Clementina Piñeiro Área, con 103 años de vida, asegura que a su edad todo es simple, y lo más sagrado son la salud y la familia. Autor: Yahily Hernández Porto Publicado: 31/08/2022 | 08:17 pm
CAMAGÜEY.— La historia que les narro posee el síndrome de la belleza longeva. Un encanto que aflora, seduce y atrapa desde la plenitud de la sabiduría de lo vivido, luego de 103 primaveras cumplidas.
No tengo la certeza de que exista en toda la extensa llanura agramontina alguien con más años que Clementina Piñeiro Área, ni que posea una memoria tan pródiga luego de más de un siglo de existencia. Ha sido la entrevistada más longeva durante mis dos décadas de ejercicio reporteril, y una de las experiencias más extraordinarias. Beber de su sapiencia es todo un lujo profesional.
«Los años pesan, y este calor de vez en vez me pone media ida. Hoy es uno de esos días que recuerdo casi todo, hasta cuando era una muchachita, allá en el campo», me dijo con voz acompasada, cargada de ese atractivo que asombra por su acento tierno y delicado.
La anciana nació el 3 de mayo de 1919 en el poblado El Ecuador, finca Santa Rufina, muy cerca de una zona conocida como Carrasco, en el municipio de Najasa.
Desde su actual hogar principeño, enclavado en el corazón más antiguo de esta ciudad colonial, en la calle Lugareño, esquina San Clemente, Clementina nos da la bienvenida junto a su hijo, Rogelio Blanco Piñeiro, de 79 abriles, y su nuera, la hija que nunca tuvo, Eida García Álvarez, de 68 años.
En su pequeña salita se acomoda en un añejo e inseparable balance de madera, y un tanto recelosa por la cámara insistente que le toma algunas fotos, abre su pasado y presente para enamorar con consejos y anécdotas.
«Recuerda bien lo que te digo: la vida es una historia, es más que números…», fueron sus primeras palabras, mientras Rogelio, el único de sus tres hijos a quien la vida le ha permitido cuidarla, sugiere un diálogo sin tecnologías, en familia, «porque "la vieja" no entiende de esas cosas».
Así comenzó nuestra sobremesa, justamente a las cuatro de la tarde con esta abuelita, quien como un reloj y luego de dormir su siesta degusta su merienda, «la que no deja a un lado ni bajo huracanes», dijo sonriente Rogelio, mientras Eida le sirve el jugo y las galletas.
«Ella es como nuestra niña y aunque la cosa esté compleja, nosotros nos las arreglamos para que no le falte nada. Yo hago cositas sencillas, como cuidar bicicletas y motorinas frente a la casa durante el día y mandados a mis vecinos, mientras que Eida hace sus costuritas en la máquina para sumar quilitos a las chequeras. Hacer por la familia me hace sentir como un roble, y útil», comentó sonriente.
Si se razona con detenimiento, en este hogar camagüeyano hay muchos años de experiencia acumulada. Tres adultos mayores se acompañan, se ayudan y se consienten unos a los otros. Ellos se aman y miran hacia el futuro desde su fortaleza por lo vivido, sus mañas y costumbres casi ancestrales, como la de no dormir tarde ni comer fuera de horas.
Desde ese enfoque hogareño de humildad sobre el tener y la intensa calma que muestra la senectud, la centenaria mujer, aún sin terminar su manjar, vuelve a sorprender en cortas palabras: «Hijo, déjame hablar que luego puede que se me olviden las cosas», jaranea, al tiempo que afirma: «Yo he vivido mucho, pero no tanto…. A mi edad todo es simple. Cuando uno está viejo muy pocos se acuerdan, porque algunos ya no están y otros no pueden ni caminar, y lo más sagrado son la salud y la familia. Esa es la pura verdad».
Continuó inalterable: «Aunque, para ser sincera, cuando más solitos estábamos en casa por esa enfermedad mala, vinieron los médicos y me vacunaron. De un tiempo para acá me han pinchado como 11 veces y me dijeron que todavía faltan otras. ¡Y mira tú!, yo sí me las pongo todas y me porto bien, porque si no el hijo me regaña. A él y a Eida también los han vacunado, y ni catarros cogemos.
