Lecturas
¿Quién que ame La Habana no disfruta con la evocación de las esquinas habaneras que hizo Eduardo Robreño en uno de sus libros o con sus remembranzas del teatro Alhambra? Con sus crónicas sobre el Almendares Park y el tren de Zanja o con sus semblanzas de Jorge Anckermann, Gonzalo Roig y Federico Villoch, a quien, por su fecundidad creadora, llamó «el Lope criollo». Con gracejo y buen humor, el autor de Y escrito en este papel legó una memoria imprescindible de la capital de la Isla —con personajes, sucesos y lugares— que construyó con investigaciones y lecturas y, sobre todo, con el recuerdo de quien vivió plenamente la ciudad que lo vio nacer. Una memoria en la que no quedó fuera lo que le contaron y que supo transmitir al lector con estilo chispeante y lenguaje ameno.
Uno de sus libros, publicado en 1981, se titula Como me lo contaron, te lo cuento. Otro título suyo, de dos años después, es Como lo pienso, lo digo. Con relación a estos decía Eduardo Robreño:
«Sí, como lo pienso, lo digo. Al igual que en años anteriores, como me lo contaron, se lo conté a los lectores. En aquella oportunidad hube de concretarme en trasladar a la letra impresa vivencias ocurridas durante más de un siglo, que dieron lugar a lo anecdótico, en el que se entrelazaron hechos y personajes de otros tiempos, relacionados con la patria, el teatro, la política y la música».
Como lo pienso, lo digo, añadía, tiene otro carácter. Sus páginas se refieren al teatro cubano que presenta en su largo y fructífero existir facetas sui géneris que merecen ser conocidas.
Con relación a ese libro, concluye Robreño:
«Quizá algunos de estos juicios sean un tanto apasionados. Culpa del autor no es. Pues sepan que, después de ardua labor investigativa, honestamente, como lo pienso, lo digo».
Eduardo Robreño estaría cumpliendo ahora 105 años de edad. Nació el 23 de septiembre de 1911, en el muy habanero barrio de Colón, lo que no le gustaba confesar para evitar equívocos. Abogado de profesión, fue un escritor tardío: tenía ya más de 50 años cuando comenzó a escribir. Lo hizo para matar el aburrimiento, pues una intervención quirúrgica lo obligó a encamarse durante largos meses. Diría al respecto:
«Aprovechando el descanso, no retribuido por cierto, distraje mis ocios presentándome a todos los concursos (menos a los de belleza, por razones obvias) que los organismos culturales convocaban. En unos fui ignorado y en otros, laureado, y de buenas a primeras me vi escribiendo obras teatrales, artículos periodísticos, publicando libros, dictando conferencias, haciendo labor profesoral, aunque cuidando que ello no diera motivo a que se me calificase con un adjetivo al que le tenía animosidad por su tara dentro del capitalismo: intelectual».
Publicó en 1961 una Historia del teatro popular cubano. Con su obra La palabra se hizo realidad, ganó, en 1962, el premio del concurso de obras teatrales relacionadas con la alfabetización, y otra pieza, Abuela Cacha, le valió la presea en el certamen de La Edad de Oro. Es por entonces que gana, por dos años consecutivos, el premio de Crónica de la desaparecida revista Trabajo, con Tres danzones y tres épocas, en 1962, y en 1963 con Doña Sara nos quitó la levita.
Colabora con las revista Bohemia y Verde Olivo. En 1963 trabaja como profesor en el Seminario de Música Popular Cubana, dirigido por el maestro Odilio Urfé, que funciona primero en Cubanacán y se instala con el tiempo en las ruinas de la Iglesia de Paula, en La Habana Vieja. Entre 1965 y 1970 asume la dirección del grupo Jorge Anckermann, del Teatro Martí. Se desempeña como asesor de la Dirección General de Teatro y Danza del Consejo Nacional de Cultura.
Su obra teatral El último mosquetero, inspirada en Francisco Varona Murias, el hombre que más veces se batió a duelo en Cuba, obtuvo mención en el certamen de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Obras suyas que subieron a escena son La casa de Mariana, Recuerdos del Alhambra —con música de Anckermann— y Quiéreme mucho, con música de Gonzalo Roig. Fue asesor de La bella del Alhambra, filme de Enrique Pineda Barnet. Tuvo programas televisivos, y trabajó mucho para la radio hasta el final de su vida. En 1940 fue uno de los conductores de un programa de la RHC Cadena Azul que sacaba al aire las sesiones de la Convención Constituyente, lo que le dio enorme popularidad. Su libro más recordado es Cualquier tiempo pasado fue… (1978).
El escribidor no recuerda en qué momento conoció a Eduardo Robreño. Sí puede precisar que en 1981 lo visitó en su casa del Vedado a fin de hacerle una larga entrevista para la revista Cuba, que apareció en octubre de ese año.
