La imagino de pequeña, llegando a un lugar despeinada, con una muñeca bajo el brazo y la boca en una perenne posición de asombro. La imagino casi invisible, escuchando conversaciones de adultos, hilvanando ideas al azar. La imagino asustada en las noches por el canto de un grillo o el sonido del viento contra la ventana. La imagino más preocupada en las clases de historia por el destino de los mil hombres anónimos que acompañaron a Napoleón en la batalla de Waterloo, que por el mismo Bonaparte. Y la sospecho ahora, resignada, cuando escribe estos versos: es difícil habitar el mismo sitio que abandonaron todos.
Y es que la poesía de Yanira Marimón es triste, atormentada por la realidad, preocupada por las cosas cotidianas. Los recuerdos de la infancia y su padre lejano la acechan en cada verso. Hoy reconoce que está volviéndose más conforme, aprendiendo a aceptar el destino, pues su entonces frenético deseo de acariciar la nieve se torna cada vez más distante.
Cuenta en cada verso su propia historia y la de otros sin enigmas aparentes bajo el único ritual de pensar largo tiempo en una idea antes de llevarla al papel. Sus poemas trasmiten esa eterna inconformidad del ser humano con lo que lo rodea y consigo mismo; la soledad, la necesidad de reconciliarse con el pasado, lo inevitable de repetir los mismos actos, los errores, la vida; por eso no me sorprende cuando leo: cualquier sitio me parece impropio, incluso para morir.
—En tus poemas repites con mucha frecuencia la palabra «miedo». ¿A qué tanto le teme Yanira Marimón?
—Hay un poema que contesta tu pregunta con bastante precisión. Me refiero a Cuando el miedo es el pretexto de los sueños. Me aterra la palabra manida o vacua, la que es incapaz de nombrar la pureza o el caos cotidiano, me causa miedo pensar que alguna vez puedan huir de mí el mismo miedo o la nostalgia, sin los cuales mi vida y mi escritura no tendrían sentido; le temo a la muerte y a sus múltiples rostros, no tanto a la muerte física como a la del espíritu, al paso inexorable del tiempo que nos va haciendo más frágiles, indefensos y vulnerables, le temo a los finales, al deterioro creciente de la ingenuidad y la inocencia, a las arrugas, a la angustiosa sensación de impotencia que me provoca cada edificación de mi ciudad que se derrumba. Me aterroriza la idea de levantarme un día y no poder escribir más, sobre todas las cosas.
—Tus versos remiten una y otra vez a la infancia y a las relaciones familiares. ¿Hasta qué punto tu familia y tu pasado han influido en tu carrera literaria?
—Mi bisabuela, Amelia Vento Pichardo, fue una reconocida poeta matancera de la primera mitad del siglo pasado. Escribía fundamentalmente sonetos de tema familiar y patriótico. Aún con las limitaciones para su época de ser mujer y madre de seis hijos, llegó a publicar dos poemarios, de los cuales conservo uno como un tesoro familiar. Creo que fue Amelia, abuela de mi padre, quien enseñó a este a amar y a venerar la poesía. Era ella quien lo llevaba, desde muy joven, a las tertulias literarias que a finales de la década de los 60 se efectuaban en la ciudad. Por tanto, soy biznieta e hija de poetas. Eso puede o no influir en tu vocación. En mi caso particular creo que sí funcionó.
«Estar en contacto desde que nací, y hasta los 24 años con la poesía de mi papá, fue determinante. Él me daba a leer sus textos y me decía: “Mira a ver qué te parecen, si crees que sobra o falta algo me lo dices”. Y así, desde muy joven, aprendí a valorar la poesía. Primero aprendí a valorarla, mucho tiempo después comencé a escribir, o mejor, a tomarme en serio la escritura. Mi padre leía con avidez a los clásicos, con menos avidez a sus contemporáneos. Por él conocí a Borges, a Kavafis, a Pavéese, a Baudelaire, a Miguel Hernández y a Vallejo.
«Mi papá murió muy joven y no pudo leer ninguno de mis poemas. No estoy muy segura de qué les hubieran parecido y me da tristeza pensar que nunca voy a poder saberlo. Mi niñez fue convulsa, igual que mis relaciones familiares, signadas por las despedidas, las distancias y las estrecheces económicas. «Siempre fui una niña triste, con un miedo perenne a la muerte, tanto a la propia como a la de mis familiares más allegados. Creo que todo esto me llevó a la escritura. La escritura no fue más que un medio para exorcizar mis miedos y mis obsesiones».
—Ganaste el Premio Calendario 2004 en Literatura infantil convocado por la AHS con tu libro Donde van a morir las mariposas, una noveleta para adolescentes. ¿Cómo concibes la literatura para niños y jóvenes?
—Para serte absolutamente sincera, no escribo pensando en un lector específico. Donde van a morir las mariposas se inserta dentro de la literatura infantil por la razón de que quien narra la historia (también su protagonista) es una niña de nueve años, y por tanto traté de adecuar mi lenguaje al de ella, colarme en su piel, en su cabecita. No me fue difícil, pues una de mis profesiones fue la de maestra; estuve seis años de mi vida entre niños y aprendí muchísimo de ellos, de su psicología.
«Creo que este es un libro muy serio, que penetra con cierto nivel de complejidad en la psiquis, en el mundo interior de esa niña. Donde van a morir las mariposas es la mezcla de muchas historias confluyendo en un tiempo y un espacio determinados.
«A los niños no se les debe ocultar el lado feo de la realidad. Hacerlo, en un mundo como el de hoy, donde hay tanta guerra, destrucción y muerte, sería un absurdo. Hay que ser absolutamente sinceros con ellos. Lo importante es mostrar esa realidad de una forma bella, asequible, con una dosis adecuada de humor, de simpatía. Es también una forma de decirles que lo bello existe, y enseñarlos a encontrar belleza y amor aún en las situaciones más difíciles de la vida».
