Todo obliga a la imaginación. El polvo se levanta y hace telones con la luz. Es arrastrado por el viento. Pasa de puerta en puerta hecho remolinos, enredado con el ruido lejano que llega del tráfago en las grandes avenidas de la ciudad (...).
—Entonces esta es la calle... A solo metros se desplomó él en la noche del 10 de enero de 1929. Feo es atacar a un hombre por la espalda, en medio del frío..., habla Roig 1 como para sí.
—«No le tengo ni un ápice de miedo a la muerte, lo único que siento es que me van a asesinar por la espalda»2, había predicho el excepcional muchacho. ¿Sabías eso, Roig? Él, que solo tenía 25 años cuando su cuerpo y memoria dejaron de funcionar, supo que tenía la suerte echada mucho tiempo antes de su fin. No es que fuera clarividente. Su lucha era tan intensa, los enemigos tan poderosos, que no le resultaba imposible dominar el misterio de ciertos desenlaces. Pero con eso no insinúo que el héroe tuviera un átomo de suicida. Esto nada tiene que ver con el suicida que Borges 3 dibuja en su poema y del que dice es inmortal porque conoce el próximo paso de sus horas. Julio Antonio no tenía un pelo de ingenuo, y sabía que su radicalidad le iba a costar cara. Con razón, un testigo de sus días lo comparó con el muchacho que tiene un diamante muy valioso, está conciente de ello, y aun así lo deja en la vidriera a sabiendas de que cuando menos lo espere el ladrón podrá arrebatárselo. El diamante era su vida enérgica, concentrada en virtuosismo, cuyas puntas cristalinas, siempre a la luz, no quiso ni supo esconder de nadie.
—El miedo no existe..., seguramente hubiera dicho Mella de haber estado entre nosotros, concluye Roig en lo que dejamos la calle Abraham González.
(...)
¿Qué hubiera sido de su belleza (la de un personaje del presente4 de haber compartido las mismas horas de Julio Antonio? Me consuela pensar que se hubiera jugado la piel, igual que el líder, de haber vivido el destrozo que era Cuba sometida a la tiranía del presidente Gerardo Machado. De estar en la Isla se hubiera enterado de la pérdida de un ser extraordinario como Julio. Prefiero pensar que, de ser un joven el día 11 enero de 1929, hubiera saltado de dolor e indignación al leer en las páginas del Diario de la Marina: «Julio Antonio Mella herido grave. Al salir con una señorita de una reunión, recibió un tiro».
Se sabe que la Policía del Distrito Federal de México dejó constancia en sus archivos de la versión según la cual Julio Antonio, después de los disparos, caminó unos pasos y cayó al suelo; tuvo tiempo de gritar a dos transeúntes: «Machado me mandó a matar», y entre los brazos de Tina Modotti advirtió exhausto: «Muero por la Revolución... Tina, me muero». Negada a creer en la inminente desolación, renuente a perder a ese hombre —y no a cualquiera, sino al perfecto para acompañarla hasta el último de sus instantes—, le dijo con una sinceridad salida desde lo más profundo de su desabrigo: «No te vas a morir, estás muy joven...».
Julio Antonio y su padre, con quien tenía unarelación especial. El encuentro entre Tina y Mella fue relampagueante.
El muchacho lo había vislumbrado: le tocaría caer. ¿Cómo habrá sentido la llegada de su muerte? Atravesó la calle corriendo, desangrándose, arrebatado de dolor. El tránsito tiene que haber sido riguroso, como casi todos los que llevan a alguien a convertirse en símbolo.
(...)
(...) Nos preguntamos qué habrá pasado por la mente del héroe, como destellos, en los últimos segundos. ¿Tal vez la luz del artefacto fotográfico para el cual posó de mala gana, con boticas y bombachos a la altura de sus tres años? ¿O los ojos de agua clara de su madre Cecilia Magdalena, irlandesa seducida en 1902 por el poderoso mentón y la mirada de águila del dominicano Nicanor Mella y Brea, de 51 años, a quien se unió extramatrimonialmente cuando ella tenía 20, y por el cual se asentó en La Habana sin saber hablar español?
