Aquella noche del 31 de diciembre de 1958, el periodista Alejandro Vilela durmió poco. Al filo de la madrugada, en medio del sueño más profundo, lo despertó una llamada por teléfono. Era su jefe, Jorge Bourbakis, el director de Radio Reloj: «Vilela, ¿cómo estás?».
El reportero debió respirar más hondo para apartar la pesadez del descanso. A pesar de las costumbres de la fecha, Vilela se acostó temprano, después de jugar una partida de dominó en casa de una amistad.
Era fin de año, se debía trasnochar hasta la mañana siguiente; pero a cada rato por los barrios de La Habana se escuchaban disparos o el estallido de una bomba. No era un ambiente de fiesta; por lo que decidió volver a su casa. Sin embargo, todo el letargo desapareció al instante cuando escuchó: «Hace falta que vengas para acá».
Los teléfonos del edificio de la CMQ, donde se ubica la emisora hasta el día de hoy, se encontraban intervenidos por la policía. Por eso, aquellas palabras muy precisas a esa hora de la madrugada, sin brindar mayores detalles, eran una señal de que pasaba algo muy grande. La certeza definitiva, no obstante, la tuvo al empujar la puerta de la emisora y encontrarse con la Redacción convertida en una vorágine.
El magistrado Carlos Manuel Piedra trató de formar un Gobierno con Cantillo como jefe del ejército. El intento solo duró unas horas. Foto: Archivo Bohemia.
«Vilela —dijo Bourbakis—, parece que Batista está saliendo de Cuba en este momento. Hace falta que lo confirmes». Como atendía las noticias policiales, Vilela había descifrado los códigos de los patrulleros, por lo que tenía identificado el número en clave de los vehículos de los principales jefes, y con un poco de atención podía descubrir lo que pasaba en cualquier lugar.
Se sentó ante el receptor y de inmediato descubrió algo extraño. A esa hora los autos de los principales jerarcas reportaban desde la pista de aviación de Aerovías Q, una línea privada con vuelos frecuentes a Estados Unidos, ubicada en el área del campamento militar de Columbia. En las voces se notaba nerviosismo, y cuando un subordinado pedía instrucciones, sus jefes ordenaban interrumpir la comunicación y llamar de inmediato por teléfono.
De repente, un operador hizo una breve alusión al carro uno. Vilela frunció el ceño: ¿el uno? Ese era el de Batista. ¿Por qué a esa hora el auto se encontraba en el aeropuerto sin haberse anunciado el viaje?
Pasadas las 3:00 a.m. la planta enmudeció. Solo se escuchaba una transmisión ocasional, y aquel silencio era muy grande en comparación con la agitación escuchada minutos antes. Con todo, una pregunta se mantenía en el aire: si todos los jefes fueron al aeropuerto, ¿por qué no reportaban el regreso, como era habitual?
Vilela se apartó del receptor y al virarse vio que todos en la Redacción estaban delante de él. No se escuchaba nada. Con los hombros encogidos, anunció: «Bourbakis, creo que, efectivamente, Batista acaba de salir de Cuba».
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Unas horas antes, pasado el horario de la cena, el sargento Jorge Tasis, del Buró de Investigaciones, transitaba en su auto Ford Falcón por las calles de La Habana. Hacía frío y, salvo los disparos ocasionales escuchados a lo lejos, nada parecía perturbar el recorrido del oficial.
De pronto, por la radio se escuchó una orden tajante: «Todos los carros del Buró, reporten urgentemente al puesto». Un llamado así era por algo inusual, y Tasis apretó a fondo el acelerador del auto. En ocho minutos llegó al edificio de la sede, en la intersección de la calle 23 y el puente del río Almendares.
El lugar era un torbellino, y por todas partes había carros con las puertas abiertas y oficiales armados, como si se fueran a la guerra, pero vestidos de civil. El jefe del Buró de Información, el coronel Orlando Piedra Negueruela, apareció con su escolta, y a una señal, una caravana de vehículos se lanzó a toda velocidad hacia el edificio de la Fuerza Aérea en el campamento militar de Columbia.
