Frente al espejo
«Es un mercado grande. Grandísimo. Y el más barato de todos los que conozco, porque mucha gente anda con las “piñas” y los “corazones” en la jaba de la lengua, y los “regala” como si no les hubieran costado nada. Es más, creo que algunos sienten placer “obsequiándolos” por doquier».
Con esta imagen dibujaba nuestro colega Norland Rosendo, en su comentario Por favor, no vaya a ese mercado, publicado el pasado 9 de agosto, la tendencia creciente en no pocos compatriotas de «aderezar» su vocabulario con puñados de malas palabras, otra inquietante expresión de retroceso en la esfera de los valores y una reafirmación de cuánto urge hacer para recuperar la decencia pública y cimentar una visión de la cultura que integre todas la maneras de manifestarnos.
El comentarista también provocaba el debate cuando afirmaba: «A veces, cuando los oídos se me llenan, y tantas “piñas” y “corazones” se atoran en mi cordura, me pongo a pensar en algo que vaya más allá de mi esfuerzo personal por eliminarlas, del tuyo o el de otros, y contribuya a cosechar una cantidad menor de esos productos. Y siempre me viene la misma idea: ponerle un precio fijo a cada uno, digamos, podrían ser 50 pesitos por cada palabrota pronunciada».
Los lectores no tardaron en asomarse al análisis de este problema. ¿Qué hay detrás de él?, ¿por qué muchas personas no incurren en ese mal hábito? En el ámbito del comportamiento público, ¿habrá de dejarse todo a la conciencia y el sedimento de la educación?, ¿cuánto más podemos hacer en nuestros escenarios cotidianos para que se dé la espalda al uso de malas palabras y otros malos hábitos e indisciplinas?
Aquí va un resumen de sus criterios que ahora podrá enriquecerse: los planteles ya se repletaron de estudiantes y el nuevo curso pone a prueba varias ideas para mejorar la labor de los consejos de escuela y la integración docentes-padres, en aras de cumplir mejor los propósitos formativos.
Un lector que se identificó como Heber coincide con la visión de que el uso de las malas palabras crece a pasos agigantados, pero discrepa en que el empleo de multas nos salvará de esta situación. «Busquemos las causas y combatámoslas —apuntó—, porque será la única forma de eliminarlas».
María siente «que le dan manotazos en la cara» cada vez que escucha una expresión soez. «Lo más doloroso es presenciarlo en boca de niñas y muchachas, incluso estudiantes universitarias», añade.
Baby encontró «muy certera la propuesta del periodista. Estaría muy bien aplicar esas multas “de 50 pesitos” por cada mala palabra...». Ella invita, además, a que se evalúe la posibilidad de elevar la cuantía de las multas que hoy se imponen a ciertas indisciplinas sociales, como poner la música a niveles ensordecedores. Afectar el bolsillo de los infractores tendría, a su modo de ver, un efecto positivo, y ese esfuerzo habría que acompañarlo del trabajo consciente y mancomunado entre todos para erradicar estos hechos.
Aunque no pasó de ser una sugerencia —que por su valor pedagógico merecería un análisis más sosegado—, a Ernesto Bustos le inquieta sobremanera cómo y dónde se aplicarán esas multas, pues pueden desencadenar un efecto contrario al imaginado. Él cree que la mayoría de las malas palabras se dicen en los hogares y los niños las escuchan, de ahí su propuesta de comenzar a educar por las familias y con los maestros, propiciando así que esta molestia vaya disminuyendo.
El criterio de Carlos Dantín Acosta fue integrador: «El combate ha de ser con toda la fuerza que tengamos, empleando la persuasión, la educación… y también con multas. La situación lo requiere. Recientemente escuché a niños de cuatro o cinco años expresar las “piñas” y los “corazones” como si se tratara de “papá” y “mamá”». Repiten lo que escuchan —enfatiza—, razón para que sobre el comportamiento de los adultos se ejerza una presión social mayor y no se desestime el uso de soluciones que podrían calificarse de «represivas».
En el debate en torno a esta cuestión tan espinosa y enraizada, cabría aplicar aquello de que todo es según el color del cristal con que se mira, como acuñó Campoamor; o aquella otra cuestión de si el vaso se ve medio lleno o medio vacío.
El internauta FPLA considera que «si hacemos lo que refiere el periodista, no solo con las palabrotas sino con muchas otras malas acciones, enderezaríamos mucho… Cuando la gente vea su bolsillo bien afectado junto con otras medidas —trabajo comunitario, como en muchos países, en actividades como sembrar y cosechar en el campo, limpiar áreas públicas y vías, hospitales, parques, etc.—, entonces los indisciplinados se medirán más para poner la música alta, proferir malas palabras, tirar desechos a la vía pública…».
Otro tanto piensa Fernando López. «Si tantas groserías cotidianas tuviesen respuestas adecuadas, quizá no habría ese “mercado” lleno…». Y como el asunto es esencialmente de disciplina social, el lector también recabó que se actúe resueltamente contra actos de exhibicionismo que en algunos lugares se han convertido ya en cotidianos, sin que a sus comisores parezca importarles las normas elementales de educación.
