Lecturas
Rafael Guas Inclán dio en su momento todo su apoyo al dictador Gerardo Machado. Cayó la dictadura, el 12 de agosto de 1933. Guas se fue al exilio y cuando regresó, tres o cuatro años después, se reinsertó en la vida pública como si nada hubiera sucedido. A los que le reprochaban su vuelta a la política pese a su pasado machadista, respondía:
—Caramba, yo acompaño a mis amigos hasta la tumba, pero nadie pretenderá que me meta en el hueco junto con ellos.
Fue, se dice, el hombre que más duelos despidió en la Cuba republicana. Y mantuvo la costumbre en Miami, a donde fue a parar en enero de 1959, luego de haber buscado asilo en la embajada de Chile.
Un día, ya en Miami, le tocó despedir el duelo del general Generoso Campos Marquetti. Este sujeto fue, en septiembre de 1900, el primer negro que tuvo en la Isla un nombramiento de juez: en Batabanó, y más tarde, en 1913, siendo ya Representante a la Cámara, ganó triste celebridad cuando en ese cuerpo colegislador se opuso a que se aprobase un crédito de 2 000 pesos para comprar juguetes a niños pobres. Generoso, que no era lo generoso que pregonaba su nombre, defendió el criterio de que eso no era incumbencia de la Cámara sino de los ayuntamientos, y el proyecto fue rechazado. Tras el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 formó parte del Consejo Consultivo que suplantó al Parlamento. No puede establecer el escribidor de dónde le venía su grado militar pues no parece haberlo ganado en las luchas por la independencia.
«Hoy venimos aquí a decir adiós al general Generoso, al generoso general y dejaremos su cuerpo tendido en la tierra que lo sostuvo amorosamente», dijo Guas antes de glosar los puntos culminantes de la biografía del difunto. El orador estaba inspirado pese a que el cielo, encapotado, presagiaba lluvia. Buen padre, buen marido… Ensalzó su paso por los tribunales y lo definió como un juez justiciero, y en la Cámara, como un político sagaz, y subrayó que asumía con dolor la despedida del amigo y correligionario.
A esa altura la molesta llovizna cobraba fuerzas, pero Guas continuaba su perorata, imperturbable. «A partir de hoy ya no te abonaremos: ya no nos abandonarás. No desapareces: te integras a nuestras vidas más vivo que antes y más fuerte...».
El aguacero era ya torrencial. Aun así, y saboreando una frase que creyó feliz, añadió el orador: «Lloramos hoy al general Generoso, al generoso general y el cielo, con esta lluvia inclemente, comparte nuestro dolor y también lo llora».
Guas Inclán tenía su bufete de abogado en la calle Aguiar esquina a Muralla, en La Habana Vieja. Fue vicepresidente de la República entre 1954 y 1958, cuando renunció para postularse como Alcalde de La Habana. Ganó la elección y debía tomar posesión el 24 de febrero de 1959, pero el triunfo de la Revolución lo privó de esa posibilidad. En aquellos tiempos, la Alcaldía de La Habana, y no la vicepresidencia, era la segunda posición de la República.
En Miami, a veces, cultivaba la crónica social, como la que escribió en ocasión de la boda del hijo de Anselmo Alliegro con la hija menor del presidente Carlos Prío y que apareció publicada en la revista Réplica que Max Lesnik editaba en esa ciudad. Tremenda combinación. La reseña del matrimonio del hijo de un político batistiano con la hija de un político auténtico escrita por un político liberal para ser publicada en la revista de un político ortodoxo. ¡Apaga y vamos!
El dictador Gerardo Machado era hombre vivo, de rápidas repuestas, pero muy inculto. Un día en Santiago de Cuba, dijo a sus colaboradores:
—Mañana, cuando «váyamo» a Manzanillo.
Uno de los del séquito presidencial se atrevió a rectificarlo:
—«Váyamo», no, vayamos.
—No —respondió Machado— mañana a Manzanillo, a Bayamo vamos después.
Machado vivía rodeado de una corte de adulones. Parece que fue el dibujante Eduardo Abela quien los representó en sus caricaturas mediante una guataca; de ahí el implemento que los identifica. En una ocasión preguntó la hora y uno de los apapipios que lo rodeaba respondió: La que usted quiera, general. Y el periodista conservador Wilfredo Fernández, uno de los padres del cooperativismo y que se suicidó en la Cabaña tras la caída de Machado, solía repetirle: «Gerardo, ha comenzado tu milenio».
Para los que gustan de este tipo de información, dirá el escribidor ahora que fue en 1930 cuando el general Alberto Herrera, jefe del Ejército, nombró al capitán Manuel Crespo Moreno jefe de la guardia presidencial, con sede en el castillo de Atarés.
Juan Emilio Friguls —se honra el escribidor al recordarlo— fue un periodista de toda la vida. Era todavía estudiante cuando se le aceptó como cronista católico del periódico Información. Entonces, el doctor Santiago Claret, director y propietario de dicho diario, le hizo sugerencias y recomendaciones, entre ellas que jamás elogiara ni resaltara el quehacer de ningún periodista que no perteneciera a la redacción de Información. Andando el tiempo, Sergio Carbó, director y propietario de Prensa Libre ganó el premio Justo de Lara, el galardón más relevante del periodismo cubano en la época, que otorgaba la tienda El Encanto, con un artículo sobre la Nochebuena cristiana, y Friguls se sintió obligado a reseñar el hecho en su columna.
