del castellano antiguo, de manera paleográfica para hilvanar novedosas respuestas en torno al quehacer principeño de antaño.