Los últimos años de vida del científico más destacado del siglo XX, Albert Einstein, pudieron deberse al inusitado uso del celofán
Albert Einstein es considerado el científico más destacado del siglo XX, según lo acuñó la revista Time. Poco se habla de la causa de muerte del padre de la Teoría de la relatividad, que fue —como muchas cosas que rodearon la vida de este científico— interesante e intensa.
A sus 25 años, Einstein publicó en un período de cuatro meses —de marzo a junio de 1905— cuatro trabajos reconocidos como transformadores para la Física: 17 años más tarde, uno de estos valdría para otorgarle el premio Nobel de Física.
En 1932 Einstein, con nacionalidades alemana y suiza, emigró a EE. UU. a causa del arribo de los nazis al poder, y al fuerte antisemitismo que se desató en Europa contra la comunidad judía. Trabajó como investigador en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, Nueva Jersey, lugar donde laboró e investigó hasta su muerte.
Y aunque resulte extraño imaginarlo, se puede decir que parte de la última década de la vida del científico estuvo «cubierta por celofán».
En la contemporaneidad se aprecia como algo habitual e indispensable el uso del celofán. Casi nadie, sin embargo, se detiene a indagar en sus orígenes: El invento pertenece al suizo Jacques Edwin Brandenberger, quien inicialmente había querido inventar otra cosa.
Nacido en Zúrich el 19 de octubre de 1872, Jacques se graduó de Química, con solo 19 años, en la Universidad de Berna. Con la máxima distinción alcanzada en ese campus, había sido el más joven licenciado en Química. Tras culminar los estudios fue a trabajar como experto en tintes a una industria textil de Francia.
Un día de 1900 se hallaba en un elegante restaurante parisino cuando por la torpeza de un camarero se derramó ante él el contenido de una botella de vino tinto sobre el mantel. Fue inútil la intervención inmediata del personal de servicio de aquel restaurante y, como era de esperar, el mantel se estropeó y hubo que cambiarlo.
Aquella escena persistió en la mente del químico como inquietud científica: ¿Qué sucedería si la tela del mantel estuviera hecha de un componente que repeliera la suciedad?
De vuelta al laboratorio inició experimentos. Recubrió tejidos con una fibra sintética basada en celulosa natural que, aunque era resistente a la suciedad, se volvía rápidamente quebradiza y se despegaba de la tela.
El joven investigador se percató de que su invento no era del todo inútil: La película que se desprendía podría servir para otra cosa; por ejemplo, para envolver alimentos.
El científico dedicó unos diez años para perfeccionar su invento. Surgió así y patentó esa película que llamó como celofán. El origen de esta palabra se debe a la materia prima zellulose (celulosa), y el término griego diaphanes, que quiere decir transparente.
Brandenberger concibió, además, la maquinaria empleada para la producción —con unas dimensiones descomunales de unos 70 metros de largo—, la cual actualmente se sigue empleando, según algunas fuentes informativas, de forma prácticamente igual a la de los días iniciales.
El celofán ha tenido gran impacto en la vida social y sus propiedades —impermeabilidad, resistente a la grasa, transparente, biodegradable, resistente a la intemperie, inodoro e insípido— ha encontrado múltiples usos, especialmente como envoltorio de regalos y alimentos.
De vuelta a la figura de Einstein, se develará a continuación una atrayente conexión de la vida de este científico con el celofán: a pesar de que fumaba constantemente desde adolescente, tenía descuidados hábitos alimenticios y llevaba una vida sedentaria. La existencia de Einstein había sido saludable hasta que arribó a los 69 años de edad.
A partir de ese momento, el científico empezó a quejarse de inexplicables dolores abdominales, que poco a poco se hacían más insoportables. Un amigo médico, especialista en Radiología, lo convenció para que ingresara en el Jewish Hospital de Brooklyn y le presentó al doctor Nissen, que fungía en aquel entonces como jefe de Cirugía de ese centro.
El galeno era también de origen judío y había emigrado a EE. UU. como consecuencia del nazismo. Durante el examen físico describió la existencia de dolor en la parte superior y derecha del abdomen y palpó una masa en la parte alta del abdomen, que pulsaba con cada latido cardiaco.
Se recomendó la intervención quirúrgica para tratar una posible enfermedad de la vesícula biliar, descartar la existencia de un aneurisma, y de paso explorar el abdomen.
Durante la operación, Nissen comprobó que la vesícula biliar era normal y advirtió la presencia de un aneurisma aórtico (dilatación de la aorta) a punto de romperse: tenía unos 10 a 12 cm de diámetro.
En esa época aún se desconocían las avanzadas técnicas quirúrgicas para tratar aneurismas de la aorta, como se hacen en la actualidad. Ante esta situación el doctor Nissen optó por envolver el aneurisma con una lámina de celofán amarillo, con el fin de detener o retrasar el crecimiento, su rotura y la muerte del paciente. Este era un procedimiento que había sido utilizado «aparentemente con éxito» en el tratamiento de aneurismas de la aorta torácica, causadas por la sífilis y solo en un aneurisma abdominal en el año 1948.
Einstein vivió prácticamente sin molestias durante otro lustro en los que tuvo una actividad intelectual muy productiva. En abril de 1955 empezó a tener nuevamente fuertes dolores abdominales, y familiarizado con su mal intuía que era el heraldo que advertía la rotura de su aneurisma, que lo llevó a la muerte el 18 de abril de 1955.
La vida de Einstein estuvo llena de sorpresas e intensidad, incluso en su enfermedad, donde se puede decir que los últimos años pendieron de una simple envoltura de celofán.