Lecturas
Cuando el escribidor era niño, el término «chirrín» equivalía a dar por concluido un asunto, cualquier cosa: un juego de bolas o una relación amistosa. Podía decirse: hubo un roletazo por tercera y ¡chirrín!, acabó el juego, o ella insistió en que su hermana la acompañara y ¡chirrín!, terminó el paseo. Algunos, para enfatizar la acción añadían al chirrín otro vocablo: chirrán, y llegado el caso expresaban, por ejemplo: chirrín chirrán, que ya se acabó; chirrín chirrán, que ya no te quiero…, como lo dice Juan Formell en una de sus gustadas composiciones.
El vocablo «chirrín» tiene, sin embargo, otra acepción. Desconoce el escribidor hasta qué punto es un cubanismo. En verdad no aparece en el Nuevocatauro, de Fernando Ortiz, publicado en 1974, que es lo más actualizado que, en cuanto al tema, tiene quien esto escribe en su biblioteca.
Si chirringo es en Colombia sinónimo de chiquito, chirrín se llamaba en Cuba al avión de muy pequeño porte, algo así como una avioneta; y chirrinero era quien lo tripulaba. Se trataba de aparatos de un solo motor que movían pasaje o carga entre puntos del interior de la Isla donde no tocaba la aviación comercial, y que servían asimismo para la recreación.
La información me la ofreció el amigo y lector Gabriel Valdés, un maestro jubilado que reside en la ciudad floridana de Wellington y que mantiene a flor de piel sus raíces cubanas, pese a la larga permanencia en el exterior. Conversamos en un restaurante de Pompano Beach, mientras entre grandes vasos de cerveza negra degustábamos una comida típicamente irlandesa. No en balde el almuerzo transcurrió el pasado 17 de marzo, Día de San Patricio, patrón de los irlandeses, cuando la tradición obliga a lucir algo verde en el atuendo, so pena de merecer un pellizco, y se prefiere la cerveza negra o verde.
Chirrines —refiere Gabriel con envidiable memoria— eran las avionetas marca Aeronca, Luscombe, Taylorcraft y, por supuesto, Piper Súper Cruiser, Stinson y Cessna. De estos últimos, el Piper Súper Cruiser podía llevar dos pasajeros más el piloto, en tanto que los dos restantes contaban con cuatro asientos, incluido el del aviador, desplegaban una velocidad mayor y podían alcanzar distancias mayores sin reabastecerse de combustible.
El chirrín por excelencia era el Piper J-3, para un pasajero solitario. Esa avioneta fabricada en EE.UU. medía algo más de 35 pies de punta a punta de las alas y otros 23 de fuselaje; contaba con 65 caballos de fuerza y cruzaba a 75 millas, aunque podía alcanzar una velocidad máxima mayor. Su peso total era de 1 200 libras, cifra que incluía el peso del piloto, el pasajero y el combustible.
Un detalle interesante aporta Gabriel Valdés: los pilotos del Cessna, el Stinson y el Piper Súper tenían más categoría que los del Piper J-3. Pero todos seguían siendo chirrineros y todos los aparatos eran chirrines.
«Chirrinero era todo aquel que casi vivía en un chirrín. Y que dotado de una licencia de aviador civil (no todos la tenían en algún momento) se buscaba la vida honradamente. Que vivía del aire. No todo era ironía, pues en verdad era un vivir aventurado. Los costos de operación eran altos: cara la gasolina, costosas las piezas de recambio, carísimos los materiales de mantenimiento y reconstrucción. Y había que mantener los precios bajos. Pero se pasaban los días en un clima casi de alegría, disfrutando emociones que venían del dominio de los horizontes, de la libertad de movimiento y del regusto que pone en el paladar del hombre la aventura posible. Y no todo era romance, pues como decía aquel gran aviador francés, Antonio de Saint Exupéry, debajo de esas nubes blancas y bellas nos puede esperar la eternidad», escribió el chirrinero Raoul García en las memorias que dio a conocer en 1975.
¿Qué pistas utilizaba? ¿De qué torres de control se valía? ¿Tenía a bordo un radio para comunicarse?
El chirrinero operaba sobre campos de yerba, más que sobre las pistas pavimentadas de los aeropuertos. «Una guardarraya limpia entre los cañaverales era una pista casi perfecta», decía García y aclaraba enseguida que en aeropuertos propiamente dichos también operaba el chirrinero. «Serlo era como una condición espiritual. Una clase de bohemia modernizada, en que importaba más la ocasión de volar, la taza de café o la charla sin tiempo que los planes de enriquecimiento. Lo importante era el cielo abierto; el olor a pastizales; el solo sobre las alas; el cielo azul en el parabrisas; los cúmulos benignos; la brisa moviendo los palmares y el penacho orgulloso del humo de las chimeneas de los centrales, conversando con sus remolinos sobre el viento y su rumbo».
Radio, por supuesto, no había en la mayor parte de los chirrines. El chirrinero, al igual que los pescadores, presentía la tormenta o el frente frío. Los que lo tenían, lo reservaban para comunicarse con las torres de control de los aeropuertos, cuando el negocio los llevaba a terminales en las que entraban y salían otras naves. Pero, precisaba García, «éramos saltamontes amarillos, rojos o azules llevando nuestros encargos, nuestros pasajeros, nuestros entusiasmos por bateyes, campos de caña y enormes potreros…».
Expresaba que la aviación tenía su aire natural en el campo, entre la gente de la sabana y de los cañaverales. Mientras en las ciudades advertía indiferencia, recelo y temor, los campesinos la asumían con menos miedo e inhibiciones, no solo cuando la usaban por necesidad, sino también cuando, en determinados fines de semana, la utilizaban como un medio de diversión.
