Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El pueblo donde mandan las mujeres

Algo pasa en Las Bocas, una distante comunidad holguinera donde casi todos los puestos de importancia fueron copados por las féminas

Autor:

Liudmila Peña Herrera

LAS BOCAS, Gibara, Holguín.— Antes, cuando Inocencia Rodríguez veía llover desde su portal, auguraba con fe: «Hija, ahora sí van a pasar cosas buenas». Sonaba profética la señora que no pudo ver lo que sucede hoy en Las Bocas, pues la muerte la sorprendió a los 92 años. Pero su hija Miriam Expósito, directora del Centro Mixto IV Frente Oriental, mira la tierra todavía húmeda y confirma el presagio de su madre, porque el poblado parece «nuevecito de paquete», gracias a un proyecto territorial que les ha devuelto vitalidad a las principales instalaciones.

A 18 kilómetros del municipio de Gibara, en este consejo popular (CP) comparten sueños cerca de 8 000 habitantes, y aseguran que las mujeres son protagonistas. «Fíjese, periodista, que el 71 por ciento de los cargos en los sectores de la administración pública y en las formas productivas, están ocupados por mujeres», apunta Teresa Míguez, al frente de la Federación de Mujeres Cubanas en el municipio gibareño. Y le creo, al verlas andar con sus uniformes azules y zapatos «a la moda», rumbo al preuniversitario, soñando con ser doctoras; o cuando intento arrancarles sus historias, contadas desde la modestia de quien no aquilata su propio heroísmo cotidiano.

El sacrificio vestido de mujer

A Miriam la encontré ataviada con ropa de trabajo, pidiendo disculpas «por la facha», pues la institución que dirige fue restaurada y entonces se daban los toques finales. Ella, que vive en el barrio de El Bambino, a seis kilómetros  de donde labora, no esconde que ser mujer y dirigente es tarea difícil: «Salgo de mi casa a las 5:30 a.m., y a esa hora camino dos kilómetros hasta la carretera, para coger lo que pase hacia el pueblo».

Y «lo que pase» puede ser tan relativo como una guagua, un carretón, una «lambada», una bicicleta, una moto y, en el peor de los casos, nada. Sin embargo, es gratificante para esta mujer de 51 años que «los cobradores de los camiones particulares no me pidan los cinco pesos luego de saber que soy la directora de la escuela», reconoce.

Valentina Martínez es una «feliciana de la vida». A sus 61 años esta bodeguera no se queja de casi nada, aunque señala que «aquí lo que más falta hace es una guagua». Lo dice quien, hasta no hace mucho, recorría seis kilómetros a pie, «porque yo trabajaba cubriéndoles las vacaciones a las dependientas en Limones y en El Tumbadero. A veces hasta me cogían las nueve de la noche en la parada», cuenta.

Parece como si las distancias quisiesen comprobar la constancia femenina, pues para Maritza Rodríguez, directora de la fábrica de tabacos unidad empresarial de base Fabio Delgado, lo más complejo no es lidiar con los problemas y necesidades de sus 65 trabajadores, sino los cuatro kilómetros que debe salvar desde Limones hasta los predios de la tabaquería, en la cabecera del CP. «Me levanto a las 4:30 a.m. cuando vengo a la fábrica, pero cuando debo ir a Holguín tengo que levantarme una hora antes. Vengo y voy a pie». Y añade: «Además, tengo que atender a mis padres, que son dos ancianitos, pero he logrado acomodar mi vida para resolver las dificultades».

La doctora Lilibet Ortiz, de 27 años, labora en el remozado consultorio médico 29, que funciona como cuerpo de guardia las 24 horas, y no tiene menos sacrificios que contar, aunque solo lleve tres años de graduada. «Trabajé en El Tumbadero y era supercomplicado, porque en tiempo de lluvia había que ir bajo agua, atravesar las cañadas crecidas, por caminos de difícil acceso», rememora la muchacha que labora hoy en un sitio con todas las condiciones médicas básicas y un confort (mobiliario nuevo, ventiladores, televisor, refrigerador) que muchos consultorios urbanos envidiarían.    

