Lecturas
Solo un presidente norteamericano estuvo en La Habana durante el ejercicio de su cargo. En enero de 1928, en respuesta a una invitación del general Gerardo Machado, presidente de la República de Cuba, arribaba a la Isla Calvin Coolidge, a fin de estar presente en la inauguración de la Sexta Conferencia Panamericana que aquí tendría lugar.
Era «el más hermético» de los mandatarios norteamericanos, escribió en sus memorias Orestes Ferrara, embajador cubano en Washington entre 1926 y 1932, y lo describe como «serio, silencioso e inteligente».
«Yo considero que el éxito de ese Presidente —apuntó Ferrara—, que fue muy grande a pesar de no ser él un político de envergadura, tuvo como base su equilibrio, su falta de vanidad y su poco o ningún deseo de que lo considerasen un gran personaje. Estaba convencido de que cuanto menos hacía en el poder era mejor, y que por contraste los famosos redentores de pueblos corren detrás de su propia gloria. A Coolidge no le halagaba el aplauso, no le afligía la crítica, no le mortificaba el polemista de mala fe. Encerrado en sí mismo, sincero en sus meditaciones, esperaba servir al país como un funcionario que debe evitarle los males que se presenten y solo cuando se presenten».
En recepciones y banquetes alternaron varias veces el Presidente norteamericano y el Embajador cubano. En una ocasión en que lo recibió en su despacho de la Casa Blanca, Ferrara se sorprendió al ver el escritorio totalmente limpio de papeles y preguntó cómo se las arreglaba para conseguirlo. La respuesta llegó rápida. Con su voz nasal y monótona, Coolidge respondió:
—Porque trabajo poco.
Replicó el diplomático que el presidente Taft, a quien había visitado 15 años antes en el mismo despacho, le confió que la vida de un mandatario norteamericano era un tormento, porque cumplir con las obligaciones del cargo resultaba superior a lo humano. Coolidge no respondió. Guardó un largo silencio que no fue desagradable para el Embajador, porque el mandatario lo miraba sonriendo.
—¿Quién distribuye el trabajo del poder ejecutivo? —inquirió al fin.
—El Presidente —respondió Ferrara.
—Eso es lo que yo hago. Reparto el trabajo y solo tomo cartas en el asunto si el gabinete no se pone de acuerdo —dijo Coolidge y bajó los ojos, gesto con que de manera invariable daba por terminada una discusión.
Un día, casi de madrugada, sonó el teléfono del Embajador de Cuba en Washington. Machado, que se levantaba siempre a las cinco, quería comunicar a Ferrara que dos días después saldría para esa ciudad, con un séquito de ocho o diez personas, y preguntaba si podía alojarse en la Embajada. En caso negativo, no habría problema; se iría a un hotel. De cualquier manera, permanecería solo dos días en la capital norteamericana y seguiría rumbo a Nueva York. Machado explicó que Enoch Crowder, exembajador norteamericano en La Habana, lo había invitado a la reunión anual del Gridiron Club. A Ferrara le pareció una idea poco feliz. Era contrario a la norma que un mandatario extranjero participara en una reunión como aquella y, además, estaba fuera del protocolo que Machado se encontrase con Coolidge, que asistiría al banquete, sin haberlo visto antes.
Urgía buscar una salida. El Secretario de Estado estaba enfermo, y Ferrara no quiso acudir al jefe del protocolo por temor a que su decisión disminuyera o ninguneara al Jefe del Estado cubano. Prefirió conversar con el director de la Sección Latinoamericana del Departamento de Estado. Criticó la idea de que Machado asistiera al banquete del Gridiron Club, pero calorizó el propósito de que visitara a Coolidge y lo invitara a la Conferencia Panamericana de La Habana. El funcionario se mostró de acuerdo con el embajador y corrió a dar cuenta del asunto al Secretario de Estado. Apenas una hora después, regresó con la aprobación del jefe del Departamento: Machado viajaría a Washington e invitaría al Presidente a la reunión. Lo que no se sabía era si Coolidge aceptaría o no. Eso era lo de menos en ese momento, pues aún faltaba casi un año para la conferencia de La Habana. En cuanto al banquete del Gridiron Club, cuya invitación ya había aceptado, Machado se declararía enfermo y delegaría en Ferrara su representación.
La visita del Presidente cubano a Washington se retardó más de lo previsto, circunstancia que Ferrara aprovechó para ultimar tranquila y juiciosamente los preparativos de su estancia. Permaneció tres o cuatro días en la capital norteamericana y se alojó en la Embajada de Cuba. Hubo cenas y recepciones, y sobresalió entre esos actos el banquete con el que Coolidge congratuló en la Casa Blanca al visitante. Como Machado había viajado sin su esposa, correspondió a María Luisa, la señora de Ferrara, sentarse a la derecha del Presidente norteamericano. Y fue a ella a la que comunicó que aceptaba la invitación de viajar a La Habana. Porque aquel hombre callado y reflexivo se explayó con la Embajadora al punto de que, casi al final de la comida, Alice Longworth, hija del expresidente Teodoro Roosevelt y esposa del Presidente de la Cámara de Representantes, que ocupaba la silla de la izquierda del mandatario, preguntó a María Luisa, por encima de Coolidge, qué había hecho para que el hombre hablara tanto cuando a ella no le había dirigido una sola palabra.
Coolidge asistió, en la Embajada de Cuba, a la cena con que Machado reciprocó la suya. El último día de la estancia del cubano en Washington, ambos mandatarios abordaron el tema de la Conferencia Panamericana. A instancias de Machado se tocó el tema azucarero y el de la crisis económica que se avecinaba. También, se dice, Machado pidió la derogación de la Enmienda Platt. La prensa refirió, atribuyéndolo al general Machado, que su conversación con Coolidge versó casi en su totalidad sobre las mutuas ventajas de rectificar la Enmienda, pero Coolidge diría que ese tema no fue aludido en la entrevista.
