Una mañana formularon la pregunta con prisa y medio en serio, y nadie le hizo demasiado caso. Sin embargo, después, aquella incógnita tronó en varias ocasiones en mi mente: ¿Están igual que Mente Pollo, que todo lo critica?
Caracoles, pensé. Pocas veces encajó mejor la sentencia de Ramón de Campoamor, el conocido poeta asturiano: «Todo es según el color del cristal con que se mira». Mientras ese preguntador ve en el personaje humorístico de la televisión un criticón quisquilloso e incisivo, muchos miramos en su filosofía, al margen de los aciertos o desaciertos histriónicos, una manera frecuente de inconformidad, que denuncia tachas y vicios, deformaciones y fealdades comunes.
También apreciamos a la persona que con su estilo atolondrado nos advierte a millones sobre los baches eternos, los gerentes engreídos, los administradores gastronómicos que se compran mil atuendos con su «simple salario», los tramposos impunes del mercado, los burócratas «exitosos» de cada día, los camellos asfixiantes y sin giba, los que profanan la cultura, los cronistas parcializados y hasta sobre las pésimas Aventuras de la pequeña pantalla.
Contrario a la desaprobación de aquel preguntador, creo que no solo a la televisión sino a toda la sociedad le hacen faltan muchos Mente Pollo, que sean antónimos de ese mote, puedan juzgar con equilibrio y tengan la cabeza llena de reflexiones o propuestas; que posean una mente abierta y dialéctica, no estrecha y rígida como un mismísimo pollo de corral.
Hacen falta quienes desaprueben con su verbo a los déspotas, los dilatados trámites de la vivienda, los demagogos, los infladores de globos, los hipócritas, los panes-rocas de cada tarde, las prostitutas, los arribistas o a los que se caen para el lado y no para abajo.
La realidad no es, como a veces se pinta, un edén sin máculas ni desatinos; tiene yerros y dislates. Requiere, por eso mismo, exámenes y reprobaciones para que no se anquilose detrás de las apariencias.
La vida no ha de ser siempre anuencia complaciente, ni burbuja gloriosa, aunque tampoco un campo para francotiradores impertinentes o para eternos buscadores de defectos. Necesita constantemente de la crítica pública, la cual no significa, como bien nos han enseñado Martí y Fidel, una mordida con veneno, mucho menos un áspero puñal. Significa ver la mancha, pero primero la luz.
«La crítica es siempre difícil y solo una vez noble: cuando señala defectos pequeños de un carácter que vale más que sus defectos; cuando, en vez de limitarse a débiles exigencias de gramática, censura las ideas esenciales con alteza de miras, e imparcialidad y serenidad del juicio», nos decía el Maestro.
Mas, penosamente, a estas alturas, cuando en hipótesis nuestra sociedad se ha educado durante décadas sobre la base de ese apotegma martiano, no todos entienden la crítica como instrumento de salvación contra la pifia, sino como una dentellada letal, cuyo fin superior es «ir contra la imagen».
No hay en Cuba un solo preguntador que se asusta con los sarcasmos del profesor Mente Pollo. Hay cientos que siguen viendo fantasmas —si lo sabremos los periodistas— en los cuestionamientos a los problemas, que sacan enseguida a la luz al «enemigo» o desenvainan el: «oye, eso está muy fuerte», como si la verdad debiera andar siempre con curitas o camuflajes.
Si los seres humanos no tuviéramos la capacidad del enjuiciamiento serio y oportuno seríamos verdaderos mentes de gallos y nos moriríamos cada madrugada con un canto ronco, vano y adulón ante la luna o el sol.