Qué partida la del gran Paco Prats entre no poca soledad. ¿Qué hubiera sido de sus días de adiós sin la vuelta cotidiana de Marlén?, me pregunto; sin la sonrisa de esa hija postiza, el yin para su yang, que no podía darle mucho más que abrigo en estos tiempos de horrible frío. De cierto modo me queda el consuelo de que al menos también se ll...
Lamentablemente, desde hace días, escribo mucho de la COVID-19 ante la compleja situación que ha vivido mi provincia de Artemisa. Revisar partes e informes de Salud Pública se ha vuelto mi día a día desde hace un tiempito, no muy corto, pero lo hago sabiendo que las personas necesitan información. Sin embargo, hay cuestiones elementales que nos comentan cada jornada en el sitio web del periódico El Artemiseño o en las páginas de Facebook.
Enfrentamos una desigual guerra cultural que se traduce en la toma de partido entre el socialismo o el capitalismo; entre la cultura del ser o la cultura del tener, entre el patriotismo o el egoísmo que encuentra su máxima expresión en un individualismo despiadado. La lucha por la supervivencia humana encuentra un escollo muy fuerte en el capitalismo devorador de los pueblos, de sus culturas, identidades y símbolos, el que, a través de la ley del más fuerte, lucha como fiera enjaulada por mantener su hegemonía.
Hay una fábula del español Tomás de Iriarte que, por su sabiduría, suelo recordar a menudo. Un conejo huye veloz de unos perros de caza cuando otro de su especie le sale al paso. «¿Por qué corres así?», le pregunta, curioso. «¡Dos galgos me persiguen!», le contesta, aterrorizado y casi sin resuello. El otro divisa a lo lejos a los sabuesos. «No son galgos, son podencos», le rectifica. El huidizo persiste: «Son galgos». Y el corrector hace lo mismo: «Son podencos». Entonces se enrolan en una estéril porfía. En tanto, los perros los alcanzan, se les enciman y los devoran.
Hay una fábula del español Tomás de Iriarte que, por su sabiduría, suelo recordar a menudo. Un conejo huye veloz de unos perros de caza cuando otro de su especie le sale al paso. «¿Por qué corres así?», le pregunta, curioso. «¡Dos galgos me persiguen!», le contesta, aterrorizado y casi sin resuello. El otro divisa a lo lejos a los sabuesos. «No son galgos, son podencos», le rectifica. El huidizo persiste: «Son galgos». Y el corrector hace lo mismo: «Son podencos». Entonces se enrolan en una estéril porfía. En tanto, los perros los alcanzan, se les enciman y los devoran.
Yo hubiera querido que mis hijas volvieran a la escuela y al círculo este 1ro. de septiembre. No hay nada que apunte más a la «normalidad» que un país con sus calles llenas de muchachos con uniformes.
Recuerdo el terremoto de Haití, cuando cientos de miles de personas murieron aplastadas por sus propias paredes, y a los pocos meses, sus niños, los sobrevivientes, regresaron a las aulas. Parecía que había vuelto la paz, aun cuando no tuvieran un hogar al regreso o el aula fuera, literalmente, una casa de campaña. Lo viví y doy fe de cuanto puede sanar una buena escuela.
Yo hoy estuviera forrando libros y planchando uniformes. La Carmen quizá anduviera con mariposas en el estómago ante la posibilidad de volver a ver a sus amigos. La Elena, más parejera, estuviera llenando una bolsa de juguetes para llevar al círculo infantil.
Pero no, ninguna de las dos saldrá de casa este 1ro. de septiembre, que será igual a todos los días desde el 23 de marzo, cuando las escuelas cerraron sus puertas. Carmen volverá al televisor con una maestra que habla demasiado rápido y Elena esperará a que su hermana termine para seguir jugando a lo mismo, entre cuatro paredes.
Ya quisiera yo sentir la incertidumbre de otros padres ante un reinicio así. Y preocuparme por tener los nasobucos listos, la bolsita con el jabón y el gel; y sentarme con mis hijas para explicarles que el nasobuco no se quita ni se presta, que no pueden estar pegados unos con los otros, que no se pueden meter las manos en la boca ni en la nariz, que tienen que lavarse las manos constantemente, que la COVID-19 es peligrosa y tenemos que cuidarnos todos, los unos a los otros.Nuestros niños han sido actores fundamentales en el enfrentamiento a la epidemia; han aprendido del peligro y han ayudado a evitarlo. Mejor que muchos de nosotros han acatado las medidas y se han convertido en inspectores ante lo mal hecho. ¿Por qué suponer que ahora no lo harán?
Entiendo y comparto muchas de las preocupaciones de los padres que mañana llevarán a sus hijos a la escuela. También sé del tremendo trabajo que se ha hecho para que entren a un curso lo más seguro posible. No podemos seguir a puertas cerradas, el mundo no lo ha hecho. Tenemos provincias con más de cien días sin casos de COVID-19, en otras han aparecido reportes esporádicos, casi siempre asociados con algún viaje a La Habana. En ninguno de esos lugares con transmisión demostrada comenzarán las clases.
Nos toca a nosotros, padres preocupados, exigir porque en la escuela de nuestros hijos no se celebren matutinos ni otra actividad que suponga aglomeración; que no entren personas con síntomas respiratorios o ajenas a la institución; que se escalonen los horarios de receso y almuerzo; que en las aulas haya aislamiento, para eso se han ajustado horarios y se han previsto otros locales en las comunidades; que haya hipoclorito o alcohol para lavar manos y superficies; que se use el nasobuco todo el tiempo y bien.
Nos toca, también, ayudar a los maestros, y explicar a nuestros hijos, mil veces, que la COVID-19 mata, que el peligro no ha pasado, que Soberana aún es un ensayo.
Si todo eso falla, a cerrar la escuela, como lo indicó el Gobierno cubano.
Nuestros hijos necesitan de la escuela y jugar y reír a carcajadas con sus amigos y aprender y hacer ejercicios y ver a sus queridos maestros. Ojalá las mías lo hubieran podido hacer este 1ro. de septiembre.
En las guerras de conquista los vencedores dejan huella de lo sucedido en sus relatos testimoniales. A pesar de los milenios transcurridos, seguimos aprendiendo que «toda la Galia está dividida en tres partes», según la límpida prosa de Julio César, integrada con justicia a la tradición clásica de la literatura occidental.
Una colada de café puede ser mucho más que la forma, artesanal o moderna, en que el producto, exquisitamente aromático, deja de ser polvo para convertirse en elixir milagroso.
Tan amargo, aunque menos «saboreable» como algunos de sus preparados, resulta en pensar, mientras se disfruta de una humeante taza, el tiempo que hemos tard...
Ya nada será igual luego de que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación forman parte de nuestras suertes y son tan consustanciales como el agua, están en todo cuanto hacemos y por eso a ellas se les atribuye eso que llamamos «cambio de época».