Lecturas
En la Cuba colonial, el establecimiento y fundación de una ciudad era cosa del rey español. Así sucedía de manera habitual, pero hubo sus excepciones. Cinco ciudades nacieron en la Isla gracias a la iniciativa privada. Fueron Santa María del Rosario, Jaruco, San Antonio de los Baños, Guisa y Bejucal.
La persona que echara sobre sus hombros semejante empresa debía tener, por supuesto, recursos suficientes para asumirla. A su cargo estaría la construcción del nuevo núcleo urbano con sus calles y plaza central, la iglesia y el ayuntamiento con sus dependencias, además de algunas viviendas y el bosquejo de un conjunto de servicios mínimos. Eso no era todo. El fundador debía ser hombre influyente para conseguir que personas que hasta el momento vivían en otros sitios, se instalaran y mantuvieran en la nueva localidad. El rey recompensaba al fundador con un título nobiliario y consolidaba su dominio sobre el territorio que le había donado, no solo en lo económico, sino también en lo político y lo jurídico.
El capitán Juan Núñez de Castilla era el dueño de la rica región de Bejucal y del próspero negocio de tabaco que allí florecía. Sería él quien asumiría la fundación de la localidad que nacía con el nombre de San Felipe y Santiago de Bejucal, el 9 de mayo de 1714, hace ya 300 años.
Acerca de ese personaje, dice la Doctora María Teresa Cornide en su libro De La Habana, de siglos y de familias:
«A finales del siglo XVIII llegó a La Habana, procedente de Almuñécar, en Granada, el capitán don Juan Núñez del Castillo y Piñero Espejo y Castilla… Era un rico latifundista y comerciante quien había viajado a la Corte, donde argumentó su solicitud de fundación de un pueblo cercano a La Habana que favoreciera el asentamiento de los numerosos canarios que habían comenzado a llegar a Cuba, desde 1678, como una medida para el fomento de las vegas de tabaco. Es así que fue fundado un pueblo… en terrenos de la hacienda llamada El Bejucal, por lo que se le concedió el primer Señorío de la Isla y fue el Adelantado y Justicia Mayor de Bejucal. Años más tarde se le concedería el título de Marqués de San Felipe y Santiago (1730) con el Vizcondado previo de San Jerónimo».
La posición de Bejucal para entonces era ya estratégica. Situada en el centro de la antigua provincia de La Habana, la localidad se hallaba a la misma distancia del puerto de La Habana que del puerto de Batabanó, puntos que esta se encargó de enlazar mediante un camino real muy transitado y activo. En los días del asedio y toma de La Habana por los ingleses, en 1762, Bejucal alistó tres compañías de voluntarios. Una de ellas fue enviada a La Habana a fin de reforzar la defensa de la ciudad, otra se destinó a proteger Batabanó y la tercera quedó al cuidado de la propia villa que, con el tiempo, adquiriría importancia primordial en la aclimatación de las tropas llegadas de España y su dislocación posterior por el resto de la Isla, Yucatán y Sudamérica, así como también en la concertación de presos, el aseguramiento del comercio y el combate del cimarronaje, incluso en otras áreas del Caribe.
En 1837 el ferrocarril enlazó La Habana y Bejucal, paso inicial del que unió La Habana con Güines, en 1838. Fue el primer camino de hierro que existió en Hispanoamérica y aun en España, empresa colosal que exigió recursos extraordinarios y reunió una mano de obra compuesta por criollos, europeos pobres y negros africanos.
Con el tiempo, el cultivo del tabaco fue desplazado por el del azúcar en Bejucal. Y la población —mayoritariamente canaria, castellana y andaluza— experimentó un intenso proceso de mestizaje étnico, social y cultural con el arribo de esclavos llegados desde regiones diversas de África. Hacia la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, llegaron asimismo, chinos, gallegos, catalanes, vascos, franceses, polacos, alemanes, libaneses… Esa mezcla de razas, ese «ajiaco», forjó caracteres y tradiciones muy originales que conformaron las charangas de Bejucal, alimentaron la pasión por el teatro y dotaron de rasgos muy particulares a la música.
Puente permanente de encuentros y confluencias, Bejucal se asentó en la falda de la sierra que lleva su nombre, a resguardo de sequías y huracanes, en un valle feraz del que el obispo Espada dijo que «temía poner la punta de su bastón por miedo a que naciera».
Bejucaleños ilustres son el coronel Juan Delgado, que tras el combate de San Pedro, rescató los restos del mayor general Antonio Maceo y del capitán ayudante Francisco Gómez Toro; Arturo Comas, precursor de la aviación; el escritor Félix Pita Rodríguez y su hermano, el periodista Paco P; y el cantante Orestes Macías. También el escultor René Negrín, la pintora Mirta Cerra, el teatrista Carlos Díaz, la soprano Bárbara Llanes, el cantante y compositor David Blanco y el cineasta Evaristo Herrera. El comandante Juan Ramón López Fleitas, fundador de la columna Enrique Hart, entre otros muchos. No debe quedar fuera de esta relación José Francisco Arango del Castillo, fundador y primer director de la primera biblioteca pública que existió en la Isla y que auspició la Sociedad Económica de Amigos del País.
