Niños de todo el país vencieron en Ciego de Ávila los rigores del campo al superar exigentes pruebas terrestres
MAJAGUA, Ciego de Ávila.— Todo se volvió oscuro. Cuando le vendaron los ojos, Yairelys Castellanos Sánchez inició el ejercicio de concentración. «En la mente empecé a repetir cada paso, uno detrás del otro», contó la joven pionera de 11 años, alumna de la escuela Rubén Martínez Villena de Sancti Spíritus.
Era la modalidad de Habilidades Individuales. Los participantes en la edición 35 de la Competencia Nacional de Pioneros Exploradores se encontraban a la expectativa. Los jueces y supervisores observaban con los cronómetros listos.
Se escuchó una orden: «¡Ya!», y Yairelys se lanzó de rodillas. La prueba consistía en agrupar el equipo de un explorador con la mayor rapidez posible dentro de la mochila, pero a ciegas.
La niña llevaba meses de entrenamiento. Su instructor le hacía repetir las secuencias de movimientos al punto de tenerlas grabadas en su mente como si fueran imágenes. Andaba segura, pero algo la cortó.
«Me volví torpe al comienzo —cuenta—. Los zapatos se me perdieron, tampoco fui hábil cuando empecé a envolver la hamaca y ni encontraba las trabillas de la mochila. Me dije: “Perdí”, aunque me dio rabia y traté de hacer las cosas más rápido».
Cuando terminó, respiraba entrecortadamente. En esa modalidad existía un récord: Recoger hamaca, mochila y los demás objetos en 35 segundos. Yairelys pensó que no había nada más que hacer. Resignada, bajó la cabeza para escuchar el veredicto de los jueces; quizá en la próxima tuviera mejor suerte.
Por eso se asombró al sentir los gritos y los abrazos. Miró a los lados preguntando qué pasó y alguien gritó: «¡Ganaste, ganaste!». Observó los cronómetros y no lo creyó. Marcaban 34 segundos con 49 centésimas. Había impuesto un récord.
¿Perderme yo?El río bordea al Centro Provincial de Pioneros Exploradores Roberto Rodríguez, El Vaquerito, en el municipio avileño de Majagua. Las arboledas crecen allí con una sombra benéfica. Es donde mejor se está y el lugar en el que al mediodía se escuchan las risas de los pioneros.
Adriana Rodríguez Fernández, alumna de la República Federativa del Brasil, en Ciudad de La Habana, y Arelys Castillo Romero, de la Héroes de Bolivia, en Bayamo, enumeran la galería de nudos hasta terminar diciendo: «El Arrastre, el Margarita y el Dos Cotes».
Por su parte Yoan Pérez Bonet y Dayron Fajardo concluyeron el sexto grado en la escuela Anastasio Quiñones, en Las Tunas. Descansan bajo los árboles después de terminar la competencia de nudos, una de las 14 modalidades en las que se concursa en este encuentro.
«¿En qué tiempo hago los nudos? En cinco segundos», responde Yoan. Ante la mirada incrédula, un guía confirma el dato con un movimiento de cabeza. Dayron aclara: «Al principio la soga se nos saltaba de las manos... por poquito terminábamos amarrados. El problema es la práctica».
La historia de esos niños es una de las señales de cómo la vida de los Exploradores abre caminos a estos muchachos. Incluso en los más parcos, como es el caso de Andy Hanzawa González, pionero de 11 años de la escuela Antonio Sánchez Díaz, en la Isla de la Juventud.
Andy mira los árboles y después el cielo. En los ojos achinados se le nota la ascendencia japonesa. Se para y con lo pies alineados empieza a hacer un movimiento. «Esto es para ubicar la posición y los puntos cardinales», dice con tono seco. «¿Sin brújula?», le preguntan. El asiente: «Sin brújula».
«¿Es la única forma?». Frunce el ceño: «No, están los árboles y los nidos de las hormigas». «¿Cómo es eso?». «Las madrigueras y los anillos más gruesos de los árboles siempre están al este. Por ahí te empiezas a ubicar». El último comentario es una provocación: «Andy, pero si al final tú estás chiquito y puedes perderte en el monte». No responde. Solo te mira con sus ojos achinados, como divirtiéndose, mientras te dice con la mirada: «Perderme, yo. ¿Tú estás loco, chico?».
Palo quemadoA la 1:00 p.m. el sol quema. A esa hora, en un potrero al lado del río, se hará la competencia del Palo Quemado. Consiste en construir una hoguera entre dos estacas y un cordel amarrado en las puntas superiores.
Las reglas inviolables son: el cordel no puede ser quemado ni tocado, ni tampoco se puede considerar ganador hasta que la hoguera no prenda de la forma debida. De no cumplirse esos requisitos, entre otros, el equipo es descalificado.
«Ni una rama quedará por todo esto», comentan los guías. Uno de los jueces señala una cortina espesa de bejucos secos, entrelazados con las ramas y hojas frescas. Mueve la mano, como si fuera un gesto de compasión, y dice: «Esto es lo primero que va a desaparecer».
Tuvo razón. Con el pitazo, una oleada de muchachos se lanzó hacia los bejucos. La calma del potrero se había perdido. Un niño pecoso y lleno de sudor pasó por nuestro lado. Llevaba una piedra en sus manos. Otro se lanzó de rodillas y sujetó una estaca. Su compañero empezó a clavarla en medio de los gritos.
«¿Y esta locura?», piensa el observador inexperto y trata de avanzar en medio de los chillidos. Apenas hay tiempo para tomar una foto; por una esquina tres niños empiezan a rallar un fósforo en vano. En las cercanías no hay otro equipo que parezca estar tan avanzado. Uno de los pioneros grita: «Apúrate, apúrate».
El muchacho vuelve a rallar la cerilla y enseguida se escucha una gritería. Unos exploradores con sombreros y camisas verde olivo se lanzan a la carrera hacia donde permanece el resto de su delegación.
Se abrazan dando saltos. Es el equipo de Pinar del Río. Un juez fornido, con pulóver de mangas recortadas, levanta un brazo y dice: «Ganaron». La gritería se hace mayor. «¿Qué tiempo hicieron?», preguntamos, y una jueza abre la libreta. Consulta las notas. «Cuatro minutos con 38 segundos», informa y se echa a reír: «Ganaron sin discusión».