Más lejos, en el barrio El Uso, Migdalia Santos preside la junta directiva de la Cooperativa de Crédito y Servicios (CCS) Felipe Gutiérrez. Reconoce que al principio tuvo miedo, que «por eso no quería asumir el cargo, porque no sabía cómo me iban a aceptar los asociados. Pero aprendí a llegar al campesino, conversar con él y ganarme su comprensión, aunque a veces no tenga siquiera los recursos que necesita», narra esta mujer de 41 años que ha sido, además, delegada de su circunscripción durante 12 años.

De su empeño han resultado nuevas instalaciones y servicios para la cooperativa, como oficinas, un almacén y un salón de reuniones que sirve también como espacio recreativo. Su esmero parece insuflarle ánimos a Arlety Santos, económica en la CCS y secretaria del núcleo del Partido, quien trabaja la tierra de su padre «a cualquier hora».

«Arar con bueyes es lo único que no he hecho, pero siembro y soy la guía de mi papá y de mi esposo en la fumigación. Les aviso si hay plagas y decido lo que haya que echar, porque he pasado cursos de sanidad vegetal y tengo mis libritos sobre eso», comenta satisfecha.

¿Iguales o diferentes?

Ninguna de estas mujeres se siente inferior o en desventaja por vivir a tantos kilómetros de la ciudad. «Cuando vamos a salir, nos arreglamos bonitas, igual que las del pueblo, y no hay quien nos diferencie, a no ser porque yo soy una de las que produce la comida de todos, y me gano mi dinerito con la tierra», dice Arlety con una risa sincera y cubanísima.

Pero si reconocen que tienen mucho potencial como las citadinas, también advierten que resultan visibles algunas diferencias difíciles de sortear.

«La mujer que trabaja en el campo tiene un poquito más de restricciones, porque las cosas le quedan más lejos, los mercados los tenemos más aislados y las posibilidades de recreación son mucho menores», reflexiona Irma Rodríguez, obrera jubilada de Industrias Locales.

«Pensamos distinto porque la vida de nosotras se enmarca en este pedacito de tierra. No todas las mujeres del campo trabajan; hay una gran mayoría que son amas de casa: se encargan del hogar, los niños, ayudan a los esposos… Muchas pasan días difíciles porque atienden a los obreros que trabajan en el campo y hacen desayuno para 20 y cocinan para diez», explica Migdalia.

Realidades, desafíos, sueños…

Dice Gélsida González que parece como si hubiesen quitado  a un «Bocas» antiguo y, en su lugar, hubiesen puesto a otro. La actividad de reparación y mantenimiento que alcanzó a 60 obras y acciones constructivas, hace que el poblado semeje una «joyita» en medio de ríos y sembrados. Farmacia, consultorios médicos, una plaza cultural, un restaurante, un parque, bodegas, edificios recién pintados… animan a sus pobladores.

«Ahora falta que retomen las actividades recreativas, porque antes aquí había matinés los domingos; se daban las misceláneas, donde vendían todo tipo de productos; tocaban los grupos, ponían música grabada y una se divertía», reclama Valentina, tal como lo hicieron antes, con ideas más juveniles, varias estudiantes del preuniversitario.

Y aunque no pocas aseguran que «en mi casa lava, cocina y friega todo el mundo», también hay quienes se refieren al pensamiento machista como una de las limitaciones que sobreviven para las mujeres de esta zona, lo cual impide, incluso, la continuidad de estudios, como lo explicó la Directora del centro escolar. Otras reclaman la apertura de nuevas fuentes de empleo y la creación, al menos, de un círculo infantil «para trabajar menos presionadas». 

Nada de eso empaña, sin embargo, el sentimiento de identidad de sus pobladoras. Lo ratifica Yanela Vázquez, de 67 años: «He tenido tantos sueños y los he visto realizar aquí en mi pueblo, que por eso no lo abandono».

Ese amor por su terruño, el orgullo por sus raíces campesinas, la defensa a ultranza que hacen de sus capacidades, los sacrificios y los sueños de las habitantes de Las Bocas, estremecen y hasta sirven de ejemplo y motor impulsor para otras muchas en cualquier parte de Cuba.

 

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