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Aprender a ser padre

No se nace con la predisposición genética de la paternidad responsable, es algo que se va forjando, sobre todo con hechos

 

Autor:

Osviel Castro Medel

Por suerte, aquella imagen retrógrada del hombre intolerante, presto a emplear el cinto o el castigo enérgico para ejercer «respeto», va quedando en el olvido.

Tal vez fue una falsa construcción social esa que a menudo dibujaba al padre estrictamente recio, lanzador de miradas capaces de taladrar el cuerpo o de imponer silencios; pero lo cierto es que en no pocas ocasiones se dibujó al progenitor como un monarca hogareño con un cetro fuerte.

«La figura del padre era sagrada, dura e intocable. Había que bajar la cabeza cuando te hablaba, aunque no tuviera la razón», me dijo una persona longeva para referirse a esos tiempos en que la cultura del patriarcado se enseñoreaba en nuestro entorno.

En él recaía, como regla, el sostén económico, los trabajos de fuerza y otros tareas marcadas para «machos», ajenas casi siempre a la cocina, a los quehaceres domésticos o, por ejemplo, al peinado de las niñas. Era, en no pocos casos y casas, el que decía la última palabra.

«El padre debe ser el amigo, el confidente, no el tirano de sus hijos», aconsejaba al respecto, desde el siglo XIX, el filósofo y sacerdote italiano Vincenzo Gioberti.

La recomposición de la familia (crecida con diversos modelos y en la que no siempre estaba el rostro masculino) y el desarrollo de la sociedad, con el cual se empezaron a borrar estigmas o roles históricamente asignados al padre o la madre, ayudaron a ver al primero de otro modo. Acaso menos duro, más humano y versátil.

No obstante, todavía hoy existen personas que abogan por esa supremacía masculina, algo que no está exento de polémica. «Cuando hay un padre en la casa, este se convierte en un referente, se suele eliminar la sobreprotección, los niños aprenden de sus ademanes y hay complementación del cariño que le das; lo digo desde mi experiencia de madre de un varón y dos hembras», me comentó una mujer que rebasa los 40 años.

«Si el padre está, bien; pero yo eduqué sola a mis dos hijos desde que eran pequeños y no pasó nada extraordinario por eso. Yo creo, incluso, que por él no estar crecieron más fuertes», me respondió por su parte Ada Fonseca, quien ya rebasa las seis décadas de vida.

En cualquier caso, lo más importante sería asumir que la paternidad cambió respecto a centurias anteriores y en pleno siglo XXI no debe encasillarse en un solo arquetipo.

Si el soldado William Smart fue capaz de criar en solitario a sus seis retoños (algo que inspiró a su hija Sonora a homenajearlo y celebrar el primer día de los padres en 1910), hoy hay ejemplos masculinos de extraordinaria responsabilidad parental, que pueden emular con la de aquel estadounidense.

Un amigo entrañable quedó cuidando a sus dos hijas mellizas durante seis años mientras su esposa cumplía misiones internacionalistas. Y lo hizo cuando eran pequeñas, en edades difíciles, una tarea que en otro tiempo hubiese sido mirada como imposible.

Recuerdo que en mis tiempos escolares los maestros bromeaban diciendo que en vez de reuniones de padres se celebraban «reuniones de madres, por cuanto eran las mujeres las predominantes en ese tipo de encuentros. Hoy, cuando he ido a las escuelas de mis hijos, veo una proporción similar de padres y madres, y en ocasiones prevalecen los primeros. Sin llegar a una conclusión científica, eso dice que algo se está transformando para bien.

«Si bien el nuevo Código de las Familias equipara significativamente el rol del padre con el de la madre, no podemos perder de vista que existen patrones y estereotipos arrastrados de una cultura machista en la que se ve con menos responsabilidades al hombre», me explica el sociólogo Noel Lara Sarmiento, con más de 20 años de experiencia en su profesión.

Como bien él señala, no se nace genéticamente con la predisposición de ser un buen padre; es un proceso de aprendizaje, condicionado por el contexto, el ambiente, las personas que nos antecedieron y otros factores.

Por azares del destino no he podido vivir durante mucho tiempo bajo el mismo techo de mis hijos. Y eso me golpea, más ahora cuando escribo estas líneas. Solo me reconforta un poco saber que no he buscado la intolerancia del retrógrada, pero sí la exigencia en todo tiempo; que he procurado atender sus preocupaciones y necesidades, acudir a su llamado inmediatamente, enseñarles que hacer el bien es lo primario, abrazarlos más allá de un fin de semana, amarlos por encima de distancias y palabras.

Verte más grande

Este mes siempre me desafía, me lleva a escribir sobre árboles frondosos sobre los que nos recostamos muchas veces, hasta que se fueron, aunque no de raíz.

Junio siempre me invita a evocar a los que partieron a lejanas tierras con una foto de sus hijos en el bolsillo más íntimo y luego, al retorno, lloraron por el abrazo y el crecimiento de los suyos.

Este mes me transporta a los regaños por las travesuras conocidas, al paseo inventado a un manantial invisible, al horizonte donde supuestamente se infiltraba el sol cada tarde, al beso con sabor a gloria cuando me dejaban en la puerta de la escuela.

Junio me trae tantos pasajes y anécdotas a la memoria, que desconfío al extremo de la crónica que pueda resumir esas vivencias atesoradas a lo largo de tiempos únicos.

Pero desde hace cinco años junio es para mí diferente. No puedo, no sé evitar la lágrima o el suspiro más intenso porque precisamente antes de un aguacero marcado en el almanaque mi padre partió de este mundo.

Él me lo había dicho infinidad de veces con el lenguaje de sus ojos, pues no podía articular palabras, abatido por la invalidez, después de un accidente cerebrovascular.  Me lo había repetido mientras rociaba su boca con mis nervios y mis miedos, y su respiración se huracanaba, sus venas disminuían… como presagios del final.

Aun así solo pude creerle aquel lunes, ocho días después del Día de los Padres. Porque, por más grave trance en que se encuentre un ser amado, la esperanza de superar al destino no se aleja jamás. Y se tiende a alimentar el futuro, aunque esté próximo el golpe concluyente.

Desde entonces vivo con ciertos pesares que me calan los huesos por no haber entendido mejor cada paso, yerro, conflicto o palabra de mi padre; por disminuir sus consejos cuando vino una turbulencia, por no haberlo acompañado mucho más tiempo, cuando se quedó en soledad por voluntad propia.

Siento que debí arroparlo y mimarlo más, buscar sus raíces, razonar de dónde había venido y hacia dónde iba. Ponderar su historia, beber del paisaje de su mirada, imitarle sus deseos de caminar, aunque fuese imposible.

Siento que debí adivinar sus deseos más allá de los minutos del baño o la comida, que precisaba otras cuotas de calma para comprender sin pestañear una necesidad biológica, que en toda época me iba a hacer demasiada falta.

Desde hace un lustro vivo mucho más convencido de que los padres son, igual que nuestras progenitoras, astros que necesitamos cuidar mejor para que sus luces nos duren por encima de circunstancias y de quebrantos.

Junio siempre me llega con olores y gestos que ya no tengo. Me llega para reafirmarme que los padres son más que hombros imprescindibles en la hora del aprieto y más que oídos en el instante del secreto mayor. Me llega para apretarme el pecho y las entrañas y recordarme la bella sentencia anónima, nunca mejor traída a estas páginas: «Tengo recuerdos de niño en los que te veía gigante, hoy que soy adulto… Te veo aún más grande».

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