Lecturas
Hace poco más de un par de años me tocó atender a Robert Duvall durante una breve estancia suya en La Habana. Vino como parte de un grupo de figuras del cine norteamericano —directores, actores, guionistas, productores— entre los que sobresalía el muy popular Benicio del Toro. Para los que desconozcan a quién me refiero, diré enseguida que Duvall es el actor que interpreta el papel del consejero —el abogado de la familia Corleone— en la cinta El padrino, de Francis Ford Coppola; un hombre sumamente agradable y simpático que acariciaba en esos días la idea de filmar una película en La Habana. Encarnaría en esta a un norteamericano ya maduro que regresa a la capital de la Isla, una ciudad donde vivió de niño y que recordaba vagamente. El padre del niño aquel se había desempeñado como guardaespaldas o chofer de un cabecilla mafioso.
Desconozco en qué quedó ese proyecto. Duvall lucía muy interesado en llevarlo adelante e insistía en volver a su país con una visión abarcadora de La Habana por rápida y apretada que fuera. Y seguramente por eso alguien pensó en que yo podía servirle de cicerone. Hice una lista de aquellos lugares que me parecieron imprescindibles: el Museo de la Revolución —antiguo Palacio Presidencial—, el Gran Teatro, el Capitolio, la Plaza de la Catedral… Duvall no objetó la visita a ninguno de esos sitios, pero me pidió que incluyésemos en la relación una visita al teatro Shanghai, en el Barrio Chino. Le comenté que ese teatro ya no funcionaba. No dio importancia al asunto. Precisó que quería visitarlo de todas maneras. Se encogió de hombros cuando le advertí que no existía el edificio que le dio albergue. Ni modo. Insistió en que lo llevara al lugar donde estuvo erigido dicho coliseo, en Zanja esquina a Manrique.
Como a esa altura de la conversación sabía ya que Robert Duvall nunca antes había estado en Cuba, sospeché que tal vez tuviera al teatro Shanghai en su imaginario gracias a lo que Marlon Brando pudo haberle contado acerca de La Habana y, aunque no quise confirmarlo, esa suposición se convirtió en certeza cuando no tardó en expresar su deseo de visitar otro lugar ya inexistente, las otroras célebres fritas de Marianao, aquel ringlero de bares y cabarés de segunda categoría —Rumba Palace, Pensilvania, La Taberna de Pedro, El Niche…— que abrían sus puertas entre las dos rotondas de la Quinta Avenida, frente al Coney Island y el Havana Yatch Club, y en los que Brando hizo habitual su presencia durante sus noches cubanas. De esos establecimientos —donde figuras como el Chory y la vedete Tula Montenegro, con su anatomía despampanante, se adueñaban de la escena— quedaba, para suerte del artista visitante, el Rumba Palace, con una inexplicable cubierta de guano que trae el campo a la ciudad en pleno Miramar.
La crónica habanera está llena de agujeros negros. Hay toda una historia acerca del cabaré Tropicana y relatos pormenorizados sobre el bar Floridita. Y justo es que se les ensalce por lo que fueron y siguen siendo. Sin embargo, de un bar como el Sloppy Joe’s y un cabaré como el Sans Souci, establecimientos de primera línea en la noche habanera anterior a 1959, apenas se habla. No solo fueron lugares que ya no son, sino que su historia parece irremisiblemente perdida. A esa categoría pertenece el teatro Shanghai.
Lo primero que conviene aclarar es que ese coliseo de la calle Zanja número 205 presentaba —y así se leía en su marquesina— un espectáculo «frívolo y picaresco». Precisaba en su reclamo: «Todo como en París», con lo que —escribe el musicógrafo Cristóbal Díaz Ayala— a quien no hubiera ido nunca a París se le quitaban para siempre las ganas de visitar la capital de Francia.
Su programación se inscribía en la tradición cubana del bufo. Más que un teatro pornográfico, Díaz Ayala lo define como un escenario de malas palabras y coristas gordas desnudas. En la cartelera se anunciaban «desnudos artísticos y bailables nudistas», pero lo habitual eran cinco o seis coristas desnudas, o apenas cubiertas por una leve gasa, que permanecían estáticas en el escenario durante uno o dos minutos antes de que cayera el telón. El desnudo en el Shanghai fue siempre femenino y nunca se llegó a la escenificación del acto sexual. Sí a su amago: una mujer, mientras coqueteaba con un hombre, se quitaba la ropa hasta llegar al panti. De ahí no pasaba. O dos o más coristas se desnudaban al compás de una rumba y el telón caía lento cuando se habían despojado ya de la última pieza. El homosexual no era un tipo fijo en las puestas. Un número como el de Supermán, aquel personaje que lucía en escena su extraordinaria varonía, nunca se escenificó en el Shanghai sino, hasta donde sabe este escribidor, en una casa del barrio de tolerancia de Pajarito y siempre ante un público reducido que pagaba una cuota alta para presenciarlo.
No explotaba el Shanghai el tema político. Bastaba en sus obras el tema sexual. Aunque ninguna de las obras que exhibió debió haber sido nada del otro jueves, su programación cambiaba a menudo y los estrenos se sucedían con frecuencia, como, a modo de ejemplo, se desprende de los anuncios insertados en la cartelera del periódico Prensa Libre en sus ediciones correspondientes a julio-agosto de 1949. Había funciones, de lunes a sábado, a las 8:30 y a las 11:30 de la noche, y también a las tres de la tarde, los domingos. De cuando en cuando se presentaban funciones especiales a las 12 de la noche; nunca nada excepcional, algún estreno, por lo general. Amores en Varadero, La mujer artificial, Mi marido, el otro y yo y Macho o hembra eran los títulos de algunas de esas obras. Nunca se mencionaba el nombre de los autores. Parece que en algún momento se proyectaron películas pornográficas.