Ferrara se mostraba optimista en ese punto. Dice que le aseguraron que Coolidge derogaría la Enmienda si Cuba rebajaba la deuda pública y realizaba las elecciones presidenciales de 1928 sin agitaciones facciosas y sin fraude ni violencia. Esa noticia no compaginaba con lo que Coolidge dijo a la esposa de Ferrara durante la cena en la Casa Blanca: «Si hasta ahora les ha ido bien con la Enmienda Platt, ¿por qué suprimirla?».
Se plantea que Machado fue a Washington en procura de apoyo a su política de reelección y prórroga de poderes, y ofreció como garantía no pronunciarse contra la Enmienda Platt y dar, durante la conferencia, el más servil apoyo a la delegación norteamericana cuando las delegaciones latinoamericanas presentes enarbolaran la tesis de la no intervención. En su docilidad, el Gobierno cubano llegó a negar la invitación al presidente de la Liga de las Naciones y a representantes del Gobierno español que pidieron participar.
La Habana se alistó para la celebración de la Sexta Conferencia Panamericana. Meses antes, el experimentado diplomático Manuel Márquez Sterling, devenido embajador especial, visitó todos los países de la América Latina recabando la presencia de sus gobiernos en el cónclave. La respuesta fue unánime: todos enviaron su representación a la Isla; nunca antes una reunión de ese tipo había tenido tantos países participantes. Se erigió la Escalinata de la Universidad, se terminó el trazado de la Avenida de las Misiones y el viejo Campo de Marte quedó transformado en la Plaza de la Fraternidad Americana. En las raíces de la ceiba que allí fue trasplantada para la ocasión, se regó tierra de todas las repúblicas americanas, traída especialmente por los jefes de cada una de las delegaciones. A los jefes de delegación se les entregó una llave de oro con la que se abría la reja que protegía la ceiba. Por cierto, la llave de la delegación de México se conserva en el museo de la Cancillería de ese país.
Un brillante espectáculo dio inicio a la conferencia en el Teatro Nacional, y la sesión de apertura escuchó los discursos de Machado y Coolidge. La conferencia sesionaría en la Universidad. Pero no se permitió en esos días la entrada del alumnado a la casa de altos estudios, y más de 200 trabajadores y estudiantes que el Gobierno consideró como indeseables o subversivos fueron puestos tras las rejas. El día de la apertura de la reunión —26 de enero de 1928— fue declarado por el Gobierno como de Fiesta Nacional. En las jornadas finales, el 17 de febrero, Machado invitó a los delegados a que lo acompañaran a Isla de Pinos a fin de dejar inaugurada la primera galera del llamado Presidio Modelo. La reunión concluyó el día 20.
Durante sus días en Cuba, Calvin Coolidge se alojó en el Palacio Presidencial. Se le vio muy complacido en el almuerzo que en su honor Machado ofreció en su finca Nenita, en la carretera que corre entre Santiago de las Vegas y Managua. El visitante alteró toda la disposición del menú y comió en abundancia frutas cubanas, que lo deleitaron. La esposa de Ferrara, sentada a su izquierda y sirviéndole de traductora, se dio cuenta de su curiosidad y lo invitó a empezar por la fruta, con el permiso de Elvira, la esposa de Machado. El inmenso frutero fue vaciándose poco a poco, ya que Machado y los demás invitados imitaron a Coolidge. El jefe de comedor y los camareros, portando toda la clase de platos exquisitos, no sabían qué hacer; solo pudo organizarse la comida cuando empezaron a ser servidos los extremos de la mesa, para llegar luego, lentamente, hasta el personaje del centro. Machado le obsequió una columna confeccionada con metales que fueron parte del monumento al Maine, destruido por el ciclón del 20 de octubre de 1926.
«Durante su estancia en Cuba, Coolidge no cometió un solo error y cumplió con buena voluntad cuanto le fue indicado por los que prepararon el programa de los festejos, que siempre resultan excesivos, y sin manifestar un solo desagrado», escribió Orestes Ferrara en sus memorias, y añadió que cuando abandonó La Habana, lo que ocurrió mucho antes de que concluyera la reunión, el cónclave funcionó regularmente.
Cuando, en vísperas de la Sexta Conferencia Panamericana, Márquez Sterling se disponía a iniciar su periplo latinoamericano, el presidente Machado le dijo: «Márquez, necesito que usted visite aquellos países que están renuentes a tomar parte en la reunión y que nos ayuden hacer de la Enmienda Platt una pragmática obsoleta».
Vanas palabras. Resultó todo lo contrario. Aunque la agenda de la reunión estaba cargada de asuntos intrascendentes, se abría paso el tema de la no intervención. Estados Unidos había intervenido militarmente en México, Santo Domingo, Haití, Nicaragua… En Brasil, en 1927, la reunión de Jurisconsultos había proclamado: «Ningún Estado puede intervenir en los asuntos internos de otro». En La Habana la mayoría de las delegaciones no quiso oponerse a lo preceptuado por los Jurisconsultos en Brasil. Machado, sin embargo, se pasaba con fichas, y Ferrara, como jefe de la delegación cubana, daba la nota al proclamar cínicamente que Cuba no podía unirse al coro general de la no intervención, porque la intervención había significado para el país la independencia. Expresó entonces: «la palabra intervención, en mi país, ha sido palabra de gloria, ha sido palabra de honor, ha sido palabra de triunfo; ha sido palabra de libertad: ha sido la independencia».
El tema quedaría definitivamente aplazado para la Séptima Conferencia Panamericana, a celebrarse en Montevideo, en 1934.