Días de «boteo» llamaban a esas jornadas de fiesta, por lo general un sábado y preferentemente un domingo, y siempre en tiempos de zafra. Se llegaba a un arreglo con el dueño de la tierra que se utilizaría como campo de aviación y no faltaba quien asumiera la oferta gastronómica. No era raro que se organizara una suerte de feria con juegos de azar, tiros al blanco y carreras de caballo. El campo se colmaba de público. Se corría la voz y la gente, a pie, a caballo o en carreta, llegaba a veces de lugares distantes. El aviador llevaba la gasolina en latas de cinco galones y a través de un paño de gamuza filtraba el combustible a medida que abastecía el chirrín.
El paseo en la avioneta se cobraba a peso el minuto y era de tres minutos el mínimo de tiempo en el aire. La gente se ilusionaba con la posibilidad de dejar caer un mensaje escrito sobre la casa de la madre, la novia o la enamorada.
Recordaba Raoul García en sus memorias:
«Volábamos niños, mujeres amedrentadas que apenas miraban hacia la tierra; muchachas atrevidas que se les arrebataba la ilusión con el desafío a la gran monotonía de los días. Volábamos a hombres desembarazados y presumidos que querían demostrarle al personal allí congregado que ellos habían nacido para la heroicidad sin temblores, y que pedían, a cualquier costo, que le diéramos “el salto mortal”. Y allá se iban con nosotros a realizar la clásica maniobra del “looping” o vuelta de campana. Y pagaban con gusto, con fanfarronería, pero sin perder el detalle del cuento de los pesos».
Con todo, era un negocio de centavos que obligó a los chirrineros a ser los mecánicos de sus máquinas. Los mantenimientos se hacían incosteables, y más cuando se trataba de una rotura. Resultaban muy altos los emolumentos de los mecánicos habaneros y era mucho lo que por otra parte se iba en comidas, tabacos y vasitos de cerveza. No demoró el mecánico en perder su clientela, pues el chirrinero, con imaginación e ingenio, aprendió a componer su aparato.
Las anécdotas que Raoul García rescata en su libro son muchas y de muy diverso matiz. Jocosas, tristes, reflexivas… Va de muestra la que sigue.
Un mediodía hirviente de uno de esos días en que no había nada que hacer, un hombre se acercó al chirrinero que se resguardaba del sol bajo una de las alas del Piper y le preguntó por el precio de una «carrera» a San Ramón, cerca de Viana. Estaban en las inmediaciones del central Resulta, en la región central de la Isla, y el aviador, luego de calcular la distancia, dijo: diez pesos.
—¡Caray, eso está muy caro! Con diez pesos me voy en fotingo a Santa Clara.
Explicó García que una avioneta no era un fotingo, ni una carreta de bueyes que se arreglaba con un pedazo de alambre de cerca. El galón de gasolina costaba 50 centavos y debía empeñarse cada vez que se rompía una pieza.
El recién llegado lo miró con simpatía. Descendió de su cabalgadura, la amarró donde pudo y sacó una bolsa de papel de una de las alforzas de la montura. Extendió al aviador un pedazo de papel de estraza y un mocho de lápiz. Suponía que el chirrinero tenía mejor letra que la suya y le pidió que escribiera el poema que le dictaría. Poema que junto con la bolsa de papel llena de dulces dejaría caer cuando la nave sobrevolara la casa de su novia. Pasados los años, García solo recordaba una estrofa de aquel poema. Decía: «Martina, los dulces son/ prenda del amor que impera;/ pero en vez de ellos quisiera/ tirarte mi corazón».
El hombre, no sin esfuerzo, se acomodó en el asiento trasero del Piper y le desagradó tener que ajustarse el cinturón de seguridad, que llamó cincha, pero lo hizo. El aviador comentó que, llegado el momento, sería él quien lanzaría los dulces y el poema. Cebó el motor y desde atrás, desde la cabina, con una mano en el acelerador y con la derecha agarrada a la punta de la hélice, le dio un tirón y arrancó el aparato. Era una técnica novedosa que permitía controlar la potencia sin el peligro de que la avioneta se «disparase» sin piloto, como le había ocurrido a muchos.
La casa tiene un molino de agua, decía el hombre y describía una vivienda que en poco se diferenciaba de las otras de la zona. Volaban a 600 pies sobre la tórrida campiña cuando el chirrinero creyó advertir un interés inusitado en una de las viviendas. Una mujer vestida de rojo se asomaba a un portón y a su alrededor corrían niños y otras mujeres. Sin comentar nada con su pasajero, «picó» hacia el lugar y le pasó a menos de 200 pies. Sintió el alborozo a sus espaldas. El hombre había reconocido a su adorado tormento y daba manotazos al piloto al tiempo que gritaba: ¡Es ahí! ¡Es ahí! El guajiro, nervioso, sacaba las dos manos por la ventanilla y prorrumpía en grandes gritos. El piloto giró para enfrentar lo que hubiese de viento mientras cortaba el motor. El pasajero se hundió en el asiento agarrándose el sombrero. El aviador lanzó el cartucho con los dulces y el poema y tiró de la palanca y «dio» motor para regresar al lugar de donde partieron.
Ya allí, el pasajero rebuscó en sus bolsillo hasta juntar en billetes de a uno los diez pesos que debía al aviador. Sudaba copiosamente y la nuez le bajaba y subía con sed de gallo seco. Quiso García saber más sobre su pasajero y preguntó de dónde venía. Cohibido, con una media sonrisa, respondió:
—Yo vine de San Ramón.
—Y ahora, ¿a dónde va?
—¿Pues a dónde voy a ir? Cogeré la yegua pa’ San Ramón.