Después coincidió mucho con él en las tertulias que, todos los jueves, conducía Enrique Núñez Rodríguez en la Unión de Escritores. Asistente habitual era el gran periodista Enrique de la Osa, con quien el escribidor sostenía una fraterna amistad, tan fraterna que pese a los 40 años de edad que nos separaban, él se proclamaba como mi hermano mayor. De la Osa y Robreño eran muy amigos. Y no era raro que al final de la tertulia de Núñez Rodríguez o en medio de esta, se alejaran de los tertulianos y buscaran amparo en el bar de la Uneac. No existía entonces El Hurón Azul, aunque el ron era tan malo ya como el que fue después, y el bar se emplazaba en lo que hoy es la Caja de esa institución. Pese a mi juventud de entonces, tuve el honor de que De la Osa me invitara a aquellos apartes en los que se hablaba de todo lo humano y lo divino. A decir verdad, hablaban ellos; yo, por norma, escuchaba y los pinchaba con interrogantes cada vez más provocativas.
Contaba Robreño que en aquel Seminario de Música Popular, uno de los profesores era Alejo Carpentier. El claustro tomó la decisión de reservar para el autor de El siglo de las luces, el último turno de clases. De esa manera, Carpentier podía trabajar en su obra sin muchas presiones en las mañanas, y la hora facilitaba que todos los docentes asistieran como oyentes a las conferencias del autor de La música en Cuba. Al final, todos los profesores, con Carpentier incluido, caminaban hasta un pequeño bar emplazado en el ya desaparecido Hotel Luz a fin de «beber la tarde». Alejo Carpentier, recordaba Robreño, nunca pagó una ronda.
Robreño aprendió bien la lección de Alejo. En aquellas sesiones etílicas de la Unión de Escritores parecía llevar cosidos los bolsillos del pantalón.
El primer Robreño con quien el escribidor se topa en la historia se llamó Antonio. Prestó su casa para que funcionase en ella la biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País, que abrió sus puertas el 11 de julio de 1793. Contaba con 77 ejemplares, y fue la primera biblioteca pública que existió en la Isla. La de la Universidad, ciertamente, es anterior, pero solo daba servicio a alumnos y profesores de esa casa de estudios.
No puede precisar el autor de esta página si el aludido Antonio Robreño sea uno de los antecesores de Eduardo. De cualquier manera, los Robreño son una familia curiosa e interesante. Durante cinco generaciones hubo siempre por lo menos un actor en ella, y no faltan los periodistas, hasta hoy.
Gustavo Robreño, el padre de Eduardo, sobresalió como actor, autor teatral, escritor y periodista. Desde Buffalo exposición, estrenada en 1900, hasta La emperatriz del Pilar, su última zarzuela, de 1935, escribió unas 200 obras que se llevaron a escena en el Teatro Alhambra, entre estas El velorio de Pachencho, considerada la pieza cubana que mayor número de veces ha subido a un escenario. Más de 1 600 representaciones, 700 de ellas en el Alhambra, le acreditaba Eduardo en 1983. Fue, junto a Regino López, la figura más destacada del elenco de ese teatro.
No se limitó Gustavo a la producción teatral. Publicó una Historia de Cuba que subtituló Narración humorista, donde puso en solfa más de un hecho y algún que otro personaje. Dio a conocer asimismo La Acera del Louvre, novela en la que resumió con fidelidad la alegre tónica de toda una época de la juventud cubana. Fue, por otra parte, un periodista con columna diaria durante más de 40 años. Escribió para La Discusión, La Lucha, Diario de la Marina y La Prensa, así como para los semanarios La Política Cómica y La Semana. Parte de su quehacer periodístico quedó recogido en el libro que tituló Saltapericos.
Carlos Robreño, hijo de Gustavo y hermano de Eduardo, fue también un periodista brillante. Trabajó para los periódicos Información y El Mundo, y para el semanario humorístico Zigzag. En 1959 se estrenó su obra El general huyó al amanecer. Él y Eduardo conservaron con celo los libretos de las obras que se montaron en el Alhambra.
Eduardo Robreño acuñó un término feliz para definir ese teatro. Le llamó «género alhambresco». Negado ayer y hoy por una élite de suficiencia, se trata de un teatro de esencias genuinamente cubanas, con personajes típicamente cubanos: el negrito, el gallego, la mulata, el vividor. Cobró auge con la instauración de la República. Un teatro para hombres solos que, luego, despojado de gestos obscenos y «morcillas» más o menos procaces, veía y disfrutaba toda la familia.
En 1979 Eduardo Robreño dio a conocer una antología con obras del «género alhambresco». Hay ingenio en ellas, un sabio manejo de los resortes escénicos y una vis cómica de buena ley.
Expresó sobre esas obras:
«Alhambra fue un teatro cubano costumbrista que realizó una especie de periodismo teatral, llevando a escena todos los momentos de actualidad, tanto nacionales como internacionales».
Ya al final de su vida, hablaba de su escasa producción literaria. Solo unos cuantos títulos en más de 25 años de trabajo. Si se hubiese recogido todo lo que habló para la radio y la TV y las tertulias que animó, esa obra crecería notablemente, porque Robreño fue sobre todo un conversador de nuestra cultura. Todo eso se lo llevó el viento. Nuestras editoriales debían reconsiderar la posibilidad de reeditar algunos de los libros o una selección de las crónicas y artículos de este habanero definitivo que amó su ciudad y la enalteció, dándola a conocer en todo lo que ella vale: sus tradiciones, sus personajes, sus rincones, su patriotismo.
Eduardo Robreño falleció en La Habana el 24 de junio de 2001.