Piedra se bajó del auto y se apartó del grupo. A los diez minutos regresó sofocado y dijo: «Solo los que yo mencione de esta lista entran conmigo. Los demás, regresen a sus servicios». En el listado se encontraban los principales oficiales señalados por sus crímenes y considerados como los más buscados por la clandestinidad en Cuba.
Antes de que pasaran al campo de aviación, Piedra ordenó: «Dejen sus armas aquí». A Tasis no lo mencionaron, pero un coronel de apellido Medina le ordenó entrar. Camino a la pista, Tasis sintió el ruido de dos C-54 con sus cuatro motores encendidos. Estaban iluminados por dentro y con las escalerillas de pasajeros pegadas a las puertas. Por los alrededores estaban otros tres aviones con sus turbinas encendidas. Cinco minutos después, tres autos llegaron a toda velocidad y Batista salió de un Cadillac de colores oscuros. Sin detenerse, y casi sin reparar en las voces de mando de presentar armas, subió al primer avión, ubicado a unos 500 metros del edificio de la Fuerza Aérea. Junto con él iban su hijo mayor, Jorge; su cuñado, el general Fernández Miranda, cuatro escoltas y una comitiva de 36 personas.
Ya en los últimos peldaños, se viró hacia el general Eulogio Cantillo Porras, jefe de operaciones en Oriente, y dijo: «Cantillo, llama enseguida al magistrado Piedra. Convoca a una conferencia del bloque de prensa. Comunícate con la Embajada americana… ¡No dejes de seguir mis instrucciones!».
Posiblemente, Tasis no pudo contener un hormigueo en el cuerpo. Por el segundo C-54 entraba el jefe del ejército, el general Francisco Tabernilla Dolz, con su familia y unas 40 personas. A los pies de las escalerillas todo era agitación y es posible que el sargento —como muchos aquella noche, aunque en otros lugares de La Habana— no haya podido contener unas palabras que se apretaron en su mente: «¿Pero qué coño está pasando aquí?».
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Quizá todo comenzó el 9 de diciembre de 1958, cuando Batista recibió en su finca Kuquine a William D. Pawley, exgerente de la Panamerican Airways en Cuba. Pawley era su amigo y un hombre que pasó parte de su infancia en la Isla.
Durante la conversación, como de soslayo, mientras hablaban de la situación del país, el americano, considerado también una persona cercana al presidente Eisenhower, sugirió al dictador que renunciara y saliera con su familia hacia su residencia en Estados Unidos, en Daytona Beach.
«Nadie te molestará allá», insistió. Batista se negó. Dijo que, por su honor, se mantendría en el poder hasta el 24 de febrero de 1959, cuando se entregara el mando al presidente Andrés Rivero Agüero, quien fue elegido en unas votaciones amañadas y con poca participación.
El teniente coronel Esteban Ventura Novo entró a punta de pistola en el avión donde huía el dictador. Foto:Archivo de JR.
A pesar de la cordialidad, Batista debió sentir que aquel intercambio no era ni tan personal ni mucho menos tan privado. Y no estaba equivocado: a su regreso, Pawley preparó una nota para el Departamento de Estado en la que refirió todo lo conversado en Kuquine. El informe del magnate coincidía con el reporte de otras personas, que, por instrucciones ocultas de Washington y con la indicación de que todo se viera como una inquietud de amigos, recomendaron al dictador la posibilidad de renunciar, pero encontraron en todo momento una negativa rotunda.
Al día siguiente de la visita de Pawley, el embajador de Estados Unidos en Cuba, Earl T. Smith, viajó para una reunión con los principales ejecutivos del Departamento de Estado para América Latina. La preocupación no era solo sobre el presente, sino también sobre el futuro.
Los análisis de inteligencia no eran favorables, y para el día 16 circularía un reporte secreto en el que se pronosticaba que para el 23 de diciembre la provincia de Oriente debería quedar aislada del país, y su cabecera, Santiago de Cuba, cercada por el Ejército Rebelde.
