Lecturas
Estudiantes universitarios con los que debo sostener un encuentro el próximo día 18, me preguntan si los asesinatos de Julio Antonio Mella, en México, el 10 de enero de 1929, y de Rafael Trejo, en La Habana, el 30 de septiembre del año siguiente —al que aludimos en detalle la semana anterior— fueron los primeros crímenes del dictador Gerardo Machado.
No lo fueron. Cuando ocurrió el primero de los hechos de sangre mencionados, ya una larga cadena de crímenes jalonaba el mandato del llamado «mocho de Camajuaní». El trágico rosario se inicia con la muerte del periodista Armando André, baleado cuando intentaba entrar en su casa, el 20 de agosto de 1925, justo el mismo día en el que Machado cumplía tres meses en el poder. Uno de los últimos fue el de la militante comunista Ana Luisa Lavadí, herida mortalmente el 1ro. de agosto de 1933, cuando participaba en una manifestación callejera contra el régimen.
Entre una fecha y otra, se impone responsabilizar a las fuerzas represivas machadistas con cientos de crímenes individuales y no pocas masacres, como la del 7 de agosto de 1933, que deja el saldo de 20-30 muertos y más de cien heridos, luego de propalarse la falsa noticia de la caída de Machado, y, antes, en 1926, el asesinato colectivo de numerosos emigrantes canarios acusados en Ciego de Ávila del secuestro de un rico colono azucarero. Sobre el comandante Arsenio Ortiz cayó la responsabilidad del asesinato, en la región oriental, de 44 personas en menos de un año. Con valentía y entereza el juez Ríos Balmaseda procesó al llamado «Chacal de Oriente», y no quedó a la dictadura otro remedio que tomar cartas en el asunto. No pasó nada a la postre. Con la protección de Machado, Ortiz salió de Cuba con destino a Alemania, a fin de asistir a la boda de una hija, y se radicó después y hasta su muerte en la República Dominicana de Trujillo.
Con el asesino de Rafael Trejo, el policía Félix Díaz Robaina, que era un niño de teta al lado de Ortiz, sucedió algo similar. Por los sucesos del 30 de septiembre de 1930, Juan Marinello, catedrático de la Universidad de La Habana, y tres estudiantes de ese centro docente fueron procesados con exclusión de fianza y permanecieron encarcelados hasta mediados de octubre. Se les acusaba de haber promovido la manifestación estudiantil. A Díaz Robaina, en cambio, el juez le dio la posibilidad de la fianza, que depositó de inmediato el pagador de la Policía. Enseguida se le rehabilitó y Robaina pasó a prestar servicio en la reserva especial de la Jefatura. Luego, amnistiado, fue ayudado por la propia Policía a salir de la Isla.
En 1926 era ultimado en la ciudad de Morón el dirigente ferroviario Enrique Varona. Se dirigía al cine en compañía de su esposa e hijo cuando dos soldados, sin importarles que los reconocieran, lo acribillaron a balazos a la vista de varios transeúntes. Los también dirigentes obreros Claudio Brouzón y Noske Yalob fueron arrojados a los tiburones en enero de 1928, luego de someterlos a torturas sin cuento en la Sección de Expertos de la Policía Nacional.
En abril del mismo año desaparecían para siempre el teniente de aviación Ponce de León y el alférez Pérez Terradas, acusados de complicidad en el supuesto golpe de Estado que orquestaba contra Machado su ministro de Guerra y Marina, Rafael Iturralde. Para justificar su ausencia, se dijo que habían salido en un vuelo de prueba y no regresaron.
En la noche del 29 de junio le tocaba el turno a Blas Masó, coronel del Ejército Libertador, baleado con alevosía cuando, en compañía de su familia, tomaba el fresco en la azotea de su casa, en el Cerro. Lo acusaron asimismo de complicidad con Iturralde, que había huido nueve días antes luego de recibir un aviso suficientemente explícito de Machado. Decía: «Si no se va de Cuba antes de 24 horas, lo mato». Iturralde no demoró en tomar las de Villadiego. Masó, confiado, decidió permanecer en La Habana.
Semanas más tarde, el 11 de agosto de 1928, en la calzada de San Lázaro, mientras se dirigía a su domicilio, era agredido, con un blackjack manejado con destreza, el periodista y representante a la Cámara Bartolomé Sagaró. Se trataba de un político liberal, ajeno al entorno palaciego, que exigió a Machado unas elecciones honestas a fin de alejar de los cargos públicos a lo que él llamaba la delincuencia electoral. Golpeado salvajemente en la cabeza, Sagaró demoró varios días en morir, no sin antes revelar al juez de instrucción la identidad de su agresor, Ramiro Mañalich. No pasó nada; se trataba de otro crimen del Gobierno.
Hay en esta larga cadena de hechos sangrientos uno que merece ser destacado. No se le conoce suficientemente. El 9 de agosto de 1931 tuvo lugar un suceso que, por sus dimensiones e importancia, la prensa bautizó como la tragedia de Luyanó. Allí, en la esquina de Manuel Pruna y Trespalacios, Arturo del Pino, capitán del Ejército Libertador, cercado por la policía en la fábrica de medias de su propiedad, decidió vender cara su vida. Muy cara.