Mestizo y bello, y de una mezcla rara: alguien ha dicho que tenía rasgos caucásicos. La sociedad hizo sentir sobre sus hombros un precio a veces solapado, otras sin rubor, por esa combinación genética. ¿Pensó en la mano amorosa del padre que jamás le dio la espalda? ¿O en el rostro de alguna de sus novias? ¿O en una de las tánganas desatadas en la Universidad de La Habana? ¿O en el cuerpecillo de su primera hija muerta en México, recién nacida, enterrada clandestinamente en una esquina del cementerio Dolores? (...) El hilo de su vida había comenzado el 25 de marzo de 1903, en Ciudad de La Habana. Le pusieron por nombre Nicanor, y por apellido, el de la madre: McPartland. Era el primogénito —después llegó Cecilio—, fruto de una pasión que tuvo sus inicios en el sur de Estados Unidos, durante un viaje del acreditado sastre Nicanor en busca de telas.
El niño creció a la sombra de una alianza auténtica, marcada por largas esperas en las tardes, por un silencio empozado en cada partícula y esencia del hogar, una tensión posesionada del pálido rostro de la madre mientras estaba ausente Don Nicanor, ya casado con la dominicana María Mercedes Bermúdez Ferreira, quien le había dado tres hijas.
«En Julio Antonio no hubo nada convencional, ni siquiera las raíces», comparto mi percepción con Roig, quien de pronto estalla: «Y encima mestizo... Un lío para la época (...)».
«Mestizo y bello, Roig, y de una mezcla rara: alguien ha dicho que tenía rasgos caucásicos. La sociedad hizo sentir sobre sus hombros un precio a veces solapado, otras sin rubor, por esa combinación genética. Todo parecía confluir para hilvanar una suerte signada por la rebelión y la inconformidad».
Ha parecido corto el camino hasta el edificio de altos puntales, el de la Cruz Roja, al que llevaron a Mella mientras sangraba. La construcción hecha de piedras parece eterna (...). Entramos al patio central donde sobrecogen la calma y la sensación de que allí también habita el pasado. Se ha escrito que a pocas horas de su muerte Julio Antonio presentaba dos heridas. Una, fatal, le había atravesado el vientre. Dicen que le rompió el hígado. Cierto informe de rutina policial aseveró que vestía traje negro, corbata roja, suéter café y camisa blanca con tirantes, y que en el momento de la desgracia se cubría con un grueso abrigo gris. No llevaba un centavo (...).
Desde el quirófano, al filo de las dos de la madrugada, salió el médico para decir que Julio Antonio había muerto. Otro galeno pidió una sábana blanca a los amigos del muchacho asesinado. Puesto al tanto de las malas noticias por los periódicos, Baltazar Dromundo(5), escritor mexicano y amigo entrañable de la víctima, fue hasta el hospital y allí alcanzó a ver su cuerpo semidesnudo, su rostro en paz. Lo tapó con su saco, como pudo. Salió lleno de dolor, directo a la Facultad de Derecho, donde un grupo de jóvenes tomaron la decisión de protestar frente a la Embajada de Cuba, cuyo representante principal estaba implicado en aquella conjura contra tanta vida.
Lo tapó con su saco, como pudo..., había dicho adolorido Baltazar Dromundo sobre cómo cubrió el cuerpo de Mella. ¿Por qué suelen suceder esas tristes escenas con los hombres grandes al morir?
(...)
Tenemos que cerrar los ojos y pensar (...) que entonces no existían los micrófonos, ni los altoparlantes, ni el radio, ni el televisor; que toda palabra debía comunicarse a garganta limpia, fuera en la calle o en un teatro. (...). En un esfuerzo notable tratamos de vislumbrar una Habana en la cual Mella se paseaba con una elegancia impecable, vestido con camisas de cuellos hechos a su medida, con trajes de corte parisino, el último grito salido del taller de costura de su padre Don Nicanor (...) Intentamos figurarnos la urbe en la cual el muchacho daba zancadas como dejándose caer hacia adelante en una cadencia simpática, con zapatos de pura piel, cosidos a la medida de sus pies, con lo cual levantaba el polvo del camino y la envidia de sus enemigos (...).
