Como todo caminante que decide andar nuevamente la ciudad que lo vio crecer, y no necesariamente nacer, los habaneros de hoy, sea cual sea la tierra que los trajo al mundo, desconocen el trayecto, mas no la meta. El objetivo es uno: abandonarse a la contemplación, con toda la placidez posible. Sin embargo, porque así lo quiere la ciudad, tendrán estos que redescubrirla, volver a sufrirla y a gozarla.
Ese derecho de ella, cosechado por siglos, lo respetó el más ilustre admirador que ha tenido La Habana: Alejo Carpentier. A su vuelta de Europa, luego de años examinando viejas capitales ampulosas, novelescas y boyantes, escribió cual si fuera un turista en su propia isla, y lo hizo desde dos ángulos perfectamente comprensibles: la nostalgia y la envidia. Una envidia sana, claro está. Quien como él haya vivido una juventud intensa al frescor de sus parques, a la par de la rutina de sus habitantes, o tan solo bajo la custodia muda y omnisciente de sus calles nocturnas, lo entenderá.
Por eso le asombró tanto su repentino populismo, y se alegró de que esta hubiese esquivado bastante aquel aire provinciano que la brisaba décadas atrás, cuando pasear los domingos en automóvil por el Prado era casi un deber. Insistía entonces, de igual modo, en que La Habana era la capital más ruidosa del mundo, no ya por el tránsito febril de sus avenidas, sino por el bullicio endémico de sus gentes y de las múltiples fábricas que daban a la calle menos adecuada. Pregones incansables y máquinas añejas sonando al unísono y sin pudor, en un mismo concierto.
Pero también la añoranza, porque su agudo olfato lo guió siempre, sin demasiada conciencia, por aquellos sitios parisinos o madrileños que le recordaban a La Habana. Y es que el tenaz paseante no pudo nunca alejar esa debilidad, casi romántica, de asociar la modesta, aunque contrastante arquitectura habanera con la de la suntuosa Europa. No había arteria que pasease ni café que visitara, que enseguida flotaba en su mente un detalle análogo en el Viejo Continente. Desde el caprichoso croquis urbano, hasta las rústicas esculturas salidas de manos locales y anónimas que descubría entre mercaderes ambulantes, animaban su imaginación. De sus calles retorcidas se aventuró a insinuar «si no se oculta una gran sabiduría en ese mal trazado que aún parece dictado por la necesidad primordial —tropical— de jugar al escondite con el sol».
Esa nostalgia, que cruzaba con peculiaridad el Atlántico en ambos sentidos, no cesó jamás. No obstante, se opuso a parecer chovinista. Con sus ensayos no pretendía exponer a ultranza, en las vitrinas de los más célebres museos, las maravillas de esa Habana que creció con él, que se extendió hacia el oeste mientras él lo hacía en años y conocimientos. Quiso tan solo ser justo con sus hallazgos y así escribió en su popular texto La ciudad de las columnas: «La vieja ciudad, antaño llamada de intramuros, es ciudad de sombras, hecha para la explotación de las sombras —sombra, ella misma, cuando se la piensa en contraste con todo lo que le fue germinando, creciendo (...) en que la superposición de estilos, la innovación de estilos, buenos y malos, más malos que buenos, fueron creando a La Habana ese estilo sin estilo que a la larga, por proceso de simbiosis, de amalgama, se erige en un barroquismo peculiar que hace las veces de estilo, inscribiéndose en la historia de los comportamientos urbanísticos. Porque, poco a poco, de lo abigarrado, de lo entremezclado, de lo encajado, entre realidades distintas, han ido surgiendo las constantes de un empaque general que distingue a La Habana de otras ciudades del continente».
Pero Alejo no suspiró únicamente por esa Habana antigua. También lo hizo por aquella que se arrincona en los brazos de la bahía y se adapta a topografías menos dóciles, como los casos de Regla y Casablanca. Esta última llamó su atención por la personalidad de sus casonas, y sobre todo por aquellos balcones con «complicados sistemas de viguetería y ménsulas» que crean la ilusión de fachadas arqueadas sobre la calle. En ellas también reconoció el urbanismo de ciertas zonas de España. Y otra vez pareciera que emulara, involuntariamente, con el glorioso poeta que creyó ver —y de seguro vio— infinidad de palmeras tejidas en las vaporosas aguas del Niágara.
Con la cadencia inconfundible de los que saben detenerse frente a la belleza, los habaneros de hoy desandan con ilusión una ciudad que resucita sin alardes. La Habana es de esa clase de urbe que regresa a la vida desde sus raíces y planea con meticulosidad cada fragmento de su nuevo maquillaje. Para que Carpentier estalle de orgullo. Para que el resto de sus caminantes, vivos y muertos, también la admiren y veneren.
Santiago también lee en verano
La ciudad de Santiago de Cuba también acogerá los libros y las Lectura de Verano. Escritores, artistas y trabajadores del Centro Provincial del Libro y la Literatura se han empeñado en dejar una huella imborrable en el público lector.
En la emblemática calle Heredia, desde Calvario hasta San Pedro, este sábado, a partir de las cuatro de la tarde, tendrá lugar un conjunto de actividades que incluyen acciones teatrales, ventas, presentaciones de libros y revistas y espacios interactivos.
El vestíbulo de la UNEAC y la biblioteca Elvira Cape, la Casa natal José María Heredia, la Casa de la Trova, la Casa del Jurista y la escalinata del museo Emilio Bacardí, servirán de sedes a intercambios con los historiadores, narradores, poetas, escritores para niños, niños escritores, trovadores y la proyección de dibujos animados y documentales sobre literatura.
Para dar cierre, la Asociación Hermanos Saíz ha preparado el concierto Cantar la palabra, donde participan poetas y trovadores de la organización en la escalinata del museo Emilio Bacardí. (Yunier Riquenes García)