«Tengo una amiga que siempre viene y me ayuda, rezamos juntas y damos gracias a Dios porque la salud siempre nos acompañe. A mi edad hay que agradecer mucho a la vida».
— ¿Se acuerda de su infancia?
—Trabajo, pobreza y más trabajo. Teníamos una estancia y había que sembrar, criar y andar los campos para comer. Había que sudar y doblar la espalda… Éramos analfabetos: estudié luego un poco, con los años, para salir de casa. En mi juventud también fui dependienta, y fíjate que fue a mí a la que le dieron la chequera, por eso con mi dinerito ayudo en casa».
— ¿Se fue de casa usted?
— ¡No, qué va! Bueno… me casé. La mujer no tenía para más. Tuve dos matrimonios y tres hijos.
Clementina, madre de tres hijos, fue golpeada por la vida. El hijo mayor hace mucho que ya no está, y el más pequeño, Carlitos, falleció en 2014 con 58 años de edad. «De esos golpes una nunca se recupera, aunque siempre llega la conformidad», aseguró.
—De su vida, ¿qué recuerda con agrado?
—Los niños… esa infancia es linda; y mi nieto, que también está lejos y trabajando allá en el campo. Él es mi vida y no me olvida. Yo hasta me leo las «cartas», que están allí en la mesita, para saber cuándo viene de ese monte. La vida me dio esa gracia y yo la uso cuando tengo la corazonada para saber de mi nieto, que quiero mucho.
—¿Por qué la vida es una historia, más que números?
—Porque siempre sorprende, y porque no somos números, sino personas, aunque peinemos canas.
Luego de casi dos horas de diálogo la centenaria señora, agotada por el esfuerzo, se disculpó con esta «curiosa mujer que quiere saberlo todo», como me dijo amablemente, al tiempo que me dio las gracias por la visita y por la conversación, que la hizo retroceder unos 90 años atrás, cuando era una muchachita: «Ahora te dejo con mi hijo y mi nuera, porque debo bañarme y refrescar para, a las seis de la tarde, cuando toquen mis campanas de la iglesia, tomar mi sopita, que a Edita le queda buena».
El casi octogenario señor la ayuda a levantarse de su asiento, no sin antes Clementina bendecir a toda su familia, amistades y la tranquilidad de su hogar.
Desde ese escenario de paz y sencillez el hijo abraza a su madre y luego de unos minutos retoma la conversación, junto a Eida, quien insiste en un tema cercano a su familia: «La vejez sin ayuda, en solitario, no es fácil. Creo que hay que tocar a cada adulto mayor, ver cómo viven, a pesar de tener una chequera que lo proteja y ampare; incluso más allá de si vive solo o acompañado».
Para Rogelio lo más importante es asumir esta etapa de la vida con beneficios, no solo monetarios: «Un adulto mayor como mi vieja requiere de una ayuda diferente. Por ejemplo, como ella no padece de ninguna enfermedad no recibe ninguna dieta alimentaria, y no es justo. Los abuelos centenarios deberían tener otro tratamiento. Yo estoy muy agradecido con la atención y ayuda recibidas durante la pandemia».
—El nuevo Código de Familia, que el 25 de septiembre defenderemos en las urnas, protege y da prioridad al adulto mayor y a familias como la suya. ¿Qué opinión tiene al respecto?
—Decirte que entiendo y acepto todo sería mentirte, pero a mis casi 80 años he aprendido con creces a respetar a todo el mundo con sus diferencias, para que el mundo también me respete a mí con las mías. La vida me ha demostrado que de quien menos uno lo espera llega la mano solidaria, la que te ayuda, y eso es lo más importante.
«Yo tengo mucha suerte que mi familia sea unida y convivamos entre la paz y el amor, y eso es lo que más me importa. Pero el Código era necesario porque se están viendo cada cosas entre las familias, esas en las que los abuelos y los niños quedan en desventaja. En eso pone su mirada y protege a quien más lo necesite».
Así es esta familia camagüeyana integrada por Eida García Álvarez, de 68 años; Rogelio Blanco Piñeiro, de 79 abriles, y la abuela Clementina.Foto: Yahily Hernández Porto.