—Comunista a fondo, repara Roig. Algunos han comparado a Mella con Martí, no solo porque llevaba su cabeza muy clara sino también porque tenía un tremendo poder de gestión (...) El muchacho abría un frente detrás del otro y sin dar señales de obstinación o agotamiento, se dice que sin mucho dinero en los bolsillos, estudiando todo el tiempo, leyendo seguramente en los tranvías, a toda hora, escribiendo de su puño y letra... Disculpa que me aleje del tema, pero confieso que si algo me gusta de la época de Mella, son esas camisas blancas, esos cuellos hechos a la medida, esa elegancia que entonces no era cosa rara sino más bien común. Ser comunista, luchador por el progreso, no niega pararse delante de los espejos. ¿O sí? A mí me gustaría defender la certeza de que la belleza no es un pecado. Esa idea Mella la tenía muy clara y debe haberle costado un precio alto. Yo diría en una asamblea con mucha gente: Tenemos el deber de ponerle ropaje y belleza a nuestra justicia, esa misma justicia que a Mella le costó la vida.
—De acuerdo amigo. La belleza es un derecho (...) Hablo de la que es maciza y atrae sin perdón, de la que tiene cáscara y hondura, de esa que si tú la raspas adentro tiene enjundia y no se queda en oropeles, en cosa rutilante y hueca. El tema de lo bello en Julio Antonio realmente seduce. Es una maravilla ese hombre agraciado, ese Apolo a quien su padre enseñó a vestir tan bien, y que al mismo tiempo tenía un alma capaz de acunar múltiples bellezas: la de la sensibilidad, la de la sed por lo justo y por la emancipación de sus semejantes, la de la lealtad a las ideas en que creía. Tanta lindura junta conforma eso que llamamos paradigma, que no es el imposible pero sí se da la mano con lo milagroso y hace que nos preguntemos cómo la naturaleza y el mundo pueden poner tanta virtud en una sola criatura. El tema de lo bello adquiere en Julio una dimensión dramática, porque el momento al cual el joven pertenece significó para Cuba una era oscura, de abismales fealdades que heretizaban y perseguían hasta la muerte a quienes soñaban un ser humano más hermoso, alejado de su egoísmo animal. Por eso la belleza de Mella es la de Apolo, y es también, como se ha dicho, la de Prometeo: desafía la bestialidad en su vocación por compartir el calor y la luz del fuego.
(...)
—Hablando de amores, Roig, hay un asunto del que nadie nos ha sabido contar en esta ciudad. Ningún entrevistado, ni siquiera el más riguroso, sabe algo de Oliva Margarita Zaldívar Freyre, la esposa de Julio Antonio Mella. Hay una vaguedad sobre el asunto que seguramente tiene que ver con el escenario. De Tina sí, de Tina Modotti hablan todos. Y entre cubanos hablamos mucho sobre la luchadora italiana, cuya vida es sorprendente. Pero Oliva, la camagüeyana, es una historia hermosa, un canto a la lealtad que todos deben poner en su verdadero lugar.
«Lo único encontrado en estos días son esas notas en una vieja revista, cuyo autor solo dice que la joven esposa fue una pequeñoburguesa que abandonó a Mella cuando más él la necesitaba».
Hemos llegado a esta ciudad sabiendo que Olivín y Julio se conocieron en la Universidad de La Habana mientras ambos estudiaban en la Escuela de Derecho en 1922. A él le atrajeron la ternura, el carácter independiente, la piel que hacía recordar la claridad de la luna, los ojos negrísimos y una alegre osadía que en la muchacha se expresaba hasta en el moderno corte de cabello que dejaba ver su cuello tan suave.
Ella quedó colgada de la energía y la serenidad del joven, la esbeltez, los ojos castaños, la tez sonrosada, el pelo oscuro, de raíz tan sana y fuerte, que siempre se ondulaba al crecer, la boca grande y notablemente acentuada, la voz que parecía abrazar a los interlocutores, y una rebeldía que en él era tan permanente y natural como la respiración o el sudor.
