Lecturas
El transporte regular de pasajeros entre La Habana y Matanzas quedó establecido el 7 de febrero de 1818, gracias a una diligencia que hacía el viaje todas las semanas, aunque desde el siglo XVI era posible cubrir la ruta por el camino llamado de Tierra Adentro.
El vehículo en cuestión salía de Guanabacoa en la madrugada del viernes, hacía escala en Jaruco y llegaba a su destino a las 12 meridiano del domingo. Así sucedía en tiempo de seca, porque durante la estación de las lluvias, el camino real se tornaba intransitable y la travesía era por lo general más demorada. El coche tenía capacidad para seis pasajeros y era tirado por cuatro caballos. El importe del pasaje era de una onza de oro.
Un año más tarde llegaba a Cuba el primer buque de vapor conocido en los dominios españoles. Hizo algunas demostraciones en la bahía y en aguas cercanas a la boca del Morro y la gente saludó con entusiasmo aquel portento de la técnica que arrojaba humo y sustituía las velas por las grandes ruedas que lo impulsaban. Lo había traído el criollo Juan Manuel O’Farrill, natural de La Habana, a quien el rey de España otorgó el privilegio exclusivo para operar con vapores servicios de carga y pasaje entre los puertos de la Isla durante 15 años.
Bautizó O’Farrill aquel vapor con el nombre de Neptuno, y el 18 de julio de 1819 inauguró una travesía semanal entre La Habana y Matanzas y viceversa. Escogió la ruta por constarle la importancia mercantil de ambas plazas, ciudades que conocía muy bien porque en la capital desempeñaba la dirección del Real Consulado de Agricultura y Comercio, y había sido Comandante Militar de Matanzas.
Diez años después, el Gobierno municipal, pese a lo raquítico de sus fondos, se propuso mejorar el ornato público y la seguridad y la animación de la noche matancera. En esta línea, solventó la instalación, en 1829, de 250 faroles de reverbero, y apremió a los habitantes de la ciudad para que sustituyeran por techo de tejas o azoteas el guano que servía de cubierta a sus moradas.
Los propietarios más pudientes procedieron al pronto reemplazo. Otros moradores, en cambio, por falta de recursos u otras razones, no acataron con igual rapidez la ordenanza urbanística, pese a que se amenazó con que la municipalidad destecharía sus viviendas.
Por esa misma época, Madrid accedió al pedido del Gobierno matancero, y Fernando VI, el llamado «rey felón», aprobó, el 14 de diciembre de 1828, el escudo de armas propuesto para la ciudad y que se describía como de «campo azul con torre y puentes de oro y el Pan de Matanzas de plata; cubierto por una corona real de las Españas, y con hojas de caña y café laterales a título de frutos básicos de la jurisdicción».
Pero —y aquí viene lo interesante— la aprobación del escudo reportó al monarca una bonita cantidad de dinero. Pidió además que el Ayuntamiento yumurino erigiese una estatua suya, monumental, en un lugar emblemático de la ciudad. Esa escultura estuvo emplazada en un paseo matancero hasta el 8 de septiembre de 1947, cuando, desmontada de su pedestal, fue a parar, como pieza de museo, a los almacenes de la Escuela Provincial de Artes Plásticas.
El primitivo Ayuntamiento de la villa se reunía en la casa particular del alcalde todos los viernes, cuando el tañido de una campana anunciaba a los regidores o concejales la hora de celebrar la junta semanal. Si los temas eran pocos o se agotaban enseguida, dedicaban tiempo a estudiar las llamadas Ordenanzas de Cáceres, que regían la vida colonial. La inasistencia a esas reuniones, fuera cual fuera el motivo, representaba una multa de cuatro reales.
Dictó providencias el cabildo contra la vagancia y contra la presencia en la localidad de forasteros sin oficio ni beneficio, y mostró un celo extraordinario en las medidas con que trató de frenar el éxodo perenne de moradores, migración que impedía al municipio levantar cabeza. Tal preocupación se la expresaron al brigadier Vicente Raja, gobernador general de la Isla, durante su visita de 1717, a fin de que reprimiese la ausencia onerosa de familias locales.
Nada podía hacer el Gobernador porque el mal era de raíz. La fuga de los habitantes de la ciudad obedecía a la miseria de los labradores, debida al precio ruin del tabaco a causa del estanco. Sin contar que no había otro comercio efectivo en la jurisdicción. El mal se agudizó en 1760 cuando los vegueros, agobiados por las deudas, empezaron a carecer incluso de lo necesario para la manutención de sus familias. Decidió entonces el cabildo el envío a La Habana de uno de sus regidores, que expondría la situación al Capitán General y procuraría una mejora en el precio de las cosechas. Nada logró el enviado y los vecinos de la ciudad, reunidos en una sesión extraordinaria del Ayuntamiento, acordaron suplir los costos del viaje a Madrid de un plenipotenciario que debía exponer el asunto ante el Rey de España. Nada parece haber logrado tampoco.
Pocas localidades cubanas progresaron tanto y en tan poco tiempo como la ciudad de Cárdenas. La naturaleza favoreció el lugar y la mano del hombre puso el resto en aquel sitio que vivió durante siglos sumido en el olvido.