Por eso, aunque debimos haberlo hecho hace por lo menos un mes, nos vamos a Bejucal ahora, y lo hacemos de la mano de nuestro amigo el narrador Omar Felipe Mauri, presidente del comité provincial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en Mayabeque, quien por modestia no se incluye en la relación de bejucaleños ilustres, aun cuando tiene sobradas razones para hacerlo.
A juicio de Mauri, lo que marca a Bejucal en sus 300 años de existencia es su destino de unir, comunicar y abrazar. Si algo quiere resaltar en la fecha es el aporte de esa ciudad, por modesto que sea, a la construcción del país.
Poco importa que Bejucal fuera el primer señorío —y fueron solo cinco—, ni que sea una ciudad fundada y construida no a expensas de la colonia española, sino de un particular en una suerte de cuentapropismo colonial, dice Mauri y precisa: «Lo que importa es haber contribuido, digamos, a la defensa de La Habana cuando el ataque y la toma de esa ciudad que protagonizaron los ingleses en 1762. Importan sus charangas, una de las fiestas populares, al decir de Fernando Ortiz, más genuinas de la Isla, e importan las figuras imprescindibles que ha aportado a las letras y a la plástica nacionales».
El origen de las charangas se pierde en la noche de los tiempos, y en su devenir evolucionaron y se enriquecieron sin perder la esencia. Como en los carnavales de La Habana y Santiago de Cuba, y las parrandas de Remedios, en su nacimiento intervinieron también los esclavos que, tras la Misa del Gallo, bailaban, al compás del tambor, alrededor de la iglesia de Bejucal, mientras que blancos y mulatos disfrutaban del espectáculo que regalaban aquellos negros que, con movimientos frenéticos, invocaban a sus dioses.
No tardaron las charangas en convertirse en escenario de la aguda confrontación entre españoles y cubanos. Por eso surgieron el bando de los malayos, que agrupaba a los primeros, y el de los musicangas, en el que se concertaban negros —esclavos y no—, mulatos y blancos que seguían el compás furioso de los tambores, mientras que los malayos desfilaban muy tiesos, en actitud casi marcial, al ritmo de su banda.
Así llegó el siglo XX, y los grupos recibieron nuevos nombres. Musicanga pasó a ser La Ceiba de Plata, con su distintivo color azul y el alacrán como símbolo. Malayos se llamó La Espina de Oro y se decidió por el rojo y el gallo. Hasta hoy.
No hay suceso del acontecer de Bejucal que quede fuera de sus charangas, una fiesta en la que coinciden la música, la danza, el teatro, la artesanía. Tampoco pasan inadvertidos en ellas acontecimientos trascendentales de la nación. Los incorpora y quedan grabados como huellas definitorias del desarrollo expresivo, conceptual y artístico de una celebración que sobresale por su magia, sus tambores, su cabildo y por esos personajes como Macorina, Mujiganga, el Yerbero, la Bollera y la Culona, quienes ponen una nota más de alegría en el duelo fraterno que entablan, en los días finales de cada año, La Ceiba de Plata y La Espina de Oro, o el alacrán y el gallo, en defensa de sus colores respectivos.
Mauri, que publicó hace años un libro sobre las charangas —De la mágica cubanía—, aclara ahora que sin congas no hay charangas. Como en otras localidades cubanas, la conga tiene en Bejucal un significado de unidad, comunicación y de profunda sociabilidad. Como un hecho cultural de particular importancia, el pueblo acepta, modifica y eterniza coros y tonadas de la conga, y el diálogo que se entabla entre los que arrollan tras los músicos y el improvisador o la trompeta prueban la raíz colectiva de las congas charrangueras.
Es el género musical cubano por excelencia, sentencia Mauri. En ocasiones se nos ha discutido la paternidad del bolero, la habanera, el mambo y hasta la salsa desde España, México, Puerto Rico y Estados Unidos, pero nadie duda del origen de la conga. El mundo entero la reconoce como signo de nuestra identidad. La conga es cubanía total.
No existe en la geografía cubana localidad que carezca de esas agrupaciones —informales, pero siempre listas. No hay municipio en la provincia de Mayabeque que no disponga de una conga para celebrar cualquier acontecimiento, desfile, acto o encuentro. Bejucal, en específico, no tendría una de las fiestas más importantes del país sin ese ritmo de tambores, rejas de arado y cencerro, bombo y trompeta.
Concluye Omar Felipe Mauri:
«Aunque parece vivir en un limbo de nadie, la conga sigue fuertemente prendida al alma cubana, a sus demostraciones de júbilo y celebración… La conga no necesita salones ni escenarios; nadie la enseña a bailar ni se aprende en ninguna escuela. Tiene poco espacio en los planes académicos, pero sigue viva en cualquier calle de Bejucal, Quivicán, Güines, Nueva Paz, Madruga o San Nicolás de Bari. Vive aún para felicidad y suerte de todos».