Lecturas
Si se le pregunta a cualquier habanero dónde sitúa el corazón de La Habana, responderá sin vacilar que en La Rampa. Ese pedazo de calle que se extiende a lo largo de 500 metros por la Avenida 23, en el Vedado, desde la heladería Coppelia hasta el mar, es lo más céntrico y concurrido de la capital. El sitio ideal para el paseo, la cita amorosa, el encuentro de trabajo, la distracción… Así ha sucedido a lo largo de los últimos 60 años en los que La Rampa se convirtió, junto al Malecón, en el lugar más cosmopolita de la urbe.
Ir a La Rampa, reunirse en ella, son costumbres de los cubanos, como también lo es tomarla como punto de referencia para emprender camino después hacia otros sitios. Hay muchas maneras de recorrer La Habana. Una puede ser la de seguir el derrotero que marca aquí la historia. Otra es hacerlo a libre arbitrio, con paradas en aquellos lugares que merezcan un alto en el camino. Eso es lo que, con La Rampa como punto de partida, haremos en las páginas que siguen.
Se insiste tanto en los valores de La Habana colonial que se corre el riesgo de suponer que el resto de la ciudad no los tiene. De La Habana moderna lo mejor es el Vedado, logro mayor del urbanismo cubano. Con la instauración de la República (1902), esa barriada adquirió auge inusitado. Ya la Universidad se había instalado en ella y los señores de abolengo y los nuevos ricos hicieron construir sus residencias en la zona.
Se impuso entonces una modalidad ecléctica en la arquitectura que alcanzó sus mejores exponentes en la casa donde radica la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, el palacete que alberga el Museo de Artes Decorativas y el Auditórium Amadeo Roldán. Es de estilo genuinamente florentino la Casa de la Amistad, y neobarroca la casona donde está instalado el café-restaurante 1830 junto a la desembocadura del río Almendares.
Aunque existían en la capital algunos edificios altos —nunca mayores de diez pisos—, es en el Vedado donde prolifera el afán de los rascacielos —casi nunca mayores de 20. El Hotel Nacional (1930) sin embargo tiene solo ocho niveles, pero —con su estilo plateresco español— fue la primera instalación hotelera de verdadero lujo de que dispuso la ciudad. Poco después se construía el edificio de apartamentos López Serrano, de estilo art decó, que fue el más alto de La Habana hasta la década de los 50.
Es por esta época en que el Vedado vuelve a renacer. La Rampa, más que una calle, comienza a convertirse en un estado de ánimo. Se inauguran grandes hoteles —Rosita de Hornedo, Capri, Riviera, Habana Hilton— y edificios como los del Retiro Odontológico y el Retiro Médico marcan puntos muy valiosos en la arquitectura cubana. A estos se une el edificio Focsa, una de las construcciones más altas del país y maravilla de la ingeniería civil cubana.
Claro que si de alturas conseguidas por la mano del hombre se trata, nada supera en Cuba al monumento a José Martí en la Plaza de la Revolución. Desde la Avenida 23, la Avenida Paseo conduce directamente a ese sitio que ha sido centro de la vida política de la nación desde 1959. En ella, el cubano ha vibrado de emoción y júbilo con las palabras de Fidel, ha llorado como en la noche de la extraordinaria velada por la muerte del Che, se ha indignado como en la despedida del duelo de las víctimas del avión cubano saboteado en Barbados, en 1976, y en todo momento ha reafirmado su apoyo a una Revolución y a un líder victoriosos.
En la calle G, llamada también Avenida de los Presidentes, impacta el monumento al mayor general José Miguel Gómez, segundo mandatario de la nación (1909-1913), construido por cuestación popular en 1936, y el Castillo del Príncipe es exponente de uno de los baluartes definitivos de la ciudad colonial. Ya en la Plaza, enmarcada por los edificios de la Biblioteca José Martí y el Teatro Nacional, la sede de varios ministerios y el Palacio de la Revolución, la estatua del héroe, de 18 metros de alto, se recorta contra un obelisco de 142 metros. Una escalera de 567 peldaños y un ascensor conducen al mirador del monumento. Desde allí, con La Habana a los pies, se regala una perspectiva que corta el aliento.
