La música que apela a la violencia de género y hace gala de vulgaridad, puede confundir a la juventud sobre los patrones del verdadero amor Pregunte sin pena Sabías que...
Peligrosamente tuya, óleo sobre tela, de Pedro Cantero, salón CuidArte. Desde que el mundo es mundo, siempre se ha hecho referencia al sadomasoquismo practicado por aquellas personas —hombres y mujeres— que se excitan y disfrutan golpeando a sus parejas, vejándolas de palabra o recibiendo latigazos hasta alcanzar un doloroso orgasmo.
Al resto de los comunes mortales nos agrada más bien lo contrario: prodigar y recibir cascadas de caricias, ternuras, besos y delicadezas, pues consideramos al amor y al erotismo como esencialmente antagónicos del maltrato, la vileza, la humillación, el sometimiento, la dominación u otras formas de violencia, expresadas física o verbalmente.
Sin embargo, la memoria musical latina está plagada de ¿canciones? y otros ritmos que alarman con sus absurdos mensajes de rudeza, sumisión y desfachatez, como aquel legendario «miénteme más, que me hace tu maldad feliz...».
Pero nada como esos «almendrones» y bicitaxis actuales convertidos en reproductores ambulantes de pésimas y agresivas letras, especialmente contra la mujer. ¿Quién no ha escuchado esa que comienza diciendo que «le gusta el bate a la mujer del pelotero y pide pistola la mujer del patrullero...», y luego, en interminable lista de bajezas, afirma que la mujer del marinero quiere ancla, la del karateca quiere golpe, mortero la del cocinero y látigo y caballo la del cochero?
A toda bocina se escucha también —¡en voz de una fémina!— esa otra horrenda composición que exige: «Tienes que rasgarme la piel / tienes que volverme loca / tienes que besar mi boca / y dejarme la lengua rota».
En una de las sesiones del IV Congreso Cubano de Educación, Orientación y Terapia Sexual, celebrado en La Habana en enero de este año, Leticia Santibáñez y su equipo de trabajo explicaron el proyecto Vive Feliz, auspiciado por el Centro de Desarrollo Humano del estado de Jalisco, en México, donde —como todos sabemos— «los hombres no se rajan» y hasta se grita «con amor».
Vive Feliz pretende justamente contrarrestar la violencia de género, tan arraigada en la cultura latina, enseñando a la gente a disfrutar de los aromas, los masajes y las caricias, aplicadas con plumas de aves y muñecos de peluche, de modo que prenda la imaginación erótica y las fantasías de cada quien en aras de un mayor goce.
Alrededor de 50 personas de ambos sexos, de muy diversas edades y nacionalidades, participaron en esa conferencia. Leticia comenzó preguntando qué le gustaba y qué le desagradaba en el sexo a cada cual. La inmensa mayoría habló de preferencias cálidas, suaves, «ardientes, pero sin cachetadas», y en cuanto a disgustos, el primer lugar lo obtuvo la violencia, en cualquiera de sus manifestaciones.
Si ese mismo ejercicio se realizara en un preuniversitario cubano, un politécnico o la universidad, posiblemente daría similares resultados. Y es que, insistimos, el sexo es puro encantamiento que el dolor físico por lo general desvanece.
Pero tal como la ternura se aprende en el curso cotidiano de la vida, también se asimila la humillación: ¡Cuánta confusión debe generar en un varón, o en una muchacha, escuchar todo el tiempo que hay que «dar martillo» o volverse loca para llamar la atención de la pareja!
¿Cómo aprender que el sexo es delicadeza, entrega y respeto mutuo, si las canciones que zumban en sus oídos están diciendo exactamente lo contrario?
¿De qué manera comprenderán que el encuentro amoroso entre dos cuerpos no puede ser «dar palanca, hierro, man», sino entregar alma y piel en un abrazo?
Realidades cotidianasAl escuchar en un «almendrón» aquello de «Se me parte la tuba en dos», preguntamos a un chico de unos veintitantos años: ¿Qué tú crees de esa letra? Y él, mirando con extrañeza, respondió encogiendo los hombros: «Normal, tía, normal».
Y así es: lo que se repite y repite termina por instalarse como verdad, norma y certeza. Tanta ha sido la difusión de La mujer del pelotero, que lamentablemente hasta un periódico provincial publicó su letra como algo atractivo.
Imaginar qué cosas gustan en el sexo a la otra persona, y cuáles no, debe ser muy difícil para el adolescente que recién inicia una relación de pareja en medio de tanta agresividad sexual, particularmente reguetonera.
Son tantas las extravagancias del momento, las sugerencias dictadas por letras rabiosas, la difusión de esa «era» de la barbarie, que cuesta tener claro lo que cada quien prefiere y desea para no traspasar los límites.
En toda relación hay que sentirse cómodo. Una pareja de adolescentes —y también de adultos— tiene que hablar muchas veces de sus cosas. No solo del uso del condón, sino de lo que les gusta o no les gusta. Decirlo abierta y claramente.
No es sano dejar ese espacio a la improvisación, a ver si a la pareja le parecen oportunas o no nuestras acciones. Aunque no resulte fácil —sobre todo en la juventud, porque no hay práctica o no se conocen las palabras apropiadas—, es importante aprovechar los signos no verbales de la comunicación para evitar ponernos en riesgo, y la música que se comparte puede ser uno de estos.
Situar límites sobre lo que nos desagrada es esencial, y discutir el contenido de esas letras denigrantes es una buena oportunidad para ello.
Huelga decir que negociar anticipadamente el uso del anticonceptivo, el lugar donde se va a tener sexo, el respeto a la intimidad y otros intereses personales, no rompe con la creatividad o el despliegue de las fantasías eróticas de la pareja.
Mientras más seguro se está, más fácil resulta dejarse llevar por las emociones y los goces. Sin presiones ni chantajes. Sin esa sensación de que hacemos algo en contra de nuestra voluntad porque a la otra parte no le ha quedado claro que su «iniciativa» violenta nuestros límites, ya sean físicos, morales o espirituales.
Todavía hay personas, sobre todo mujeres, extremadamente complacientes: dicen a todo que sí y anulan su propia identidad porque lo creen la mejor manera de relacionarse, aunque se obliguen a tragar en seco para soportarlo.
Sin embargo, esa excesiva dependencia genera malestar, y tarde o temprano habrá pelea. En cambio el hecho de decir la verdad sobre lo que se quiere o no, sobre lo que se piensa y se espera de la relación, sin fingir o ignorar señales molestas, prepara el camino para ser aceptado y respetado tal como se es, humanamente.
No hay que seguir la rima a la vulgaridad. No hay que cantar lo que sea, por muy pegajoso que resulte, ni dejarse llevar o hacerse eco de esas letras que sitúan a hombres y mujeres en sitios denigrantes. Hoy es un estribillo, pero mañana puede convertirse en cruda realidad, de la que somos cómplices por asentir rítmicamente con las caderas.