Las grandes ciudades bajo la luna. Autor: Sitio web de Odin Teatret Publicado: 21/09/2017 | 06:47 pm
Como es sabido, los escenarios cubanos reciben manifestaciones escénicas de todas partes, y no es solo dentro de los festivales y encuentros internacionales. Ya sea piezas de autores foráneos interpretados por grupos del patio, ya compañías de otros lares que nos visitan, lo cierto es que habitualmente podemos disfrutar de buen teatro universal.
Hace poco recibimos al prestigioso grupo noruego-danés Odin Teatret el cual, celebrando los 30 años de su primera visita a Cuba, emprendió toda una gira por varias ciudades del país mediante espectáculos, talleres, desmontajes, etc.
Dos de las piezas más visitadas por un amplio público en la capital fueron La vida crónica y Las grandes ciudades bajo la luna, ganadores del Premio Villanueva; si en otras representaciones el colectivo que dirige y fundara el célebre Eugenio Barba se dividió en pequeños grupos, estas contaron con la totalidad de los actores.
En la primera de ellas, las coordenadas cronotópicas apuntan al año 2031 en diversos puntos de Europa, tras una presunta guerra civil, donde personajes diversos confrontan búsquedas, frustraciones y sueños. Parábola futurista, la puesta nos acerca a la poética habitual de Odin…, como se sabe todo un laboratorio, un taller multidisciplinario e internacional de perenne intercambio con sitios y comunidades de los más diversos lugares, lo cual implica justamente la diversidad cultural, étnica y social.
Deslumbrante en cuanto a montaje, escenografía (móvil y cambiante), vestuario de incidente expresividad y un diseño de luces que conforma la proyección de personajes (excelentemente asumidos, como siempre, por tan capaces histriones) dentro del abigarrado escenario, La vida…, sin embargo, se resintió por superfluas redundancias y varios anticlímax que afectaron la narración.
No ocurrió lo mismo con Las grandes ciudades… Enfocada aparentemente como una suerte de conferencia donde el grupo en pleno aparece sentado frente al público, de inmediato la obra desanda sus alas y deviene, como reza el viejo bolero, puro teatro: la luna como significante poderoso contempla, desde la indiferencia, el dolor o la burla a las urbes de todo el mundo con sus —pese a las diferencias— semejantes pasiones y anhelos.
Una vez más los actores cantan, recitan y bailan, se expresan de modo bilingüe —siempre hay alguien que repite los textos en español—, alternan entre el tono sarcástico o de esperpento con otro grave o al menos bien serio, se desdoblan y multiplican la espacialidad en apenas unos metros de escena; ejecutan la música en vivo en tanto eficaz detonante dramático, fusionan el cabaré con la escena dramática, conformando entre todo(s) un espectáculo que proyecta la mejor herencia brechtiana, que divierte, inquieta, invita a la reflexión durante apenas una hora.
De otro punto bien distante del planeta es Andrés Lizárraga, cuya obra ¿Quién quiere comprar un pueblo? ha sido versionada por la compañía habanera Hubert de Blanck, específicamente a cargo de Fabricio Hernández, quien también dirige la puesta.
El prestigioso dramaturgo argentino acostumbra a abordar la historia latinoamericana ajena a visiones literalistas, sino mediante creadoras metáforas con profunda vocación sociopolítica, siempre desde una perspectiva de izquierda, en compromiso con los más humildes, de lo cual son emblemas sus títulos Tres jueces para un largo silencio, Alto Perú y Santa Juana de América, que integran una célebre Trilogía Histórica.
En la pieza recientemente incorporada por el grupo que dirige Orieta Medina, una imaginaria y paupérrima aldea divide a sus pobladores entre venderla al mejor postor o conservarla pese a todo: las actitudes de los lugareños trazan un mapa sobre los más encontrados sentimientos humanos en torno al sentido de la pertenencia, de lo patriótico, los valores (inter)cambiables y otros aspectos que nos tocan.
La puesta de Fabricio logra una apreciable conjugación de elementos escénicos: con notable economía de recursos consigue erigirse el miserable lugar, mientras el vestuario contribuye a las caracterizaciones; música y luces hacen el resto. Sin embargo, Teatro Hubert de Blanck debe continuar, como ya hemos apuntado en anteriores comentarios, el ejercicio actoral: excepto Carlos Treto y algún que otro de sus colegas, la mayoría exagera la nota gestual y, sobre todo, eufónica.
De España es Josep María Coll, quien versionó, produjo, y dirigió a varios actores nuestros en un texto del actor y cineasta norteamericano Harvey Fierstein (Trilogía de antorchas): Tuyo o mío.
La llegada del VIH como flagelo finisecular comenzó a hacer estragos no solo en las personas afectadas sino en sus relaciones y familiares: un gay que antes de salir del armario tuvo mujer e hijo, enfrenta después de la muerte a sus parejas: la masculina, con quien vivió hasta el final de sus días, y la ex esposa, incluso al niño, quien reacciona contra el primero.
La obra es rica en diálogos, en transmitir acertadamente, entre el humor y la seriedad, las pugnas sobre la escena, la cual reproduce el apartamento del difunto a punto de venderse: esos dos seres que tanto le amaron ahora se enfrentan en reacciones que alternan la ira con la simpatía, la solidaridad con la hostilidad, que los torna tanto amigos cercanos como enemigos incompatibles, siempre dolor mediante.
Desde un agradecible minimalismo, la puesta de Coll es sólida y motivadora, logra la complicidad del público, identificado con la fuerza ontológica que despliegan situaciones y personajes; a propósito de ellos, resulta notable el desempeño del equipo, incluyendo los secundarios de Yaremis Pérez y el niño Marcel Salomón.
Loreta Estévez y Reyssel Cruz animan con autoridad y convicción sus protagónicos; solo que, siendo esta una obra de tantas y variadas transiciones que obligan a los actores a constantes y frecuentes cambios de registros, deben esforzarse aún más para futuras puestas, debido a que algunas «caritas» y tics tienden a sustituir a veces las verdaderas emociones.