Lo recordaría, años después, jugando baloncesto y brillando en otras competencias deportivas; lo vería claramente ocupando espacios vitales en la vorágine de las luchas por la reforma universitaria iniciada en 1923.
«Poseía —dijo de él a un escritor cubano—una personalidad magnética: su simpatía, su poderosa atracción personal, su limpia audacia, cautivaban de inmediato. Participamos juntos en tareas electorales de la Federación de Estudiantes. Yo era delegada del segundo año de Derecho y él pertenecía al curso siguiente. Fuimos identificándonos y simpatizando paulatinamente, y nos casamos en 1924 6».
El noviazgo estuvo marcado por la identificación rotunda. Creció a la sombra que se disfrutaba en el Patio de los Laureles de la Universidad de La Habana, y al calor de las experiencias vividas por ambos en una sociedad urgida de cambios. Julio Antonio sentía un placer inigualable al ver a Olivín mezclada con los estibadores del puerto de La Habana, ávida de saber sobre sus anhelos e inconformidades. Era una maravilla ver a aquella niña descendiente de una de las más refinadas familias de Camagüey, perdiéndose entre vendedores de frutas, pescados y verduras, en un mercado colmado de manos hechas para el trabajo duro.
(...)
El anciano desliza el agua sin hablar. Sin mirarnos. Pareciera estar solo en este mundo. Casi como acto involuntario lo hace una y otra vez en otros lugares del cementerio civil de Dolores de la Ciudad de México. Las hojas secas y el polvo de mucho tiempo se van escurriendo por los bordes pintados de blanco de una tapa a ras de la tierra bajo la cual descansan los restos de Tina (...).
—Dicen que era bella, Roig, y que bajo la sábana su cuerpo inerte de 46 años parecía el de una adolescente. Cuando Mella la vio bien cerca por primera vez, quince años antes de que ella dejara de respirar, y seis meses antes de que a él lo asesinaran, quedó atrapado por una belleza e inteligencia inusuales (...).
Retomo los recuerdos de Rosendo Gómez Lorenzo, uno de los editores del periódico comunista El Machete, testigo de aquel primer encuentro entre Julio y Tina, de aquel «flechazo mutuo» que tuvo hechizada a la mujer hasta el final, hasta esos días grises en que se sentía tan cansada y adolorida, tan nostálgica y marchita por temporadas como la vivida durante la Guerra Civil Española, y por dar lo mejor de sus energías a la causa elegida: luchar por un mundo donde el ser humano fuese capaz de amar a sus semejantes.
«Estaba yo una tarde en la redacción —narró el editor—, ayudando a Tina a traducir del periódico comunista italiano algún artículo que nos parecía interesante, cuando llegó Julio Antonio empujando la puerta con esa vitalidad exuberante que tenía «-—Oye, chico...», me preguntó algo y en eso ve la mujer, bella, muy bien plantada, con una cara que irradiaba simpatía, inteligencia. Los presenté y me di cuenta de que había habido una especie de «flechazo mutuo», porque los dos se miraron como descubriendo una cosa que no conocían.
«Pero Mella era tímido, ya yo había advertido que era tímido en relación con las mujeres; enrojecía a veces cuando había alguna broma... si no escabrosa, una broma que podía considerarse comprometedora.
«Entonces salió de la pequeña oficina aquella, que tenía una puerta vidriera y una cerradura de esas de golpe, se empujaba y se cerraba, no había que abrirla por dentro. Pero al poco rato, con cualquier pretexto, venía otra vez:—«Oye chico»... y me hacía alguna pregunta sobre algunos detalles históricos de México, o una cosa práctica. Me dije:
—«Anda, está buscando acercamiento aquí con la muchacha»...
«Acabamos ya por la noche, siete u ocho de la noche, la traducción y vuelve Mella: —Oye, puedes prestarme tu máquina, porque la de adentro está ocupada»...