Conviene, dice Díaz Ayala, esclarecer el nombre de este coliseo. Decimos y escribimos Shangai. Pero el nombre verdadero era el de Shanghai, que se pronuncia con una hache aspirada que se convierte casi en jota: Shanjai. El destacado musicógrafo no recuerda que nadie le llamara así, pero está casi seguro que así decía el letrero colocado en la fachada del teatro.
Hasta donde conoce este escribidor, se conservan pocas fotos del Shanghai. La entrada y la taquilla del local quedaban en el lado izquierdo de la fachada del inmueble. Desde ahí se avanzaba por un pasillo y el lunetario quedaba a la derecha. En ese pasillo se vendían libros pornográficos y revistas de desnudos, lo que no era privativo del lugar, pues era posible adquirir ese tipo de material en las vidrieras de apuntaciones de la charada y la bolita ubicadas en bares y cantinas de cualquier parte de la ciudad, donde libros y revistas se colocaban en un cordel sujetos por palitos de tendedera u horquillas. Había un primer piso o tertulia. Se abonaba un peso para acceder al lunetario y 40 centavos para la tertulia.
Como en La Habana de entonces todo era posible, sesionaba una sociedad teosófica en lo alto del edificio. Nada tenía que ver con el teatro, pero la auspiciaba el mismo propietario del coliseo. Por cierto, dice el escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II en su biografía del Guerrillero Heroico, que el Che, al tomar posesión de la fortaleza de La Cabaña, en enero de 1959, se enteró de que el propietario del Shanghai era un argentino, y se sintió muy molesto.
El público, en su mayoría, era cubano. Para los del interior, la visita a La Habana no estaba completa si no se visitaba el Shanghai. Se seguía en eso la tradición alhambresca, y, como en el teatro Alhambra, tampoco asistían mujeres. Lo mejor de su repertorio era la parodia del Don Juan Tenorio, de Zorrilla, llevada a las tablas de manera infaltable cada 2 de noviembre, Día de los Fieles Difuntos. La orquesta la conformaban piano, batería, trompeta, violines y uno o dos instrumentos más. A uno de los violinistas le apodaban «Calabaza».
Actores destacados del Shanghai fueron el Chino Wong y Armando Bringuier —el Viejito Bringuier—, que también se movieron con éxito en la radio y la televisión y en otros teatros. Arrebataba en sus presentaciones —y nunca se desnudó en el escenario— la rumbera Cuquita Carballo. Se presentaba en el Cabaret Regalías, programa musical de CMQ, y era muy aplaudida en los shows del cabaret Sierra, en Concha entre Cristina y Vía Blanca, en Luyanó, y en el Bambú Club, un restaurante campestre en el más precioso recodo del río Almendares; entre los kilómetros cinco y seis de la avenida de Boyeros.
Fue una artista completa esta mujer nacida en La Habana, el 19 de agosto de 1922. Muy temprano se inició María Luisa Carballo en el mundo del espectáculo. Su paso por el afamado circo de Santos y Artigas le abrió todas las puertas. Trabajó además para la radio, dejó grabados varios discos de larga duración y fue muy celebrada su interpretación de Piel canela, del puertorriqueño Bobby Capó. Durante la II Guerra Mundial estuvo entre los talentos artísticos que brindaban entretenimiento a militares estadounidenses internados en el hospital Biltmore, de Coral Gable, Florida, el cual se convertiría en un hotel de lujo una vez finalizada la contienda. Por ello mereció una condecoración del Gobierno de Washington.
Como vedet, fue muy popular en España y en casi toda Sudamérica. Se hizo aplaudir en Argentina, Uruguay, Chile, Perú y, sobre todo, en Brasil, donde una calle de Río de Janeiro lleva su nombre. Allí filmó para la gran pantalla películas como Carnaval no fogo (1949), Avis aux navigants (1950) y Carnaval Atlántida (1952), entre otras, así como Pasaportes para un ángel (1952), del español Javier Setó, junto al también cubano Otto Sirgo, y El millonario (1955), del argentino Carlos Rinaldi. Cuquita Carballo falleció en 1988.
Existía en el Shanghai una participación muy intensa del público. Con suma frecuencia se imponía encender las luces de la sala para poner freno a la indisciplina de los presentes y sacarlos si era necesario. En una ocasión se representaba en la escena un brindis con champán cuando un espectador rompió a gritar incesantemente desde la tertulia que lo que había en la copa no era sino Materva, ese refresco de color amarillo. En vano trataban los actores de avanzar con el libreto, pero la risa del público y los gritos del inoportuno no se los permitía. Cuando estaban a punto ya de encenderse las luces, Tobita, el negrito de la compañía, salvó la situación. Se adelantó al proscenio y dirigiéndose al gritón, con la copa en la mano, exclamó:
—Claro que es Materva… Por 40 quilos que pagaste de entrada, ¿qué c… querías? ¿Champán de verdad?».
El teatro se cayó abajo de aplausos.