Leopoldo Beltrán Moya. Autor: Modesto Gutiérrez Cabo/ ACN Publicado: 21/09/2017 | 05:50 pm
CIENFUEGOS.— Trascendió en Cuba por ser quien contaba las historias curiosas de la popular canción de la tía Rosa. Supe por primera vez de él a través, precisamente, de la melodía de M con A, N con I. Años más tarde, lo vi llegar a mi centro de trabajo y no imaginé que aquel señor con bastón era el tío Beltrán, que tantas veces había repetido en aquella canción de la infancia.
Sin embargo, mucho antes de que esa canción para niños lo diera a conocer por Cuba, ya Leopoldo Beltrán Moya dejaba en Cienfuegos su huella imborrable.
Más de 80 años han pasado desde que vino al mundo, el 6 de octubre de 1930. A pesar de la pobreza del hogar y las duras condiciones de vida, agravadas además para quienes tenían la piel negra, supo formarse como un hombre virtuoso.
«Aunque mis padres se separaron cuando era pequeño, no se apartaron por un instante de mi educación. Junto a mi padrastro, me enseñaron a ser un hombre íntegro y a no dejar que mi procedencia social o el color de mi piel me redujera».
Criado en cuarterías y solares de la época, donde la rumba era un inquilino más, Beltrán aprendió a amar esos ritmos y adorar el sonido de las tumbadoras. «Tenía ocho años cuando salí en una comparsa. Eran Los Chalequeros, del barrio La Caridad, quienes recaudaban dinero mientras bailaban con una alcancía en la mano».
Hacia esos años, la situación económica se endureció para Beltrán y su familia, la cual había aumentado con el nacimiento de tres hermanos. «Tuve que dejar la escuela en sexto grado para ponerme a trabajar. Hice varias cosas: limpié botas, vendí periódicos, y todo por apenas unos centavos. Hasta intenté ser boxeador cuando me hice adulto, y aguantaba tremendas manos de golpes por tres pesos.
«Entonces me fui a trabajar con mi papá, quien me enseñó todos los secretos tras bambalinas. Junto a él me hice tramoyista y era parte esencial en la escenografía de cada presentación en el cine Luisa y el teatro Tomás Terry».
Más no bastaba ese oficio para sustentar el hogar. También tuvo que «pegarse» en el puerto como estibador, maquinista, transportando mercancías... Allí pudo revivir además su pasión por el ritmo de raíz africana.
«Transcurría la década de los 50 del pasado siglo cuando fundamos un grupo de guaguancó nombrado Los Jóvenes Cienfuegueros. Éramos muchachos amantes de la rumba. Años más tarde nos convertimos en Los Portuarios, y teníamos por instrumentos los cajones de bacalao y de velas que entraban al puerto».
La pasión por la rumba lo mantendría ligado a comparsas como Los Faroleros y los Príncipes de la Caridad, también a otros conjuntos como Los Sureños. Incluso en varias ocasiones participó en concursos de baile para aficionados en la naciente Televisión.
Era innegable el talento de aquel cienfueguero criado entre tumbadoras y danzas afrocubanas. Mas su pasión por el arte no pudo apartarlo nunca de su vocación de sindicalista y revolucionario.
«En 1960 me incorporé a la lucha contra bandidos en el Escambray. Fueron varias acciones en las que participé en las montañas de Topes de Collantes o la Torre de Iznaga. En San Ambrosio fui herido en el brazo derecho y trasladado a la ciudad».
Ya recuperado volvió a sus labores habituales como obrero portuario, tramoyista y, por supuesto, rumbero. «De conjunto con mi pasión por la música, empecé a incursionar también en la actuación. Por problemas de salud tuve que dejar los muelles y dedicarme por completo a mi trabajo en el Terry. Estando allí surgió la posibilidad de participar en obras de teatro, series dramatizadas y hasta una producción cinematográfica cubano-francesa».
Sin embargo no podía, ni quería Beltrán, deshacerse del folclor que corría por sus venas. «A finales de los 80 fundé Olomibé, una agrupación musical que adopta su nombre en homenaje a Felipe Tartabull Díaz, autor de la pieza homónima. Más tarde se nombraría Perla del Caribe, manteniendo su sello distintivo: el cultivo de la línea folclórica, fundamentalmente el yambú, el guaguancó y la rumba».
Aunque ya no podía bailar al ritmo de los tambores y las cornetas, fue director artístico y director, respetivamente, de las comparsas Los Chalequeros y Fantasía Tropical, ambas integradas por jóvenes de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media.
Disímiles reconocimientos y distinciones acumula por su consagración a la cultura y la patria: las medallas Raúl Gómez García y Jesús Menéndez, y los premios de Cultura Comunitaria y Jagua, entre otros.
A la altura de sus 83 años, Beltrán cierra los ojos y se imagina de pantalón y camisa blancos, zapatos negros y un bombín de cartón, bailando «provocado» por las tumbadoras. Si pudiera soltar el bastón, seguramente arrollaría tras las congas durante los carnavales. Su vida ha sido esa: la encarnación misma de la rumba.