—Alejandra, tu personaje principal, es una niña de nueve años preocupada por su ambiente familiar, la escuela, un amiguito que va a abandonar el país... ¿Por qué te preocupa reflejar la cotidianidad en tus textos?
—Los conflictos de esa niña de 9 años son más o menos los mismos conflictos que vivíamos los niños que allá por 1980 teníamos la misma edad. No son nuevos en absoluto. Alejandra es una niña triste que ha tenido que enfrentar sucesos desoladores como la separación familiar, el miedo, la muerte, la incertidumbre, la partida definitiva de su mejor amigo; y muchos otros que la han marcado pero que, sin embargo, la han hecho diferente, más reflexiva, mejor ser humano.
«Me importa sobre todo hacer que los niños piensen y reflexionen sobre los sucesos de la vida, en sus causas y consecuencias. Ellos deben saber que la tristeza no siempre es mala, y sobre todo, aprender desde temprano las armas más dignas con las que luchar contra los acontecimientos tristes que irremediablemente se nos interponen día a día en el camino. Por eso me interesa reflejar la realidad cotidiana en mis textos. Para intentar humildemente ofrecer armas dignas y virtuosas de resistencia, de esperanza. Además, es lo que mejor sé hacer, pues tengo una imaginación no muy aguzada. Creo que la fantasía es sumamente importante en todo tipo de literatura, fundamentalmente en la literatura infantil, pero de ello tendrían que encargarse otros».
—Eres ganadora de varios premios literarios. ¿Cuáles son los valores que tiene un premio? ¿Sueles confiar en el veredicto de los poetas que juzgan tus versos?
—Los premios de alguna forma te validan ante tus contemporáneos y, aunque eso para mí no dice absolutamente nada, es un primer paso para insertarse dentro de esa avasalladora maquinaria que es «la literatura actual de un país» o la «literatura joven actual de un país». Se puede ser un escritor multipremiado y ser un pésimo escritor, o un farsante, o un oportunista. En eso estamos de acuerdo.
«Es bueno que otros sepan que existes, que estas intentando desde tu provincia, desde tu rincón, encontrar el angosto y difícil camino de llegar a ser un escritor, con toda la dosis de autenticidad y sacrificio que ello implica. Algunos premios te dan seguridad personal o cierta seguridad económica, o te establecen dentro de un grupo o tendencia literaria. Eso no es malo. Solo que hay que tener mucho cuidado al respecto. Un premio, en muchísimos casos, está signado por razones subjetivas o extraliterarias y creo que no es conveniente confiar íntegramente en lo que otros creen acerca de tu obra. Los jueces más implacables de nuestra obra debemos ser nosotros mismos, y para ello necesitamos mucho de humildad, de constante lectura y autoperfeccionamiento.
—¿Cuál es la relación de Yanira con el mar? ¿Te atormenta vivir rodeada de agua?
—Hubo una etapa de mi niñez que transcurrió muy cerca del mar. Entonces este era para mí símbolo de libertad. Con el paso del tiempo, el mar ha tenido para mí otros significados no tan idílicos. Tengo con él una relación de odio-amor. Supongo que todas las criaturas de esta Isla hayan sentido alguna vez lo mismo. El mar me evoca sucesos tristes como la muerte o las despedidas, y al mismo tiempo necesito estar cerca de él para respirar verdaderamente. He estado en lugares relativamente alejados del mar, como la ciudad de Camagüey, y siento que debo salir rápido de allí o me asfixio.
—¿Por qué te persigue la sombra infinita de los vencidos? ¿Acaso te consideras una vencida?
—Todos somos mortales y, por tanto, todos somos vencidos. Al menos eso es lo que creo en primera instancia. Lo que puede diferenciarnos a unos de los otros es la forma, el grado de dignidad con el que transitamos por la vida, lo que podemos legar a la humanidad; el grado en que otros pueden llevarnos en su memoria. No creo que todos tengan conciencia plena de ello. Hay quienes pasan por la vida como si esta fuera un carnaval. No los critico. Esa es su forma de vivir. Pero la vida es lo más lejano posible de un carnaval. De eso estoy totalmente convencida. En cuanto a mi interés por los vencidos, pues sí, me interesa la gente sin historia aparente, que son en definitiva los verdaderos protagonistas de la Historia; me interesan los pobres, los tristes, los desesperados, los marginados, los que ni tan siquiera tienen conciencia de su condición.
Estoy de acuerdo con Borges en que no existe un acto ni un sueño que no proyecte una sombra infinita. Por eso creo fervientemente, con toda mi alma, en la infinita sombra de los vencidos».
—Oscar Wilde escribió «Todo arte es completamente inútil». ¿Compartes su opinión o crees en la utilidad del arte?
—Hay días en que descreo totalmente en la utilidad de la literatura como fin, como propósito. Por suerte, eso sucede solo a veces, cuando estoy muy desanimada o cuando veo la perfección de la naturaleza y me siento muy pequeña, muy inútil para poder captar con palabras tanta magnificencia. Entonces creo que las palabras son incapaces de nombrar algo. Sin embargo, la mayoría de las veces creo en la fuerza enorme de la palabra, de la poesía; en su papel redentor. Todo acto de auténtica creación, para mí, es sublime. Entonces la literatura es útil porque puede hacerte mejor ser humano. ¿Has visto mejor utilidad que esta? Como dijera el escritor español Jorge Riechman: «Sería de una imperdonable ingenuidad confiar la salvación del mundo al poder del poema, pero sería un terrible error olvidar que no hay poema que deje el mundo intacto».