Yoander junto a su esposa, Yaneisi, y sus dos retoños: Diannelis Liagnet (extrema izquierda) y Daliannis Maura (a la derecha de la foto). Autor: Osviel Castro Medel Publicado: 27/11/2019 | 08:51 pm
BAYAMO, Granma.— Tal vez estas líneas debieron brotar antes, en 2008, cuando Yoander Arias Borges se abrazó a sus padres en el acto de graduación de Cultura Física.
«¡Lo lograste!», le dijeron Damaris y Osvaldo, apretándolo con fuerza a sus pechos, probablemente sin conocer que su retoño se convertía en el primer «limitado» cubano en graduarse sin límites en esa especialidad que requiere vigores físicos.
Entonces él miró sus extremidades inferiores, sintió en el rostro los pequeños surcos trazados por las lágrimas y le llegaron en retrospectiva los sucesos fatales del pasado.
Su reloj apenas tenía nueve años cuando, en la línea del tren, su pierna izquierda fue arrancada de un tajo. A esa edad la inocencia domina los instintos y surgen costumbres imprudentes, como la de Yoander, que consistía en pasar cada día por debajo de los vagones estacionados, hasta que una tarde la locomotora… echó a andar.
La rueda le destrozó el fémur izquierdo por completo y «me dejó la pierna derecha colgando de un solo tendón, por aquí… por la parte de atrás, perdí los tejidos, los tendones y gran parte de la masa muscular», contaría tiempo más tarde, señalándose desde el calcáneo hasta el reverso de la rótula.
Pasó un año completo ingresado en el proceso de reconstrucción de la extremidad salvada: tres meses en su Bayamo natal y nueve en La Habana, y si consiguió terminar los estudios primarios se debió a la dedicación de maestros ambulatorios que iban hasta su cabecera a enseñarle más que números y grafías.
Al retornar a casa, la depresión enseñó su látigo perverso porque veía correr a sus amiguitos a su alrededor, y eso le noqueaba el corazón de niño.
Por suerte le hablaron de la escuela Solidaridad con Panamá, en la capital del país, donde conoció a pequeños «con mayores problemas físicos que los míos, llenos de una voluntad que estremecía». Allá aprendió a jugar baloncesto y otros deportes, a sonreír en los atardeceres rojos, a acostarse en una cuerda de guitarra y a subirse en estrellas esperanzadoras.
Integró un equipo de básquet sobre sillas de ruedas «que era magnífico» y conoció de la música, del teatro, del arte en general. Se divirtió como nunca, aunque también lloró por la lejanía y porque echaba de menos su casa.
En oportunidades, la nostalgia asolaba tanto que la primera vez en que habló por teléfono con Osvaldo se le quedó la garganta en nudo vivo, sin una sola palabra. Algo similar aconteció cuando sus padres inauguraron las visitas a la escuela y vio acercarse la silueta de ambos mientras le saltaban los nervios de todo el cuerpo.
«Tengo que seguir», se dijo sin imaginar otras pruebas futuras. No solo fue un juramento para la secundaria básica, sino también para el preuniversitario, que cursó a varios kilómetros de su casa, en el Ipuec Perucho Figueredo, desde donde decenas de jornadas viajó solo a su morada, «por los amarillos».
Cierto día un señor que lo veía a menudo en una parada no soportó más la discreción y se le acercó para preguntarle quién era, qué le había pasado. Le contó… y aquel hombre se echó a llorar sobre Yoander, que tampoco pudo contenerse. Le dijo: «¡Qué fuerza de voluntad tienes. Sigue así, lucha hasta el final!», y esas palabras las recordaría hasta hoy.
El gimnasio donde entrena cada día es como su segunda casa. Foto:Osviel Castro Medel
Le sirvieron en el momento en que abandonó, en 1er. año, la carrera de Ingeniería en Telecomunicaciones, en Santiago de Cuba, obligado por la estrechez económica de la familia, y tuvo que dedicarse a estudiar técnico de nivel medio en Electrónica, porque estaba más cerca de la casa.
O en la época en que decidió matricular en el Curso integral de superación para jóvenes, desde el cual saltó a la cultura física, no sin resistencias, negaciones y hasta pruebas de aptitud que hizo sobre sus muletas.
Acaso estas líneas debieron emanar antes, cuando Yoander se proclamó, hace más de tres lustros, campeón nacional de levantamiento de pesas para el deporte adaptado, un título que consiguió repetidamente; o cuando ejercía como singular profesor de Educación Física y enseñaba con gusto ajedrez a unos duendes traviesos, porque esos magos diminutos siempre han inspirado su vida.
Por eso, la llegada de Diannelis Liagnet, hace 18 abriles, fruto de su amor con Yaneisi Caridad Tablada Flores, significó un Sol en el centro de la modesta vivienda del reparto Siboney. Cuatro años después esa luz se repetiría con el dichoso primer llanto de Daliannis Maura Arias Tablada.
Probablemente estos párrafos debieron emerger antes, cuando fungía como vicepresidente de la Asociación Cubana de Limitados Físico-Motores, en Bayamo, en la que estuvo siete años en la primera fila del ejemplo, atendiendo el área de deportes.
Y todo eso, sin dejar de pedalear, ayudado por una muleta en su bicicleta, que es como otra amiga. Al principio se cayó «como mil veces», sufrió «raspones y heridas grandes», pero siguió su ruta «y aquí estoy», como le gusta decir.
Ahora, repasando su historia, el periodista se lamenta porque no dibujó sus remates, canastas o alzadas cuando, durante años, practicó ¡tres deportes al mismo tiempo!: voleibol sentado, baloncesto sobre silla de ruedas y pesas, y atravesó la geografía cubana, muchas veces en tren, en los trajines de esas competencias.
O porque no lo entrevistó cuando regresó de Toronto, del certamen de halterofilia de los Juegos Parapanamericanos 2015, con una medalla de bronce en su pecho, en la categoría de 59 kilogramos, que provocó nuevos ríos en las mejillas de sus progenitores.
O porque no reseñó su cuarto lugar de la cita cuatrienal de Lima 2019 y algunos otros resultados en competencias internacionales, representando a la bandera tricolor, en Colombia o México, a las que acudió con un empeño imposible de dibujar en estas páginas, pues las enfermedades han seguido martillando sus días.
Desde el accidente no ha podido superar la linfangitis y tampoco las úlceras en la pierna derecha; y ha pasado hasta tres meses tomando antibióticos sin salir de su cuarto, pero jamás se da por vencido. «Sin “El Chino”, el enfermero ortopédico que me hace unas curas que me llegan al alma; sin el médico Jorge Escalante, sin mi entrenador Ramón Martínez (Guaso), la sicóloga Madelín González, el masajista Rogelio Ávila y otras muchas personas que me apoyan no hubiera podido seguir adelante», me comentó hace unos días.
El consuelo de estos párrafos es que, al menos, se acercan a la historia de un ser humano excepcional que a sus 39 años de edad mantiene la batalla contra los infortunios con el deporte como escudo y bálsamo, con la familia como refugio y bastón, con la virtud como espada para seguir ganando.