—¡Cómo no! Pero, mira, antes vente a merendar: vamos a merendar con Tina en un café de chinos -que era el café más democrático y barato que había allí cerca, en la calle Bolívar—; vente con nosotros y conversamos.
—No chico, no puedo, tengo mucha prisa en lo que voy a hacer.
—¡Pero hombre!... (yo queriendo ayudarlo a vencer la timidez)...
—No, no puedo, vayan ustedes.
Pero llevábamos veinte minutos en el café, o algo así, cuando llega Mella.
—¿Qué pasó?
—Fíjate que se me cerró la puerta cuando salí un momento, y como no me diste la llave; se me cerró la puerta. Dame la llave para entrar que estoy en pleno trabajo.
Dígole: —Mira, siéntate aquí ya que llegaste y vamos a merendar.
«Ya esa noche, después de merendar él, se brindó caballerosamente a dejar a Tina en su casa. Y ahí empezó la relación que duró hasta el final; murió prácticamente del brazo de ella (7)».
Dejamos atrás el cementerio, la humildísima tumba, el silencio, la triste sensación de los olvidos. Horas después, en una sala muy blanca, donde reinan los espejos y los libros, donde enormes cristales que dejan ver toda la vegetación del jardín atrapan nuestra atención, la prestigiosa escritora mexicana Elena Poniatowska (8) nos dice: «Yo siento que Tina, a quien más amó en toda su vida, fue a Mella. Se quedó como Julieta al verlo morir; sintió que le habían matado a su amor; y sufrió muchísimo por esa muerte, no solo por lo que perdió sino también porque la acusaron; dijeron que aquello era un crimen pasional; la metieron en la cárcel; registraron sus cosas; tiraron todas sus ropas por el suelo; en fin, sacaron toda su intimidad y además la destruyeron. En cinco días periódicos como El Excelsior y El Universal Gráfico se dedicaron a deshacerla por su relación con Mella; la acusaron incluso de asesinato».
«Creo que el encuentro entre ambos fue relampagueante. Después de muerto él, Tina, lo primero que ponía en la pared adonde quiera que llegara, pegado con una tachuela, era una foto de Julio Antonio. Al morir, tenía en su monedero una foto de pasaporte de Mella. Había quedado seducida para siempre cuando lo escuchó hablar por primera vez en un mitin en favor de los obreros Sacco y Vanzetti».
(...)
De nuevo a los inicios en este afán por conocer al luchador. Ellos se remontan a una noche en compañía de dos apasionados estudiosos del joven. Las llaves del tiempo me llevan a una mesa redonda y pequeña (...). Se evoca la sastrería ubicada en la parte antigua de La Habana, en calle Obispo número 105. Como quien tiene en sus manos la velita de la que habló Julio Cortázar, alumbramos los anaqueles del recinto de Don Nicanor, la caja fuerte, los vitrales, dos máquinas de coser (...). El tránsito de un día al otro va sepultando los pequeños gestos. Muchos testigos que hablaron para la posteridad salvaron imágenes maravillosas, como esa del líder a sus veinte años, a quien las muchachas solían ir a escucharle los discursos por su belleza física, pero ante quien quedaban pensativas por la profundidad y trascendencia de las ideas pronunciadas. Arrimamos la luz a Cecilia, la madre irlandesa que acunaba sentimientos antiimperialistas, que luego de tener dos hijos con Don Nicanor decidió irse a vivir a los Estados Unidos para reponerse de una enfermedad pulmonar y también deshacer una relación de pareja que jamás podría alcanzar el rango de oficial.
Julio vivió con su madre un tiempo, aprendió muy bien el inglés, pero finalmente fue devuelto, junto con su hermano Cecilio, al padre en La Habana. Nos figuramos la rebeldía del niño, su infancia que él mismo calificó de triste y mártir. No debe haber sido fácil vivir con las hermanas mayores, las hijas del matrimonio oficial de Don Nicanor, porque Julio y Cecilio sentían sobre sí el peso de ser hijos de una pasión a la sombra. No será posible desentrañar, acaso solo podremos imaginar, qué sentimientos y miradas guardaba Julio para su madre, quien tiempo después de separarse de sus dos primeros retoños, rehizo su vida en Norteamérica, volvió a casarse y trajo al mundo otros tres hijos.