A Andy Pérez le complació que el tema se abordara, pues «nunca es tarde para nada en la vida y mucho menos para educar. La familia, la escuela y los medios de comunicación constituyen la principal trinchera educativa. Son muchas las causas. La chabacanería y el mal hablar se divulgan como moda. Todos debemos luchar contra esto y en todos los lugares», recalcó, invitando a que cada centro escolar haga suya la divisa de educar, como pedía Martí, y no únicamente enseñar.
Sería bueno que muchas personas leyeran e interiorizaran lo abordado en el comentario —opinó Zeida Isolina García Almeida—, pues «es insoportable lo que se oye en la calle e incluso y dentro de centros escolares, lo mismo por alumnos que por docentes». Cuando niña, recibió clases de una maestra egresada del llamado plan Makarenko (se nombraba Germania Griñán), quien les ponía a los niños multas de un centavo cada vez que decían una palabra mal dicha, fuese vulgar o no. Ese dinero iba a una alcancía y al final del curso se compraban regalos para los primeros expedientes. «Cuento la anécdota —añade— porque el interés de un buen maestro puede contribuir a una mejor expresión de nuestro rico idioma español».
La pertinencia de abordar este asunto ahora, en nuestros medios, no fue compartida por Dany: «Ya es demasiado tarde: la falta de educación es enorme y se ha enraizado en varias generaciones. Cuando comenzó su propagación, debió haber empezado el trabajo educativo y preventivo para ponerle freno», explicó el forista, partidario de que en la circunstancia actual los medios traten de enfocarse en los más sensibles problemas que aquejan a la sociedad, dígase empleos, salarios, alimentación, vivienda, transporte, calidad de vida. «Se lo vamos a agradecer a la prensa; no desvíen la atención», enfatizó.
No lo vio de esta manera Flora, quien opina que «no nos sirve de nada ser prósperos y groseros… Realmente, nunca se debió llegar a los extremos a los que se ha llegado y de eso somos responsables padres, educadores, vecinos, familiares, en fin, todos».
Abordar estas manifestaciones nos ayudará, sugiere Grajales, y en ellas pueden encontrar «los realizadores televisivos un buen material o guión para hacer cortos educativos». También se refirió a la urgente necesidad de actuar como modelos, pues «el niño hace lo que ve y no lo que se le dice que haga. Los medios tienen que insistir en condenar estas conductas, junto a maestros y familiares, del mismo modo en que los llamados órganos represivos deben lanzar alertas y poner multas administrativas si fuera necesario. Hay que sembrar mejores modales si es lo queremos para el presente mediato y para el futuro. Nunca es tarde si la dicha es buena, pues hay mucho que ganar y poco que perder en esta batalla contra las obscenidades».
«El problema ahora son las causas, acota Carlos Gutiérrez. Todos los fenómenos sociales obedecen a una. Mucho se ha hablado en los medios de las consecuencias (la pérdida de valores)», pero hay que «hacer una disección seria y minuciosa de las causas. Mientras se mantengan estas, aquellas también lo harán». El lector también llamó la atención sobre la necesidad de sacar otras enseñanzas a esta inédita situación, pues desde hace tiempo muchos ciudadanos vienen llamando la atención sobre ella en espacios de participación que necesitan articularse permanentemente, de manera que la sociedad no pierda su retroalimentación de opiniones y gane tiempo y madurez en la asunción de sus desafíos.
Andrés considera que la verdadera obscenidad no es solo una cuestión de forma, sino de contenido, pues hay quien disimula sus prejuicios o bajezas con palabras bellas o inofensivas. También llama la atención de que «muchas de estas malas palabras se han utilizado, de forma explícita, precisamente para romper el cerco que la hipocresía conservadora y los sarcasmos y eufemismos clasistas han tendido en muchas sociedades». Por estas razones, está de acuerdo en definir y regular el uso de ellas a través del debate, mas no en eliminarlas.
«Es un hecho (confirmado por algunas investigaciones) que la mayor parte de los usos que se le dan a estas palabras no tienen que ver con referencia degradantes en torno al acto sexual, la connotación más chocante que se les atribuye. Censurar su uso en el habla común en general a nombre de una sola connotación, puede terminar desconociendo el sinfín de situaciones y contextos en que estas palabras expresan diferentes conceptos. El lenguaje y su representación no son estáticos. Es por esto que soy de la opinión de que mucho más importante que emprenderla contra las palabras en sí mismas, sería evaluar las circunstancias bajo las que estas se emplean. Emplear ciertos términos en ciertos ámbitos constituiría una vulgaridad y una falta de respeto… Sin embargo, 1) la vulgaridad y la insensibilidad no dependen de las malas palabras para ser lo que son, y 2) no todos los ámbitos son iguales: por ejemplo, ¿qué hay del arte (música, cine, novela, poesía), qué de la comunicación informal, qué de la intimidad, que hay de la acción que motiva? Sin reflexionar en torno a todos estos matices, nuestra batalla por la belleza, lejos de ser emancipadora, se convertirá en una batalla reaccionaria».
Nunca es demasiado tarde para rectificar un error, por más tiempo que se lleve cometiendo, explicó Morpol. «Es cierto que hay problemas de muchos tipos que aquejan a nuestra sociedad, pero no se puede esperar para dar batalla contra este. Es vital dar pasos acertados para resolver los problemas económicos y así tratar de eliminar o atenuar las indisciplinas sociales que se cometen. Por ahí comenzaría a cimentarse el mundo mejor del que tanto se ha hablado, con personas con mayores valores humanos».