El Paseo del Prado marca la frontera entre la ciudad moderna y la antigua. No se concibe a La Habana sin esa calzada; tampoco sin su Parque Central, que se asoma sobre el Paseo. Allí también se ubica ese palacio de palacios que es el Capitolio, inaugurado en 1929 y ahora en restauración.
La cúpula de este edificio es, en su estilo, por su diámetro y altura, la sexta del mundo. A la linterna que la remata, en el momento de construirse el edificio solo la superaban la de San Pedro, en Roma, y la de San Pablo, en Londres. Bajo la cúpula se aprecia la Estatua de la República, una de las más altas entre todas las esculturas que existen bajo techo, aunque poco se sabe acerca de la cubana que sirvió de modelo para la obra. A sus pies, empotrado en el piso del Salón de los Pasos Perdidos, un brillante que perteneció a una de las coronas del último zar de Rusia marcaba el kilómetro cero de todas las distancias de la Isla.
Da gusto caminar la calle Obispo, arteria eminentemente comercial que enlaza el Paseo del Prado con la Plaza de Armas en La Habana Vieja. Esa plaza es la más antigua de la ciudad y fue el centro político-militar de la Isla durante la Colonia. Una de las edificaciones que a ese espacio se asoma es el Castillo de la Fuerza, la segunda de las fortalezas que los españoles construyeron en América y que luce en su torre de homenaje a La Giraldilla, símbolo de La Habana. Junto a la Fuerza se alza, con su patio andaluz y su portada mayestática, el Palacio del Segundo Cabo (1772) y en otro lado de la plaza, frente al que ocupa el hotel Santa Isabel, el Palacio de los Capitanes Generales (Museo de la Ciudad) se yergue como el exponente más genuino de la arquitectura barroca habanera.
Pese al esplendor de la Plaza de Armas, la de la Catedral es el conjunto más armonioso de La Habana de ayer, en tanto que la de San Francisco exhibe, aledaña al convento de ese nombre, la bellísima Fuente de los Leones, y la Plaza Vieja ofrece en sus edificaciones un compendio de estilos que va del barroco al art nouveau.
Resulta impensable salir de La Habana Vieja sin visitar la morada de la calle Leonor Pérez, 314. Es modesta, nada de lujos hay en ella, pero tiene para los cubanos una significación especial: allí nació José Martí, el Apóstol de la Independencia de Cuba.
Es, sin discusión, «la obra del siglo» en Cuba. Se le considera una de las siete maravillas de la ingeniería civil cubana y un estudioso como Jacques Boudet la incluye entre las grandes obras de la humanidad. En efecto, en su libro The Great Works of Mankind (Londres, 1961) aparece el Túnel de La Habana junto a la ciudad de Machu Pichu y el Alhambra de Granada, la Gran Muralla china y la Ciudad Prohibida, el cable trasatlántico y el Canal de Suez, el puente de Brooklyn y la modernización de Moscú… Por primera vez un viaducto submarino se construía de esa forma y su proyecto y su tecnología revolucionarían el mundo de las construcciones.
Para hacerlo posible se dragaron 250 000 metros cúbicos de roca y más de 100 000 de arena. Tiene una extensión de 733 metros y un ancho de 22 y sus cuatro carriles se diseñaron para permitir el tránsito de 1 500 vehículos por hora en ambas direcciones. Los tubos o cajones que lo conforman se construyeron en un dique seco y luego se trasladaron por flotación para ser hundidos en el fondo del canal de la bahía habanera, donde previamente se había excavado la zanja en que se depositarían.