Acercamos la lumbre al niño Julio deslumbrado por su abuelo paterno Ramón Matías Mella, quien era un general del ejército de la independencia de República Dominicana. El padre Nicanor mostraba las fotografías del abuelo, y el niño sentía crecer dentro de sí la fascinación por el arte militar. Por eso cuando tenía cumplidos los 17 años de edad quiso conocer ese mundo a través de una academia. Aún no había ingresado a la universidad y viajó a México para matricular en la escuela militar de San Jacinto, deseo que no pudo consumarse porque las leyes no contemplaban a los extranjeros para ese tipo de estudios.
Arrimados a la mesa y a los misterios del pasado, pretendemos dibujar el sufrimiento del muchacho que no es bien visto por las familias de sus novias, porque le ha tocado vivir una época en que ser mestizo, hijo natural y de ideas inquietantes, resulta herético. Aflora la historia de amor con una muchacha. Ambos habían tomado la decisión secreta de casarse. Tenían comprados los pasajes para un viaje en tren. Ella ya había subido para emprender viaje, pero la familia, alertada por un tío, logró persuadirla de que no lo hiciera. Pasaron los años. Ambos se unieron en matrimonio con personas diferentes. Ella se fue a vivir a Norteamérica. Y luego de mucho pasar el tiempo, un día, volvió a La Habana, donde sintió deseos de recorrer las mismas calles de su amor con Julio. Compró flores y las llevó al monumento donde permanecen las cenizas del hombre convertido en leyenda... De pronto la luz se derrama sobre hojas de un libro de poemas que su autor, Julio Antonio, rompe cuando tiene 17 años por no creerse capaz de escribir cosas sublimes. Súbitamente se enciende el Patio de los Laureles de la Universidad de La Habana, allí donde el joven comunista ha dado el último discurso público del que será testigo la Isla, allí donde ha leído inmortales poemas de amor y ha degustado su apego a la existencia. El escenario queda atrás. El joven se aleja; es detenido por agentes del «orden» y luego puesto en libertad. Va en busca del Café Vista Alegre —el mismo espacio donde después hombres oscuros tramarán su muerte—, y allí se topa con el músico cubano Sindo Garay, a quien le pide que le interprete una canción para aquietar la tempestad de su espíritu. El artista lo advierte tan abatido que le compone una canción y se la dedica. La melodía se va entreverando con infinidad de sonidos. Las llaves del tiempo comienzan a extraviarse...
1 Personaje ficticio con el cual dialoga la narradora.
2 Frase que pronunció Mella, según afirmó Teodosio Montalbán Mugica, miembro del Directorio Estudiantil Universitario de 1927 y compañero de Julio Antonio en México. Las palabras de Teodosio pertenecen al año 1929, y fueron seleccionadas por la investigadora cubana Ana Cairo, para su libro Mella. Cien años. (Santiago de Cuba / La Habana), 2003, p. 110.
3 Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899- Ginebra, 14 de junio de 1986). Escritor argentino, paradigma de las letras en idioma español, y figura literaria del siglo XX. Su obra está conformada por cuentos, ensayos y poesías.
4 Otro personaje ficticio.
5 Baltazar Dromundo: Escritor mexicano. Amigo de Mella y de Tina Modotti. Conoció al joven cubano en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México.
6 Testimonio de Oliva Zaldívar, que la doctora Ana Cairo recoge en su libro Mella. Cien años, p. 197.
7 Testimonio incluido en el libro Mella. Cien años, pp. 294-295.
8 Elena Poniatowska: De amplia y destacada producción, la infuencia de sus puntos de vista entre los sectores intelectuales más prominentes de México ha sido notable durante casi toda su carrera que comenzó y continúa, sobre todo, en la prensa escrita. Dedica buena parte de su vida a escribir novelas, cuentos, poemas, artículos y entrevistas.