Del Pino era hombre de absoluta confianza de los nacionalistas. En su fábrica de medias se guardaba todo un arsenal, así como documentos muy comprometedores y servía como lugar de encuentro y reunión para oposicionistas destacados.
Fue precisamente la frecuencia de las visitas y lo numeroso de estas lo que hizo sospechar a Celia Amohedo Herrera, de 18 años de edad y vecina de la casa de enfrente a la fábrica, que en aquel establecimiento se cocinaba algo raro y quizá hasta se preparasen artefactos explosivos. Tal vez por miedo a que alguna bomba explotara por mal manejo frente a su casa u otra razón o sentimiento que ya nunca podrá precisarse, Celia, sin reparar en las consecuencias, comunicó a la policía sus temores.
El día de los sucesos, el capitán Del Pino observó detenidamente por una ventana los movimientos de Celia. Advirtió la llegada de la Policía y la conversación que sostenía con la joven, y la manera reiterada en que esta señalaba para la fábrica. No lo pensó dos veces el capitán, y de un balazo certero la dejó muerta. Enseguida se dispuso a enfrentar a los sicarios machadistas. No menos de diez policías y agentes de la Sección de Expertos habían arribado al lugar en el primer momento. Dentro del establecimiento, junto a Del Pino, se hallaban solo dos hombres. Un empleado del lugar, Felipe Cabezas, más conocido como «El Gallego», e Ignacio Arjona, amigo del propietario desde muchos años antes.
Refiere la crónica periodística que el fuego se prolongó durante tres horas consecutivas. Una batalla desigual que puso de relieve el valor y la serenidad del capitán Arturo del Pino y de Felipe Cabezas. Los resultados del combate son elocuentes.
Aparte de la soplona, un vigilante quedó muerto. Otros tres fueron heridos graves, mientras que cinco más se reportaron como heridos menos graves. Todas las bajas fueron ocasionadas por los disparos de Del Pino y de «El Gallego», pues Arjona recibió una herida grave al comienzo de la refriega y salió por el fondo de la fábrica, donde fue detenido.
Mientras tuvieron municiones aquellos dos bravos no dejaron de disparar. Policías y expertos se parapetaban tras los árboles y las columnas de las viviendas circundantes, sin atreverse a avanzar, temerosos de ser víctimas de «tantas balas como salían de la fábrica de medias». Y la verdad era que salían muchas balas, pese a que solo dos hombres se hallaban en el interior del inmueble. El veterano mambí y su compañero, para sembrar el desconcierto entre los policías y hacerles creer que en la casa había muchos hombres, disparaban dos veces por una ventana para enseguida trasladarse a otra y a otra más y repetir la misma operación. Hicieron creer así a los que los cercaban que el local de la fábrica de medias estaba lleno de hombres armados.
La resistencia, lamentablemente, no podía ser infinita. Tres horas después de iniciado el combate, los disparos de Del Pino y «El Gallego» se hicieron escasos y demorados, lo que hizo sospechar a los sitiadores que las municiones comenzaban a escasearles a los sitiados. Así ocurría, en efecto. Policías y expertos, con rifles y ametralladoras, arreciaron entonces su ataque contra el inmueble. Una lluvia de balas atravesó puertas y ventanas e impactó los cuerpos extenuados de Arturo del Pino y Felipe Cabezas, segando sus vidas de manera instantánea.
El prolongado silencio que siguió al ataque brutal hizo comprender a la fuerza represiva que ya no había nadie con vida o, al menos, en condiciones de resistir, en el interior del inmueble. Dos o tres de los más arrojados entre los atacantes se decidieron a entrar. Cuál no sería el asombro de aquellos hombres cuando vieron en el interior del amplio edificio solo dos cadáveres atravesados por un sinfín de balas. Parecía que una sonrisa de felicidad plegaba los labios de ambos hombres porque morir, como murieron, había sido para ellos motivo de satisfacción y gloria.
En el largo martirologio que generó la lucha contra Machado hay nombres muy conocidos y recordados. Juan M. González Rubiera era casi un niño cuando encontró la muerte. Alfredo López, el amigo de Mella, horcón de la Federación Obrera de La Habana, vivió sin miedo ante las amenazas que lo acompañaron hasta el final. Félix E. Alpízar, estudiante detenido en plena vía pública por el mismo jefe de la Policía Nacional, apareció cadáver, a la caída de la dictadura, en las caballerizas del castillo de Atarés. A los hermanos Valdés Daussá se les aplicó la ley de fuga en G y 25, en el Vedado. Pío Álvarez, herido a quemarropa en la cabeza, moría en medio de horribles dolores en el patio del Hospital de Emergencias sin que los expertos que allí lo condujeron permitieran que se le prestara asistencia médica…
Las fuerzas represivas machadistas no se detenían ante nada. Su última «hazaña» en La Habana fue el asesinato de un mendigo. Regresaba a su buhardilla Manuel García González con un cartucho de comida en las manos cuando caía acribillado a balazos en la esquina de Valle y Pasaje Upmann. Ese mismo día una bomba había explotado en la calle Mazón y la policía buscaba al «bombero», aun cuando sabía que los autores del hecho habían sido los mismos porristas, interesados en provocar desórdenes para seguir cobrando sus servicios y asesinar a mansalva. Fue así que aquella tarde le tocó perder a un joven hambriento y desocupado, totalmente ajeno a la política.