El Túnel de La Habana se inauguró el 31 de mayo de 1958, después de tres años de trabajo, y con la obra se hacía realidad el anhelo de enlazar de una manera rápida y cómoda a La Habana con lo que entonces se llamaba la Ciudad del Este y un rosario de playas de encantamiento con sus arenas blancas y aguas cristalinas. Basta con atravesar bajo el mar la rada habanera y eso se hace en cuestión de segundos.
La ciudad se había expandido hacia el sur y hacia occidente, mientras que el este seguía constriñéndose a sus playas que atraían cada vez más la atención de vacacionistas y gente deseosa de invertir en ellas. Por la lejanía y el estado deplorable de los caminos, llegar a esas playas fue un martirio hasta la construcción de la Vía Blanca a mediados de los años 40. Y una vez inaugurada esta, el viaje seguía haciéndose innecesariamente largo cuando el túnel garantizaría una vía expedita y revalorizaría los terrenos situados más allá de las fortalezas del Morro y la Cabaña.
Los grandes propietarios del este no cejaban en su empeño y en 1949 se acometían estudios de factibilidad del Túnel de La Habana. En 1954 la idea era ya indetenible. Gracias al túnel, se desplazaría el centro de La Habana y, en principio, la capital crecería hacia el este los mismos 18 kilómetros que durante 40 años había crecido hacia el oeste. Las playas, por su parte, continuaban su expansión indetenible. Guanabo era ya una ciudad-playa y Santa María del Mar había crecido enormemente, y muy bien planificada, en menos de diez años. Se parceló y construyó en Boca Ciega, Tarará y Bacuranao, y la Vía Blanca propició el surgimiento de repartos residenciales en Colinas de Villa Real, Alamar, Bahía… mientras que Cojímar se consolidaba como un poblado de pescadores no exento de interés turístico.
Si del lado oeste de La Habana vivían un millón de habaneros y seguía luego la provincia de Pinar del Río, la «Cenicienta», pobre y olvidada, del lado este radicaba la mayor parte de la población cubana y se abría un territorio de pujante o potencial riqueza.
El Malecón resulta la vía más rápida para alcanzar el oeste habanero. Cualquiera de los dos túneles que cruzan bajo el río Almendares —uno de los cuales suplantó al famoso puente de Pote, que se abría en dos partes a fin de dar paso a las embarcaciones— enlaza el Vedado con Miramar, el barrio diplomático y empresarial por excelencia, con una Quinta Avenida fastuosa. Más allá, por la carretera Panamericana, la Marina Hemingway abre una puerta a la aventura.
El habanero se olvida a menudo del Almendares. Sin embargo, ese río es uno de los símbolos de La Habana y parte entrañable de su identidad. Por el Parque Metropolitano llegan a la capital los parques naturales, el pulmón verde que la capital necesita y del que forman parte, en la capital de la urbe, el Parque Lenin, el Jardín Botánico, los terrenos de Expocuba, Río Cristal y el Zoológico Nacional. Es difícil reproducir con palabras tanta maravilla.
Desde el sur, por la Avenida de Rancho Boyeros, puede retornarse al Vedado. La Ciudad Deportiva se encuentra en ese paso y, frente a ella, la Fuente Luminosa. Queda atrás la Plaza de la Revolución y se desemboca otra vez, de golpe, en la Avenida 23. Si se sigue por G hacia el mar, se apreciarán los monumentos a Salvador Allende, Benito Juárez, Omar Torrijos, Eloy Alfaro y Simón Bolívar y, más abajo, en la intersección con Malecón, el que rinde homenaje al general independentista cubano Calixto García. A la izquierda está la Casa de las Américas, una de las grandes instituciones culturales del continente.
Se impone una vuelta a La Rampa. ¿Qué tal un helado de chocolate o de vainilla? Bueno, ahí está Coppelia, más que una heladería, una institución nacional, donde a veces es posible degustar los mejores helados del mundo.