Todas las provincias movilizan sus recursos para llevar ayuda al oriente cubano, severamente perjudicado por el huracán Sandy. En la imagen, trabajadores de la Empresa de Productos Lácteos de Camagüey preparan una carga de alimentos para enviar a Santiago de Cuba. Autor: Rodolfo Blanco Cué Publicado: 21/09/2017 | 05:26 pm
Las noches de Santiago son otras después de Sandy. Noches a la luz de una vela. Noches negras. Noches de dormir temprano. Noches apretadas de un solo cuarto. O noches de tertulia.
Mis vecinos se reúnen al caer la tarde. Es el espacio para la contada. Todo gira en torno al huracán. Allí aparecen los Juan Candela de barrio, como los personajes de Onelio Jorge Cardoso, con pico fino para contar. Uno recuerda al ciclón Flora. Otro le rebate: «Como este, ninguno». Un tercero habla del árbol arrancado, del techo que voló, de las velas, de las latas que llegaron. La bodega de por mi casa está maltrecha, casi no existe; pero sigue abierta.
Mi vecina Oneida Gómez, quien fuera heroína de la zafra, tiene su puerta abierta a toda hora. Cobija a familias afectadas. Su teléfono ha quedado intacto y es la vía de comunicación del poblado.
Alguien con un radiecito de pilas aclara los rumores que las circunstancias traen inevitablemente. La radio es imbatible.
Se habla de la larga caravana de camiones que surcan la ciudad para recoger los escombros. Son toneladas. Yo los veo. Han llegado de muchas partes de Cuba. También de los linieros que andan entre cables y alturas levantando Santiago.
La sonrisa no falta. De lo contrario no fuéramos cubanos. La sonrisa es un arma formidable para la recuperación interior. A Sandy, este huracán tremendo con un nombre tan tierno, le han puesto El leñador. No tengo que decir por qué.
Brigadas artísticas comenzaron a llevar un poco de alegría por diversos puntos. Son gente hermosa, conozco a la mayoría. Algunos han sido afectados, pero no se cruzan de brazos. No habrá televisor, pero el espíritu necesita de colores.
En otro sitio del entorno, los muchachos se niegan a dormir temprano. Hacen su propia música con un cubo, un machete y un azadón. En la conga baila hasta el más pintado. Los estribillos son puro ingenio. Es el único ruido en los alrededores. Ese y, de vez en cuando, el silbato del tren que sigue trayendo tejas.
Por suerte, en algunos puntos de la ciudad ya empiezan a verse bombillos encendidos. Y no es que no haya lágrimas: los santiagueros no somos superhombres ni supermujeres. Las noches son duras, pero siempre esperamos la mañana.