La Junta Militar o un Gobierno provisional era lo más favorable; pero Batista debía ceder el poder y no quería hacerlo. El 14, ya en Cuba, Earl T. Smith recibió un telegrama con una instrucción clara: debía informar al dictador que ya no contaba con el apoyo de Estados Unidos.
El mensaje se dio en el despacho de la finca Kuquine, donde sobresalía un teléfono de oro macizo, regalo del presidente de la Compañía Cubana, filial de la gigante norteamericana ITT. Con el doctor Gonzalo Güell como testigo, en su doble condición de primer ministro y ministro de Relaciones Exteriores, Smith transmitió la posición de su Gobierno. Sin embargo, el punto más claro y el más terrible para Batista apareció al final, cuando el diplomático advirtió que su familia sí, pero que él en específico no podía entrar a Estados Unidos. «Quizá en seis o siete meses pudiéramos darle la visa», dijo. A lo mejor…
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El juego en grande comenzó siete días después. En la tarde del 22 de diciembre de 1958, el jefe de la guardia, el coronel aviador Cosme Varas, entró al despacho privado de Batista en el tercer piso del Palacio Presidencial.
«Coronel, localíceme al general Silito», ordenó el dictador. Esa orden, que después se conocería por el cabo Silverio Hertman, uno de los operadores de las comunicaciones en Palacio y colaborador del Movimiento 26 de Julio, se cumplió a los pocos minutos.
«El general Tabernilla está en la Jefatura del Regimiento Blindado y está esperando por la micro, presidente», informó Cosme Varas. «Dígale que me vea sin falta en la residencia a las diez», ordenó Batista.
A las 10:00 p.m., con una exactitud germana, el general de brigada Francisco (Silito) Tabernilla Palmero, ayudante militar de Batista y jefe de los blindados, entró a la casona del campamento militar de Columbia. Allí recibió un listado. Escuchadas las instrucciones, marchó con rapidez a su oficina para encerrarse con su ayudante, el capitán Martínez, quien era mecanógrafo. La lista se volvió a pasar a máquina para quitar nombres e incluir otros.
Terminado el trabajo en plena noche, y agitado por lo que venía, se dirigió a la casa de su padre, el general Francisco (Pancho) Tabernilla Dolz, jefe del ejército. Apenas entró, sin mucha ceremonia, anunció: «Se va».
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La jugada de la fuga sería a dos bandas. Por un lado, se mostraría una resolución firme. Por el otro, por debajo del telón, se organizaría un golpe donde Cantillo tomaría el mando del ejército y negociaría con el Ejército Rebelde para ganar tiempo y formar un Gobierno presidido por el doctor Carlos Manuel Piedra, el magistrado más antiguo del Tribunal Supremo.
El coronel Ramón Barquín Pérez, quien cumplía prisión en Isla de Pinos por haber dirigido en 1956 un intento de rebelión bajo un movimiento conocido por Los Puros, sería puesto en libertad a las 2:30 a.m., después de confirmada la huida del dictador. La misión de Barquín sería tomar el control del ejército y el Gobierno, y detener la Revolución. Como parte del plan, el 28 de diciembre Cantillo se entrevistaría con Fidel en Oriente, con el propósito de organizar un levantamiento. A Batista, por supuesto, se le tendría informado de todo.
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El miércoles 31 de diciembre de 1958, cuando sonaron las 12 campanadas de la medianoche, Batista apareció sonriente en el salón de la residencia presidencial de Columbia. Un sirviente destapó una botella de champán y el dictador alzó la copa. «Feliz año nuevo, señores —dijo—. ¡Salud! ¡Salud!».
A los pocos minutos, todavía en medio de los saludos, el primer ministro Gonzalo Güell avisó: «Señor presidente, los dominicanos esperan». Era la señal. Batista se excusó y dijo que regresaría de inmediato. Al poco rato un coronel ayudante se acercó al presidente del Senado, Anselmo Alliegro Milá: «Doctor, el presidente le ruega que baje». Alliegro pensó que era para unos tragos y le pidió a Rivero Agüero que fuera con él. El militar fue cortés, pero firme: «Usted solo, doctor».