Información era un periódico de 60 o 70 páginas y Claret se lo leía de punta a cabo antes de que saliera para la imprenta. Leía no solo las noticias y artículos de fondo, sino los anuncios, los clasificados y las esquelas mortuorias y notas necrológicas. No le agradó nada el texto sobre el premio de Carbó e hizo llamar a Friguls a su oficina. Estaba hecho una furia.
—¿Me puede explicar el porqué de este artículo? ¿Cómo es posible que usted se atreva a ensalzar en mi periódico al director de un órgano de la competencia? —preguntó y sin dar a Friguls tiempo para responder, inquirió si conocía el cuento del cieguito de Madrid. Ante la respuesta negativa del joven columnista, contó entonces que en los días de la invasión napoleónica a España, todas las mañanas, en la Puerta del Sol de la capital española, un ciego anunciaba las victorias del ejército español sobre el enemigo.
Decía: «Hoy que nuestro ejército derrotó al abominable ejército francés, una limosnita por el amor de Dios. Y así, un día tras otro, el ciego pedía su limosna luego de anunciar una supuesta victoria española sobre los invasores. Pero en una ocasión alguien que lo escuchaba a diario pregonar aquellos triunfos detuvo su camino para preguntarle si el ejército francés no ganaba ninguna batalla.
—Sí —respondió el ciego—. Las gana, pero esas las anuncia el cieguito de París.
Accedió al fin el director de Información a publicar la página de Friguls sobre Carbó. Claret tenía una concepción particular del periodismo. En su diario elogiaba sin reservas al Gobierno de turno hasta que cesaba en el poder. Cuando eso sucedía comenzaba a elogiar con el mismo ímpetu al Gobierno siguiente. Decía que Información tenía una línea, una sola línea y era una línea gubernamental, pero que Información no tenía la culpa de que cambiasen los gobiernos.
Quiso la dirección del Partido Socialista Popular que el periódico Hoy, vocero de esa organización política, tuviese talleres propios y a ese efecto, con ánimos de conseguir el dinero necesario, llevó adelante una colecta popular. Se apelaba a obreros y empleados a que hicieran su contribución, por modesta que fuera, y se recurría asimismo a la generosidad de algún que otro exponente de las llamadas «clases vivas».
Un «trío» de recaudadores decidió visitar con ese fin el Diario de la Marina, y ya en la redacción del rotativo de Prado y Teniente Rey, pidió hablar con Pepín Rivero, su director propietario. No demoraron en ser atendidos. El columnista de «Impresiones» —así se titulaba su espacio en el periódico que dirigía— los recibió con cordialidad y enterado del propósito de la visita no demoró en extenderles un cheque con una generosa contribución.
Al ver la cifra, los recaudadores no pudieron reprimir su asombro.
—Señor Rivero —dijo uno de ellos—. Si usted quiere mantenemos esta donación en secreto...
Pepín se encogió de hombros.
—No, no, qué va. Díganlo si quieren. ¡Total! Nadie se los va a creer.
Es el 4 de septiembre de 1933. Se ha consumado el golpe de Estado que protagonizó un sargento llamado Batista. Las nuevas autoridades acuden al Palacio Presidencial a entrevistarse con el mandatario depuesto, Carlos Manuel de Céspedes, hijo del Padre de la Patria.
Allí están Ramón Grau San Martín, Porfirio Franca, José Miguel Irisarri, Guillermo Portela y Sergio Carbó, esto es, los llamados pentarcas que conforman el gobierno colegiado que asumió el poder. También Fulgencio Batista, aún con sus galones de sargento, Carlos Prío… Los hacen subir al segundo piso donde Céspedes, de pie, los espera en el despacho presidencial. Es, dijo un testigo, de una solemnidad pontificia. Nadie habla. Al fin, Céspedes rompe el silencio.
—¿Y bien, señores?
Batista se escurre detrás de Carbó que calla al igual que el resto del grupo. Al fin, Grau toma la palabra.
—Señor, hemos venido a decirle que la junta revolucionaria se ha hecho cargo del Gobierno y es un honor recibirlo de maños de un patriota como usted.
—¿Quiénes integran esa junta? —pregunta Céspedes.
—El Directorio Estudiantil Universitario, la Unión Revolucionaria, el ABC Radical, Pro Ley y Justicia…
—¿Se consideran lo suficientemente fuertes esos grupos para destituir un Gobierno legal?
—Es que la junta la integran además todos los soldados y marinos del país.
Ante la respuesta, el mandatario retrocede. Señala hacia el retrato de su ilustre progenitor y pregunta:
—¿Se dan cuenta ustedes de la responsabilidad que contraen?
Grau se pone las manos en la cintura, en gesto característico. Responde: «Hace años, señor, que cumplimos la mayoría de edad».