Comenzó un nuevo curso escolar y nuestras calles parecen cada día un carnaval de uniformes rojos, amarillos, azules, carmelitas… Los niños, adolescentes y jóvenes que marchan hacia sus círculos infantiles, escuelas o universidades, aun en los sitios más apartados de nuestra geografía, llevan la dicha como horizonte.
Yerran quienes piensen que la paz está asegurada solo por el silencio de las armas. ¿Cuánto de inestabilidad y, por tanto, de posibles conflictos también puede encerrarse en la injerencia, la manipulación mediática y política de los pueblos, el irrespeto a los Gobiernos legítimos que cada nación ha tenido a bien darse mediante elecciones transparentes y limpias?
Sherlock Holmes, el célebre detective, tenía un interlocutor idiota. El pobre Watson existió solamente para poner de relieve la brillantez monologante del protagonista investigador. Pocos son los lectores de la obra maestra de Miguel de Cervantes, pero los perfiles de Don Quijote y Sancho escaparon de las páginas del libro para convertirse en referentes culturales.
Esta es la historia real de cómo un grupo de turistas pasó por la Isla y posiblemente se haya llevado de esta más interrogantes que respuestas, más prejuicios que entendimientos apegados a una realidad ya de por sí compleja para quienes la construimos y la vivimos.
Está solo a unos pasos de mí, pero como en la escena de una película surrealista se desvanece cuando intento alcanzarla. Escucho su voz y su andar en la escalera, mas cuando llego a cada vértice de la bajada no la veo. Apuro el paso, pero es en vano. Al no igualar la ligereza de su marcha desisto de mi empeño.
Una mañana de domingo de agosto. El pequeño carro rojo circula por calle 9na. Al llegar a la intersección con 76, un almendrón descapotable color verde que va delante, se detiene. El chofer del auto rojo no distingue que, además de las luces de stop, el intermitente indica que va a doblar a la izquierda. El chofer del carro rojo comienza la maniobra para adelantarle, y es entonces que el conductor del almendrón, quien al parecer va con su hija y su esposa, le hace señas con la mano de que va a girar. El del pequeño carro rojo se disculpa. El del auto grande comienza a gritarle improperios, mientras dobla. El otro solo mueve la cabeza y le dice: «Paz».
Cuando lo solté, con un suspiro, todo el mundo me miró con cara de burla y me ripostaron con la más tranquila naturalidad: «¿Cien pesos? ¿Y te quejas por eso? Si a fulanito le llegaron este mes ¡quinientos pesos!».
Tanto se insistió y tanto se invirtió hasta que, al fin, comenzó a despuntar la producción de cacao en Baracoa, región donde la Isla tiene el mayor patrimonio de la bellota, de la cual se extrae el delicioso y demandado chocolate. Y ahora resulta que la industria local no aguanta el «palo de cosecha».
Ni en barco de guerra, ni en tren militar. El corrido mexicano anduvo por el mundo impulsado por una revolución que, después de la literatura modernista, definía la voz propia de Nuestra América. Esta vez, eran los de abajo. Por eso resultó tan afortunado el título de la novela clásica de Mariano Azuela. El inmenso país, todavía extenso, a pesar de la mutilación infligida por su vecino del norte, cristalizaba en el cruce de dos figuras míticas. Una de ellas, Pancho Villa, se desplazaba desde el norte. La otra, Emiliano Zapata, llegaba desde el siempre sufrido sur. Hombres de la tierra, ambos cayeron víctimas de la traición.
Han pasado ¡más de 11 años! desde que en estas páginas rebeldes publiqué ¿Prohibido el reguetón? (febrero de 2005), un reportaje que abordaba algunos matices de ese género, incrustado en nuestra cotidianidad desde hace buen tiempo.