Tan solo existía allí una casa cuando, en marzo de 1828, en cumplimiento de las órdenes de Claudio Martínez de Pinillos, intendente general de Hacienda, Juan José de Aranguren, administrador de las Rentas Reales de Matanzas, fundó la villa en el corral del mismo nombre y sobre un amplio puerto del litoral del norte. Aranguren, que contaba con el respaldo del teniente gobernador Cecilio Ayllón, tuvo el concurso invaluable del agrimensor Andrés José del Portillo. Así, se trazaron las calles, se determinó la extensión superficial de cada solar, se tasaron con equidad los terrenos y empezaron a transferírseles a los interesados. Aquella casa solitaria que antecedió a la fundación era propiedad del Tesoro y se destinaba a vivienda del cobrador de impuestos en la zona y a almacén de sal.
Cárdenas creció por días. Enclavada en una región fértil en extremo, era sitio ideal para el tráfico mercantil entre las zonas agrícolas de las inmediaciones y las ciudades de Matanzas y La Habana. Los cultivos aumentaron de manera sorprendente y el Gobierno local destinó buena parte de los fondos provenientes de la venta de terrenos al mejoramiento y ornato de la calle principal y de la plaza pública. En 1836, ocho años después de su fundación, se reportaban en Cárdenas 279 solares repartidos, con 237 casas edificadas y un total de 926 habitantes.
El ferrocarril, establecido en 1841, atravesaba una comarca rica y pletórica de haciendas y fue factor decisivo para que en 1848 se le adjudicara a la localidad la cabecera de una tenencia del Gobierno con el nombre de Puerto y Villa de San Juan de Dios de Cárdenas.
Por esa época se contaban 73 casas de mampostería, 232 de madera y tejas y cinco de guano. Había, entre los establecimientos comerciales, dos boticas, dos tabernas, cinco tiendas de ropa y otras 25 tiendas mixtas, ocho panaderías y ocho fondas que servían asimismo de posada, siete cafés con billar… No faltaban dos barberías, diez zapaterías, cuatro herrerías, cinco carpinterías, cuatro sastrerías, dos talabarterías y ocho tabaquerías. La relación incluía platerías, relojerías, sombrererías, hojalaterías, 20 carbonerías y, entre otros establecimientos más, la inevitable valla de gallos.
Hacia 1860 la plaza del mercado era la mejor de la Isla, después de la de Santiago de Cuba. No faltaba el teatro. Tampoco la plaza de toros. Desde 1846 prestaba servicios el cuerpo de bomberos, y en 1872 funcionó el acueducto. En 1857 comenzó la instalación de la cañería para el alumbrado de gas, y en 1899 Cárdenas conoció la luz eléctrica. Desde 1878 la villa venía progresando gracias al fomento de grandes talleres de maquinaria, fundiciones, licorerías y refinerías de azúcar.
Cárdenas prosigue siendo Cárdenas aunque haya dejado en el camino el San Juan de Dios que se añadió a su nombre de 1848. No sucede lo mismo con otras localidades matanceras que cambiaron sus denominaciones originales. Así, Jovellanos, Colón y Alacranes fueron antes Bemba, Nueva Bermeja y Alfonso XII, respectivamente. Pedro Betancourt se llamó Corral Falso de Macurijes. Agramonte, Cuevitas; y Carlos Rojas, Cimarrones. Limonar fue Guacamaro; Máximo Gómez, Recreo o Guanajayabo; y Martí, Hato Nuevo o Guamutas, en tanto que San José de los Ramos, Los Arabos y Manguito se nombraron Cunagua, Macagua y Palmillas.
Se conoce poco que el 23 de agosto de 1824 ocurrió en Matanzas un pronunciamiento contra el despótico, rapaz y bárbaro Gobierno imperante entonces en la Isla. La protesta, que no iba enderezada al logro de la emancipación de Cuba, sino al restablecimiento de la Constitución que había regido en España y sus colonias y que fuera dejada en suspenso por el gobernador Francisco Dionisio Vives medio año antes, la protagonizó el alférez de dragones Gaspar Antonio Rodríguez al frente de siete lanceros.
Los que lo conocieron, calificaron a Rodríguez como un hombre temerario y valiente. Eran muy claros los términos de su demanda: restablecimiento de la Constitución, cese del robo sistematizado de los fondos públicos, sustitución de los magistrados venales…
Era una época difícil. Vives había conseguido acallar las voces de protesta en todas partes, y la Isla, en lo político, estaba sumida en un sopor y una apatía que parecían insuperables. El alférez de dragones Gaspar Antonio Rodríguez, aquel peninsular que se atrevía a clamar por el restablecimiento de las libertades públicas en Cuba, se vio solo, sin seguidores que lo apoyaran o ampararan. Perseguido y maltrecho se vio obligado a salir del país. Lo hizo a tiempo, porque un tribunal colonial lo juzgó en ausencia y lo condenó a morir en la horca.
Hacia 1860 hubo comunicación entre Matanzas y Nueva York gracias al vapor Matanzas, mandado por el capitán Seisgond. En 1852 había ya servicio telegráfico entre la capital de la Isla y la ciudad de Matanzas, y siete años más tarde el ferrocarril la enlazaba con la localidad habanera de Güines. En 1861 entró en servicio el ferrocarril de la Empresa de la Bahía habanera, cuyos coches salían de la estación de Fesser, en Regla, y llegaban a la capital yumurina. En 1885 esa urbe contó con su primera red telefónica, perteneciente al Cuerpo de Bomberos del Comercio, pero no sería hasta 1905 cuando se hizo posible desde Matanzas la comunicación telefónica con La Habana a través de la larga distancia.
Con documentación del Doctor Ismael Pérez Gutiérrez, e información de Ponte Domínguez, Santovenia y Roldán Oliarte.