Al pasar por la antesala del despacho quedó boquiabierto: el jefe del Servicio Militar, general Pérez Coujil, bañado en sudor, tenía un pie puesto encima de una maleta y con la ayuda de varios oficiales trataba de cerrarla. El otro asombro lo tuvo al entrar en la oficina: Batista, rodeado de altos oficiales y con el rostro violáceo, firmaba un documento.
«¡Alliegro, estos señores me han dado un golpe de Estado!». El Presidente del Senado sonrió: «Señor presidente, querrá usted decir un golpe militar»… «Alliegro, llámelo como usted quiera; pero es un golpe y yo renuncio».
El político empezó a respirar agitado, mientras el general José Eleuterio Pedraza se le acercaba con un brillo burlón en la mirada. En una mano llevaba un papel y en la otra un bolígrafo. Al oído le susurró: «Firme rápido, antes de que la tropa se entere de que este hombre se va».
Se escuchó el timbre de un teléfono. Batista lo tomó y enseguida colgó. «Buenas noches, señores», dijo. Al salir tomó del brazo a Andrés Rivero Agüero. «¡Vámonos!», dijo con rudeza. El presidente electo preguntó agitado: «¿A dónde?». «¡No preguntes! ¡Al extranjero! ¡Ven conmigo que te matan a ti también! Avísale a tu mujer». Y vociferó: «¡Martha, levanta a la niña!».
El general Francisco Tabernilla Palmero preparó el listado de la fuga del 31 de diciembre de 1958. Foto: Archivo de JR.
A punto de despegar, en la puerta del avión se escuchó una pelea. El capitán Alfredo J. Sadulé, el ayudante militar encargado de controlar la entrada, forcejeaba con el teniente coronel Esteban Ventura Novo, jefe de la Quinta Estación de Policía y uno de los mayores asesinos del país. Ventura había quedado fuera del listado e intentaba entrar a punta de pistola. «¡A mí no me embarca nadie!», gritaba. Batista lo dejó entrar.
En ese momento, mientras el avión tomaba rumbo a República Dominicana, en Yaguajay el capitán Alfredo Abon Lee soportaba un fuerte asedio dirigido por el comandante Camilo Cienfuegos. En Santa Clara las fuerzas del regimiento Leoncio Vidal empezaban a verse rodeadas por los guerrilleros dirigidos por el Che en medio de una urbe llena de olor a pólvora y ensombrecida por el humo negro de los bombardeos. En Oriente, Fidel cercaba a Santiago de Cuba y la ciudad se mantenía en vilo a la espera de los combates. En Guantánamo, Raúl ultimaba los detalles para el asalto final a la ciudad.
En las mazmorras de la dictadura se sentía la fresca sangre y los gritos de los torturados, aún con las fiestas de fin de año, y en la pista de aviación de Columbia, hasta donde alcanzaba la vista, se veía un bosque de maletas y autos abandonados en la noche más fría y corta del mundo. La guerra en Cuba había terminado. Era el 1ro. de enero de 1959.
Fuentes consultadas:
Álvaro Prendes Quintana: Prólogo para una batalla.Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1988.
Mario Kuchilán Sol: Fabulario. Edición Huracán, La Habana, 1972.
Bohemia, edición especial de la Libertad, enero de 1959.
Norberto Fuentes: El compañero Silito, en Libreta de Apuntes, blog de Norberto Fuentes, 20 de enero de 2015.
Alejandro Vilela: La fuga de Batista de Cuba: Radio Reloj fue el primero en confirmar la huida del tirano. En Cubadebate, miércoles 5 de agosto de 2009
Documentos sobre la caída del Gobierno de Batista, noviembre-diciembre de 1958. Departamento de Estado de los Estados Unidos, Oficina de Historia. Https://history.state.gov/historicaldocuments/frus1958-60v06/ch4.
Textos de Ciro Bianchi publicados en Juventud Rebelde.